En la frase “Qué bueno es estar hoy acá, trabajando”, pronunciada por Macri el jueves del paro, delante de empresarios y banqueros en la inauguración del Foro Económico Mundial para América Latina, se sintetizan varios aspectos de la escena política. Más todavía cuando se la completa con su afirmación, en el mismo ámbito, de que pueden llevarse cuando quieran la plata que vayan a traer. Pero hay un rasgo en particular que merece ser resaltado, aunque no suponga novedad alguna, porque es el que ratifica cómo el Gobierno marca la cancha frente a las elecciones y de qué manera quedan desafiados sus oponentes.
La provocación presidencial fue articulada con la inmediatamente previa al paro, cuando el mismo Macri declaró a una agencia de noticias estadounidense que “no hay plan B” del programa económico en curso. Según se sabe y más allá de la circunstancia del paro, ambas bravatas fueron estimuladas por el envalentonamiento oficial tras las manifestaciones de apoyo del 1 de este mes. Ni la cantidad de gente ni la participación cualitativa de esas marchas revelaron una adhesión robustecida al Gobierno. Fueron una expresión de antiperonismo visceral que no es ninguna noticia respecto del núcleo duro que votó a Cambiemos; y del mismo modo puede decirse que la aplastante superioridad numérica de la oposición, durante las protestas de marzo, no refleja otra cosa que una suma enfervorizada de minorías intensas a la búsqueda de liderazgo. Pero esto último es un problema de construcción política de kirchneristas, peronistas y aliados o simpatizantes en general del modelo que rigió hasta 2015. El del Gobierno, para el caso, es creerse que unas franjas promedio de cincuentín-sesentones de clase media mayormente acomodada, suficientes para la imagen de la Plaza de Mayo no a bote pero sí concurrida, sin sectores populares ni jóvenes, alcanza para sacar pecho y continuar provocando. Los medios oficialistas cayeron la misma deducción y arremeten en perfecta sintonía con la retórica del choripán, la holgazanería de quienes no entienden el cambio, los sindicalistas enriquecidos, lo que el paro le costó al país, los ciudadanos que querían ir a trabajar y no pudieron. Esa arrogancia es producto aumentado gracias a que las marchas del sábado anterior, convocadas por los trollcenters del Pro, estuvieron lejos de ser el papelón que temían. El Gobierno zafó bien, con la ayuda imprescindible de su cadena mediática privada. Pero puede arriesgarse una ucronía. Si las manifestaciones de apoyo hubiesen sido escuálidas, como en verdad lo fueron con excepción del centro de Buenos Aires, no habría cambiado la percepción oficial acerca de obligarse a un discurso profundamente gorila, pendenciero. ¿Por qué? Porque el Gobierno no tiene más recurso que confiar en que, pase lo que pase y se hunda lo que se hunda, el desastre de su gestión -en términos de necesidades populares- sobrevivirá gracias al deseo de no volver a la yegua. Y ni hablar si alguna mínima recuperación de la economía aproxima algún indicador a, justamente, los tiempos en que gobernaban ella y él. En caso contrario inventan o potencian toda imaginería de brote verde, tal como hacen a diario. Un poco de ese disfraz por acá, ayudado porque justo antes de las primarias llegarán medio aguinaldo, efecto paritarias y de algo de obra pública; otro poco de la dispersión o luchas intestinas del peronismo por allá, y quién dice que el “milagro” no se consumará. Se puede discutir si les saldrá bien, mal o más o menos. Lo indiscutible es que el Gobierno no dispone de otra estratagema porque, en primerísimo lugar, no tiene forma ni, mucho menos, vocación de dar marcha atrás frente a los intereses que representa.
A la pregunta de si hay plan B para la economía, y si hubiera deseado lanzar un centro aunque más no fuere para sorprender a la defensa a contrapierna, Macri podría haber respondido que las convicciones están firmes; que cree como siempre en la mano del mercado y de favorecer las condiciones de inversión, pero también en un Estado fuerte capaz de enfrentar distorsiones y problemas sectoriales; que respetará el cambio votado por una estrecha mayoría pero mayoría al fin, y que eso no significará jamás olvidarse de que gobierna para todos los argentinos y no solamente para los ricos. Alguien podrá objetar que sus terribles dificultades formativas y de oratoria lo inhabilitan para, siquiera, enhebrar oraciones tan simples como ésas. Pero sería una chicana, no una lectura política. No respondió eso, ni aun por demagogia de manual, no porque le cueste sujeto-verbo-predicado, sino porque previo a la sintaxis está su razón ideológico-política. Y entonces contestó lo que contestó. Que no hay más que esto, que significa proseguir con el festival de endeudamiento externo porque es la única manera de retornar al mundo; que no gobierna para una minoría, pero que sin esa minoría de hombres de negociados no hay salida posible; que justo a él, cuyos orígenes corporativos son los de tejer componendas con el Estado y con la burocracia sindical, no vendrán a apretarlo con paros domingueros. Está bien lo que hace. Nunca lo amarán. Ni siquiera los propios. Pero al menos intenta que le teman, o dar sensación de figura categórica. En la inauguración del “Davosito”, diminutivo de la ciudad suiza donde todos los años se nuclea el antro ideológico de la corrupción mundial y que después hace tour por satélites regionales, Macri podría haber evitado el “qué bueno es estar acá trabajando” cuando había un paro general. Podría haber agradecido que ésos, sus socios de modelo y, digamos, algo más también, estuvieran ahí en momentos difíciles, de conflicto social, de crispación, de parto complicado para asentar el programa de mejor cría y reparto de la riqueza. No. Tuvo que decir que acá, en este foro, en medio del glamour de la gente como uno, se está trabajando mientras afuera andan de picnic sindical. Siguiendo para atrás, al cabo de las manifestaciones de apoyo del sábado podría haberse guardado o filmarse diciendo, simplemente, gracias. Gracias a todos. Los tengo en cuenta, a ustedes que hoy salieron a la calle para apoyarme y a los que venían haciéndolo porque no están para nada de acuerdo con lo que hacemos. No. Tuvo que hablar de lo lindo que es sentirse fortalecido por argentinos que no se dejan arrastrar como ganado, y no como otros a los que les basta el choripán para salir a la calle. ¿Hacía falta? Sí, le hace falta. Es, por un lado, una reacción de clase. Pero, sobre todo, es una necesidad de afirmarse en lo discursivo con la presunción de que “la gente” proseguirá creyendo en lo que no ve ni registra, o en lo que quiere creer. Si no fuese así corre peligro de ser considerado un híbrido sin fortaleza conductiva, un De la Rúa, un mero hijo de Franco, de lo cual ya vienen sospechándolo y hasta acusando en la prensa adicta. Y en los círculos del círculo rojo que hablan en voz baja, pero que no se privan de correrlo por derecha.
En el mismo sentido, Macri podría descansar en el trabajo sucio que le monta el periodismo amigo. Podría abrirse del simbolismo con el que machaca a cada rato aquella cadena de medios privada, sobre-elevándose como jefe de Estado conciliador. Cínico, incluso. Cualquier líder apela a recursos de tal tipo. Esos medios ya priorizaron, como toda interpretación del paro, que en una estación de servicio de Lomas de Zamora patotearon a los dueños para que no expendan combustible. Esos medios ya se concentraron en que prácticamente lo único trascendental, junto con lo anterior, fue un corte en la Panamericana de un grupo partidario de lo que se delectan en llamar izquierda, al que por fin se gaseó y echó agua desde un hidrante, para liberar la vía con la ministro Bullrich fotografiada en el comando operativo cual si se tratara de la jefa del Pentágono ordenando bombardear Siria. Macri ya dispone de esa edificación narrativa que satisface al gorilaje espeso. Pero no. No alcanza. Como si fuera poco, lo apura a Rodríguez Larreta para que se acerque ejecutar iguales procedimientos en Corrientes y Callao, la 9 de Julio y adyacencias. Es la táctica. A estrategia no llega, porque implicaría mirada de largo plazo. Se trata de comprenderla. Alojar desde las tribunas oficiales y mediáticas un discurso racista, de una Argentina blanca que solicita reprimir, termina en la denigración. En cacerías judiciales. O en una violencia institucional que deja esposada a una piba de 16 años en la isla Maciel, a la orden policial bonaerense de “negrita villera, dejá de gritar”. Es un clima de apriete habilitado desde arriba, en lo simbólico de a quiénes plantan como enemigo y en lo concreto de quiénes son los beneficiados por su modelo. El arco de unidad que se requiere para enfrentar esa alianza conceptual es enorme.
Van por el odio, cada vez más intensificado y como toda la vida.