“En el Jardín del Paraíso, ¿quién era el monstruo y quién no?”, le pregunta G.H. a alguien o algo que simultáneamente es y no es. La Pasión según G.H. (1964) es una novela inolvidable para quien emprende esa travesía del desierto, arrastrándose como sólo se arrastran las cucarachas, junto a aquella cuyo nombre cabe en dos iniciales grabadas en el cuero de una valija. Una valija guardada en el cuarto más secreto e infernal de la psique humana.
Su autora es la monstrua sagrada de la literatura brasileña, a pesar de haber anunciado en una de las crónicas que mantuvo durante años en la prensa, en el Caderno B del Jornal do Brasil y en otros diarios: “El monstruo sagrado ha muerto: en su lugar nació una niña huérfana de madre.”
Lleva un nombre líquido, mineral: Clarice Lispector. Tan raro sonaba a oídos brasileños que, a la salida de su primer libro, Cerca del corazón salvaje (1943), publicado cuando tenía apenas 23 años, el escritor y crítico literario Sérgio Millet comentó sorprendido: “un nombre extraño e incluso desagradable, sin duda un seudónimo”. En su áspera observación, desconocía que aquel nombre escondía otro, aún más extranjero.
Primero el nombre
Chaya (vida o animal en hebreo) Pinjasovna Lispector nació hace cien años en Chechelnik, una urbanización situada en la provincia ucraniana de Vínnytsia, cerca de Odessa. Como buena parte de los inmigrantes que llegaban a Latinoamérica con nombres demasiado alógenos para el espíritu patriótico, el suyo fue “brasilanizado”. Variante del latín clarus, Clarice significa claro, luminoso e ilustre.
“Angela es mi intento de ser dos”, dice un autor ficticio en su novela póstuma, Un soplo de vida (1978), acerca del personaje que éste va creando palabra por palabra, una mujer llamada Angela Pralini. “Hice una breve evaluación de mis posesiones y llegué a la conclusión asombrada de que lo único que tenemos que aún no se nos ha arrebatado es el propio nombre. Angela Pralini, nombre tan gratuito como el tuyo y que se volvió título de mi trémula identidad. ¿Esta identidad me lleva a algún camino? ¿Qué hago de mí? Pues ningún acto me simboliza.”
El año 1920 había sido trivialmente atroz para las poblaciones judías de Europa del Este, que vivían en una gran miseria y bajo la constante amenaza de epidemias, hambrunas, masacres y exterminio. A la histórica acusación de crimen ritual se sumaban las teorías conspiracionistas y se perseguía a los judíos también por bolcheviques. Benjamin Moser, traductor a cargo de varias ediciones de la obra Clarice Lispector en Estados Unidos y autor de una magistral biografía de la escritora, Por qué este mundo (Siruela, 2017), dedicó dos capítulos relevantes a ese período esencial del contexto en el que nació: “Los Trotsky hacen la revolución y los Bronstein pagan la cuenta, era la siniestra burla de la vox populi”.
Pinkhas (Pedro) Lispector, el padre de las tres hermanas Lispector, Leah (Elisa), Tania y Chaya (Clarice), no había podido estudiar en la universidad y trató de salir adelante con una actividad de comerciante que apenas le permitiría alimentar a su familia. Elisa Lispector, también ella escritora, cuenta en su relato En el exilio (1948): “Pinkhas era un apasionado de las matemáticas y la física, pero todas sus iniciativas en ese sentido siempre se habían topado con una barrera insuperable: su condición de judío.”
Clarice Lispector se refirió a su padre como a un “representante de comercio”. Julio Lerner, único periodista al que la escritora concedió una entrevista televisiva en 1977, unos meses antes de su muerte, le pidió más detalles a la íntima amiga de Lispector, Olga Borelli: “No fue exactamente así. Lo recuerdo deambulando por las calles de los barrios más vulnerados de Recife con una carretilla y gritando con voz cansada, engrosada por el acento idisch: Compra rôpáaaaaaaaaaaa.”
En cuanto a la madre, Mania (Marieta) Krimgold, cuyo padre había sido asesinado durante un pogromo, estaba marcada por una experiencia de la que no se recuperó.
Según Moser, un día de 1919 el Ejército Blanco entró en la ciudad donde vivía la familia Lispector en ese momento, Hajssyn. Mania Krimgold escondió en su casa a un grupo de personas, incluyendo a mujeres y niños. Basándose en el relato de Elisa Lispector y en una investigación llevada a cabo en Ucrania y en Brasil, Moser formula la hipótesis de que Mania fue violada ese día por un grupo de soldados rusos, y aquel crimen sería el causante de la sífilis que contrajo y que las condiciones sanitarias de la guerra civil no permitieron curar.
Esta hipótesis es discutida por otros investigadores, pero, en cualquier caso, la violación era - sigue siendo - un elemento básico de la limpieza étnica. Miles de mujeres y niñas judías fueron víctimas de violaciones colectivas durante los pogromos. El biógrafo destacó la existencia de una superstición o creencia médica según la cual la sífilis en una mujer podía curarse con un embarazo. Chaya habría sido concebida en respuesta a la sífilis de su madre. En efecto, en la crónica “Pertenecer” (15 de junio de 1968), Clarice Lispector escribe:
“Casi consigo verme en la cuna, casi consigo reproducir en mí la vaga y a la vez apremiante sensación de necesitar pertenecer. Por razones que ni mi madre ni mi padre podían controlar, nací y me encontré sólo nacida. Sin embargo, he sido preparada para venir al mundo de una bella manera. Mi madre ya estaba enferma, y según una superstición muy extendida tener un hijo curaba a una mujer de una enfermedad. Así que fui procreada deliberadamente: con amor y esperanza. Salvo que no curé a mi madre. Y aún hoy siento el peso de esa falta: fui hecha para una misión deliberada y fallé. Como si se contara conmigo en las trincheras de una guerra y yo desertara. Sé que mis padres me perdonaron por haber nacido en vano y por haberlos traicionado en su gran esperanza. Pero yo no me perdono. Hubiera querido simplemente un milagro: nacer y curar a mi madre. Entonces sí, habría pertenecido a mi padre y a mi madre. Ni siquiera podía confiarle a alguien esta clase de soledad de no pertenecer, porque, como un desertor, guardaba el secreto de mi huida, que me avergonzaba revelar.”
La familia Lispector abandona Ucrania en 1921. Tras un sinuoso periplo de varias etapas y un viaje marítimo en tercera clase, desembarca a inicios de 1922 en el puertito de Maceió, la entonces triste capital del estado de Alagoas, en el Nordeste brasilero, una de las regiones más pobres del país. Clarice tenía cinco años cuando se mudaron a Recife, capital del Estado de Pernambuco, también en el Nordeste, ciudad que ella siempre consideró como su verdadero hogar.
El animal interior
En Recife descubrió la magia de las palabras y empezó a inventar historias desde la edad de siete años. Inmediatamente estableció un vínculo indefectible con la lengua de ese país. De su cultura híbrida conservaría un “defecto de pronunciación”, un leve seseo y una manera gutural de pronunciar la r. Pero el portugués era la lengua en la que buscaba refugio. Un idioma que le abría los brazos como una madre al tiempo que le revelaba la inmensidad de otro lenguaje.
“Pienso y siento en portugués, y sólo esta laboriosa y terrible lengua me satisfará. Nuestro lenguaje - que aún está en ciernes, que al ser traducido necesita (para cada palabra) dos o tres palabras que expliquen su significado vivo, y que se nutre del presente mucho más, incluso, que de la tradición - requiere que el escritor se trabaje a sí mismo como persona para poder elaborarlo. El lenguaje revela gradualmente un lenguaje que llamamos literatura y que yo llamo el lenguaje de la vida.”
Cuando ya supo a escribir, se escondió en un rincón de su casa como si fuera a cometer un acto prohibido, y redactó una pequeña dramaturgia en tres actos que llevaba el título de Pobre Niña rica - de tan ilícita que era la perdió, pero nunca olvidó su título-.
Su relación con el mundo animal era intensa como suele serlo en la infancia. “Entiendo perfectamente a una gallina. Quiero decir, la vida íntima de las gallinas”. En 1974, publicó uno de sus cinco cuentos infantiles, La vida íntima de Laura. Entre sus lectores, no desdeñaba a los niños, ya que era madre de dos varones a los que adoraba. La escritora adulta continuaría buscando un acercamiento ligado a las pasiones y emociones que rodean el universo de la infancia, pero también un acercamiento a una condición más honda, instintiva, directa, intuitiva con la vida, desde el pulso mismo.
“Sólo los que le temen a su propia animalidad no quieren a los animales. Es mágica la manera en que mi perro y yo nos entendemos sin palabras: nuestros ojos se cruzan y ocurre un entendimiento que es incomprensible para mi conciencia y la suya; hay un entendimiento que es nuestro, pero que nos sobrepasa y que no comprendemos. Pero existe. Me cansé de tanto no creer nunca, y de no creer y no creer. Al final cedí. Creo. Si no, ¿qué remedio? para ayudar a vivir. Creo hasta en nuestros demonios internos. Simplemente empecé a creer lo que hasta ahora había negado con mi razonamiento. Hasta que la infancia perdida irrumpió de golpe en la mujer adulta. Y entonces, de repente, los milagros ocurren. [...] Detrás de una cosa siempre hay otra cosa que tiene detrás otra cosa que... ¿De manera que llego al interior del átomo? ¿O por fin llegaré a la energía primaria que me engendró?”
Las primeras historias inventadas por la niña no tenían fin. Se las contaba a su madre inválida para divertirla y el desenlace era siempre milagroso y providencial. Pero su poder no fue suficiente. Moser cuenta que en 1930, Mania le pidió a su marido que le comprara un nuevo libro de oraciones (un sidur) y rezó durante una semana entera. Murió al finalizar la semana, el 21 de septiembre. Fue enterrada en el cementerio judío de Barro, un suburbio periférico de Recife. Su hija menor pasaría el resto de su vida de escritora buscando, más allá o más acá del lenguaje, la matriz, el núcleo, el plasma de Dios, la cosa.
La literatura de Lispector tiene fama de ser hermética, de difícil acceso. Sin embargo, la precisa intensidad de su escritura revela una conciencia del aislamiento y de la exclusión social, que viene junto con la experiencia de la pobreza, más aún, de la indigencia. Sus libros están poblados por seres precarios, de identidades huérfanas, de mujeres afrodescendientes y de personajes que miden la distancia que los separa de un abismo.
La hora de la estrella
De la huella imborrable que le dejó su infancia en Recife, ciudad que su padre viudo abandonaría junto con sus hijas para alcanzar el frágil ascenso de una mudanza a Río de Janeiro alrededor de 1935, encontramos ecos en La hora de la estrella (1977), su último libro publicado en vida. Prueba, si hiciera falta, de que la narrativa lispectoriana se arraiga en la cruda corporeidad del mundo, La hora de la estrella ha sido llevado a la gran pantalla en una brillante y ácida adaptación de Suzana Amaral en 1985, que le valió a la actriz Marcélia Cartaxo el Oso de Plata a la Mejor Actriz en el 36º Festival Internacional de Cine de Berlín por su papel de Macabea.
El libro gira en torno a una joven dactilógrafa nordestina así llamada, apodada Macca, y en el estremecimiento que esta joven maloliente y sin encantos, con un nombre que “suena como una enfermedad, una enfermedad de la piel” produce en un personaje llamado Rodrigo S.M. “Fue en una calle de Río donde capté con una sola mirada el sentimiento de perdición en el rostro de una nordestina”, responde Lispector a Julio Lerner.
Alrededor de Maccabea gravitan personas avaras y codiciosas. Y al margen S.M, que se autoimpone la tarea de contar la historia de esta vida miserable y sin amor que duraría tan solo un suspiro. Su relato contiene siete personajes de los que no se sabe casi nada. La inexpresiva joven, una criatura indefensa, soltera y solitaria, obtusa y sufriente, una pequeña empleada en la línea de esos seres desprotegidos, flacos e indigentes que habitan misteriosos la obra satírica y trágica de Clarice Lispector, muere aplastada por un auto.
En una de las numerosas, espléndidas crónicas que escribió en parte para ganarse la vida después de su divorcio de Maury Grugel Valente, aparece otro personaje de mujer pisada por un auto. Cuando en los años cuarenta siguió a su esposo diplomático a la detestada ciudad de Berna, Clarice mantuvo una correspondencia con su gran amigo el escritor brasilero Fernando Sabino, que entonces vivía él también fuera del país, en Estados Unidos.
“Yo también he olvidado muchas cosas en Brasil -le escribe Sabino-. Una vez, de chico, chupé tantos mangos verdes que me quedé en cama durante tres días, falté a la escuela, ¿sabés? Tenía un pequeño conejo llamado Pastoff. Un día mi padre agarró el conejo y se lo dio a un amigo. Me puse muy triste, lloré mucho, papá fue muy malo. Lo que más me gustaba, cuando hacía frío, era dejar escapar un poco de humo por mi boca. ¡Palomitas de maíz, Fernando! Clarice Lispector sólo bebe café con leche. Clarice Lispector salió corriendo bajo el viento y la lluvia, empapó su vestido, perdió su sombrero. Clarice Lispector sabe reír y llorar al mismo tiempo, ¿qué cosa, no? ¡Clarice Lispector es graciosa! Parece un árbol. Cada vez que cruza la calle hay una ráfaga de viento, llega un auto, le pasa por encima y muere. Escribime una carta de siete páginas, Clarice.”
Sí, también era graciosa Clarice Lispector. Su tipo de humor envuelve las frases en un suave y ligero tono que no llega a ser de burla, simplemente se mantiene a un costado de la absoluta seriedad desde la que escribe. Sobre el destino de los seis millones de personas sepultadas en los aires, como repite el poema “Fuga de muerte” del rumano Paul Celan, o sobre la dictadura en Brasil, Lispector no escribirá nada explícito, acaso por miedo. Alteraba los traumas concretos convirtiéndolos en alegorías complejas y en raras ocasiones aludió a las circunstancias históricas que los habían producido, siempre con ese atisbo de sátira. Así ocurría también con su feminismo.
La primera guayaba
En la crónica “A favor del miedo”, publicada en el Jornal do Brasil el 11 de noviembre de 1967, en plena dictadura, escribe: "Estoy segura de que durante la edad de piedra fui sin duda maltratada por el amor de algún hombre. De ese tiempo data cierto pavor que es secreto. Pues bien, cierta noche cálida, estaba sentada conversando cortésmente con un caballero civilizado, de traje oscuro y uñas prolijas. Estaba, como diría Sérgio Porto, a la sombra y comiendo unas guayabas frescas. Y he aquí que el Hombre dice: “¿Vamos a dar un paseo?”. No. Voy a decir la cruda verdad. Lo que él dijo fue: “¿Vamos a dar un paseíto?”. Por qué paseíto, jamás se me dio el tiempo de saberlo. Y he ahí que de inmediato, desde una altura de millares de siglos, rodó con estruendo la primera piedra de una avalancha: mi corazón. ¿Quién? ¿Quién en la edad de piedra me llevó a un paseíto del cual nunca volví? No sé qué elemento de terror existirá en la delicadeza monstruosa de la palabra paseíto. [...] estaba ridículamente asustada ante un improbable peligro. Improbable, digo hoy, por lo muy protegida que estoy por las suaves costumbres, la ruda policía [...]. Engullida, pues, la primera guayaba, empalidecí sin que el color civilizadamente abandonase mi rostro: el miedo era demasiado vertical en el tiempo para dejar vestigios en la superficie. Y no era miedo. Era terror. [...] El hombre, este par mío, que me ha asesinado por amor, y a eso se lo llama amar, así es. ¿Paseíto? Así también le decían a Caperucita Roja, que recién cuando era tarde se cuidó de cuidarse. Voy a ser cautelosa, y por las dudas me iré a vivir debajo de las frondosidades —¿de dónde me venía esta cantinela? No sé, pero la boca del pueblo en Pernambuco no se equivoca. Que me disculpe el Hombre que tal vez se reconozca en este relato de un miedo. Pero que no dude de que el problema era mío, como se dice.”
No por casualidad la única editorial del extranjero pionera en la publicación del conjunto de su obra fue la que fundó en París Antoinette Fouque con un grupo de mujeres integrantes, como ella, del Movimiento de liberación de la mujer, la editorial Des femmes. Cuando en 1974 la editora descubrió la obra de Clarice Lispector, encontró en ella el eco de su propia reflexión sobre el origen: el vínculo entre la liberación de la mujer, la creación y procreación. Esa casa editora publicó una meditación poética de la escritora Hélène Cixous, La hora de Clarice Lispector, en 1989:
“Esta es una meditación de la última hora. La maravillosa e impensable hora, la hora hacia la que nos dirigimos como hacia la verdad. Mi verdad, nuestra verdad, esta extranjera, esta extrañeza cuyo rostro se nos promete ver, al final. Y mientras tanto, siempre esta urgencia: hacer resonar en nuestro siglo el eco de esta Voz de los orígenes.”
Una voz fundamental
“Celebramos cada año a Clarice Lispector, el 10 de diciembre, día de su nacimiento -cuenta Christine Villeneuve, actual directora editorial -pero su centenario es una ocasión para recordar que es una de las voces más singulares y a la vez universales de la literatura del siglo XX, traída a Francia por nuestra editorial desde que Antoinette Fouque la descubrió en 1974, en Brasil, gracias a militantes feministas brasileras. Clarice Lispector es la búsqueda permanente de una verdad interior a través de las palabras, unida en todo momento a la atención por el mundo, una escritura vibrante y viva cuyo eco no tiene fin. Por eso siempre habrá tiempo para leerla.”
Aunque formara parte de un género introspectivo y experimental, la literatura de Clarice Lispector ha ido mucho más lejos que los procesos estéticos del modernismo. Hoy sus textos todavía se resisten a las tipologías. Hoy más que nunca, quizás. Su voz de “esfinge”, como se la calificó, no impidió el alcance universal de su trabajo: por el contrario y como sucede con Kafka, todo el mundo puede reconocerse en esa voz.
“El alma expuesta en sus escritos es la de una mujer, pero en ella encontramos toda la gama de la experiencia humana. Por eso se ha podido ver en Clarice Lispector todo lo se que ha querido ver: una mujer y un hombre, una brasileña y una extranjera, una judía y una cristiana, una niña y una adulta, un animal y una persona, una lesbiana y un ama de casa, una bruja y una santa. Describió con tanta fuerza la experiencia íntima, que podía de manera verosímil ser todo para todos, reverenciada por aquel que encontraba en su genio expresivo un espejo de su propia alma. "Soy vos mismo", escribió” su biógrafo B.M.
En su obra la razón razonable nunca está en el punto de mira. No hay un solo tipo de conocimiento, sino varios, y el conocimiento no se convierte en dogma, en “verdad”. Surge de una multiplicidad de preguntas como especies, como animales o plantas trepadoras, como átomo o mercurio. Preguntas que cuestionan el mundo y a su gran ausente al que, a falta de otra palabra, la autora se refirió como a Dios, o como a cosa, o como neutro, plasma o incluso barata, cucaracha. Avanzando a ciegas y tratando de establecer correlaciones entre todas estas especies de preguntas, sin nunca jerarquizarlas, sin buscar construir un sistema.
"El lenguaje se las arregla torpemente con esta conciencia como una vasija rota, aprovechando el momento que se atraviesa o que te atraviesa como un rayo o como un auto. Entonces todo empieza a moverse y hay que prestar atención a esas nadas que se desvelan. Pero el momento no se anuncia. Simplemente está ahí. Estas criaturas un poco al margen, vacilantes, avanzan sin dejar de tocar, en su progresión, lo esencial. Presienten que el mundo está atrapado en una red de relaciones múltiples. No siempre tan libres como se quisiera, pero aspirando a una libertad.
Y canto un aleluya al aire como lo hace el pájaro. Y mi canto no es de nadie. […] Y que se rebele, ese nervio de vida, y que se retuerza y lata. Y que se derramen zafiros, amatistas y esmeraldas en el oscuro erotismo de la vida plena; porque en mi oscuridad tiembla por fin el gran topacio, la palabra que tiene luz propia" (Agua viva, 1973).