Hay un repertorio de variaciones del agobio que campea en los cuentos de este libro de Laura Galarza y eso, en combinaciones químicas con el concepto de un título tan precioso, punzante, impreciso, compone un panorama de personajes machacados por constantes opresivas en escenarios con alguna válvula de escape, desenlaces que, sin embargo, esbozan muchas veces reformulaciones de la angustia. Se observan los hilos, se desatan unos nudos y algo más allá se vislumbran otros. El agobio se irradia casi siempre desde los más cercanos, está en los vínculos de pareja, de madres/padres e hijas/hijos, en alguna amiga íntima, en algún otro familiar, sobreentendidos atados al deber ser que bajo superficie se rumian malentendidos, ramificaciones crecientes de dolor que desembocan en secuelas físicas, violencia, deformaciones, pesadillas. Está signado en la expresiva portada del libro: un ojo desorbitado del que cae una lágrima, una boca abierta clausurada por una cruz de dos tiras que contiene el nombre de la autora y el título, Date cuenta de tu suerte.
La frase está en relato que abre el volumen, “Mi primer franco”: su narradora, una chica jovencita, evoca que su madre y su padre, ambos psicólogos, le decían eso. “Eso de hacerme pensar en algo peor cuando yo estaba mal había sido siempre así. Mis padres solían hablar de las tragedias de sus pacientes durante la cena y las comparaban con nuestra situación o con la mía en particular. El chico al que una voz le ordenaba hacer cosas que no quería; el que se había encontrado a su mamá con una bolsa en la cabeza al llegar del colegio; la nena que había nacido con pies como manos o la que el perro de su abuela le había mordido la cara. ‘¿Te imaginás?’, me decían los dos, ‘date cuenta de tu suerte’. Y entonces yo hacía un esfuerzo por imaginarme siendo esos chicos. Si alguna vez me veían llorar, papá me preguntaba: ‘¿Dónde lo sentís?’. Yo me señalaba el pecho o la garganta. Él me hacía concentrar en lo feo que había pasado y en seguir sus dedos, que movía de un lado y a otro. ‘Lo vamos a convertir en un recuerdo’, repetía”. El padre de la narradora ha muerto hace poco y ella ha tenido que salir a trabajar en un hotel frente al mar, lejos de su pueblo. En su primer día libre regresa a su casa, pero algo allí ha cambiado y se vuelve, a trabajar la alquimia de recuerdos, dolor y soledad.
En la cita aparecen señales claves de otros cuentos del libro. En “La voz”, el tercero, un muchacho oye instrucciones precisas y amenazantes que trata de cumplir al pie de la letra sin que su novia se entere, pero cada vez le resulta más difícil y como quiere ocultar qué le pasa va poniéndose violento. También es violenta la señora de la bolsa en la cabeza, enferma psiquiátrica con quien lidia su paciente hijo adolescente, que vive pendiente de ella y del juicio del padre, que le insiste: “Tu madre no está loca, está desesperada”. La mordida del perro está en “Esto es el progreso” y narra el tironeo entre una pareja ya grande del suburbio y la que compone el hijo de ambos con su nuera, que viven en un country, veranean en Miami y trajinan ese careteo despreciable del alardeo de consumos y las consecuentes comparaciones que presumen a su favor. En un segundo plano, en los distintos escenarios de los cuentos, va componiéndose en el libro un despliegue de postales de instituciones, sus malestares: el desamparo en “Hogar de niñas” y una cuidadora entrañable que viene de la mala y encuentra allí una razón de ser pese a todo; la hipocresía en “Sala de la alegría”, con una narradora que junto a su hijito visita en un geriátrico a la tía de su marido, “que lo crió como a una madre”, a la que no le han contado que le vendieron su casa; la crueldad escrachante en “Pies en punta”, el último relato, con una profesora de gimnasia artística que se ensaña con una pibita por un detalle. Es notable en la escritura de Galarza –oraciones y párrafos cortos- la conjunción de sutilísimas observaciones para componer y la confluencia de venenos y resentimientos con las búsquedas compenetradas de sus personajes para encontrar soluciones, salidas. Y aunque no aparezcan, en el paisaje y el camino aparecen relumbrones amorosos, recuerdos, o gestos de personajes laterales en cruces fugaces. Tras las capas del agobio cada tanto brillan, además, trazas de humor bien ácido por las vetas del delirio o el absurdo.
Recuerda Galarza que empezó a escribir estos cuentos en 2015, tras la publicación de su primer libro de relatos, Cosa de nadie. “Pero en realidad tengo la idea de que siempre mis cuentos tienen una larga historia, que estuvieron mucho tiempo en mi cabeza –dice-. Tengo una carpeta en mi computadora con posibles comienzos, ideas, escenas, personajes, un montón de material. La escena del comienzo del cuento ‘Piedra movediza’, por ejemplo, en la que una chica le corta el flequillo a la otra, nació hace como veinte años: en ese momento supe que había un cuento, y que no terminaba ahí; lo retomé y desarrollé mucho después. Otro ejemplo: la mujer a la que se le paraliza la cara en ‘Este es el progreso’ porque a la nieta la muerde su perro, en mi cabeza es la misma de ‘Cosa de nadie’, del libro anterior: en ese cuento su hijo, que es arquitecto, encuentra plata en una obra en construcción y se la queda, lo que genera una distancia insalvable con sus viejos. Para mí es ella, pasado un tiempo”. Le atrae la configuración de un universo fragmentario con puntos de contacto entre algunas de sus piezas. “Mi modelo era Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson, donde hay una serie de relatos y todos transcurren en un mismo pueblo, de algún modo todos se conocen, y los que en unos aparecen como secundarios son protagonistas en otros –cuenta-. Intenté eso, pero en mi libro está parcialmente, en algunos. La chica que va al geriátrico con su hijo, por ejemplo, es la de ‘¿Qué puede pasarte?’, el cuento de la mamá con su bebé recién nacido en terapia intensiva”.
Galarza nació en Buenos Aires en 1968 y a los siete años se mudó con su familia a Olavarría: de allí se inspira la atmósfera de muchos de sus relatos. Cuando terminó la secundaria volvió a la ciudad y estudió psicopedagogía y psicología. “Mucha gente confunde y cree que como soy psicóloga escribo sobre mis pacientes, y no –apunta-. Jamás. Es un material que nunca se me confunde. Eso lo tengo claro. Una cosa es mi trabajo y otra cuando escribo. El material con el que escribo tiene que ver con mi experiencia subjetiva”. Dice Galarza que nunca escribe sabiendo dónde va, que llega al final escribiendo. “Siempre tengo una imagen que se me impone con mucha fuerza –cuenta-. Y eso me da como una necesidad de sentarme y bajar esa imagen. Que puede estar latente mucho tiempo: soy muy lenta para escribir”. En cuanto al foco puesto en las relaciones entre los más cercanos dice que el tema es claramente su obsesión y que ya lo asumió. “En un momento luché contra eso y dije ‘no puedo escribir siempre sobre lo mismo’. Pero me amigué, me amigué con eso. No me puedo salir mucho de los mundos íntimos y los vínculos”.
Y en esos universos lo que abunda es lo fallido. “Cuando uno más asciende en el camino de la comprensión del mundo cada vez te vas hundiendo más –dice Galarza-. Por lo menos esa es mi visión. Que claramente es pesimista, no lo puedo evitar. Cuando uno tiene una iluminación siempre te lleva a darte cuenta del mal. Del mal que hay en el mundo. Que estamos irremediablemente perdidos. Y que, bueno, lo que tratamos de hacer todos los días es de sobrevivir a esa idea, armarnos un mundito. Por eso estoy cómoda con la pandemia: estoy en mi mundo. Pero lo que hay afuera no está nada bueno. Además, quiero escribir como los escritores que amo, que son más que nada los escritores norteamericanos que tienen esa visión oscura de la vida. Los cuentos de Carver son un poco así, todos los finales te llevan a un cul-de-sac: Se me viene esa idea a la cabeza. Parece que vas a dar una vuelta y estás en el mismo lugar. Es un camino alternativo, pero es más o menos lo mismo. Y si te vas a dar cuenta de algo de tu vida, de vos mismo, de tu verdad, es una verdad medio amarga. El cuento de Cheever, ‘El marido rural’, que yo amo: el tipo empieza en el avión que se va a estrellar, se da cuenta de la vida que lleva, que es horrible, y decís ‘bueno, listo, va a empezar una buena vida, va a salir de ese mundo burgués opresivo’. Y no. Termina afuera, viendo las estrellas y todo bien, pero él se queda ahí. El cuento implosiona, el insight es hacia adentro, y ya. A mí me interesa eso más que el cuento de trama”.