Supimos de ella a través de su hijo y de inmediato formó parte de esa familia elegida que suele darnos el mundo del espectáculo. Una familia de extraños a la que por identificación de amor sentamos a la mesa convencidxs de conocerles mañas y olores. Doña Tota era la mamá del Diego pero también fue la mamá de quienes crecieron escuchando que a la vieja no se la toca. Filiación anhelada que borró ajenidades y parentescos reales y acopió alegría en los brazos de la madre del dios más humano.

Sabíamos muy poco de ella, que había venido a Buenos Aires desde Esquina, Corrientes, con sus cuatro hijas (tuvo ocho hijxs) y con Chitoro (don Diego), a quien según cuentan conoció en una comparsa, y que se habían ido a vivir a Fiorito donde nació Diego, el primer varón. Tampoco supimos mucho más después, salvo que la vocación de anecdotario agregara a las sílabas del amor incondicional algún detalle para el altar, como el prendedor de estrellas que ella dijo que encontró en la calle muy cerca del hospital un rato antes de parir al Diego, o la escena en la que cruza el mundo llevando la sopa paraguaya que su hijo le había pedido que le hiciera. 

Nunca fueron necesarias las particularidades biográficas para reconocerla y nombrarla con la naturalidad con la que se nombra a alguien de la familia. Doña Tota era la madre tierra, la mamá del Diego, Fiorito oyente y eterno, los ojos por donde se veía la mayoría de las cosas que le habían pasado al jugador, el amor imperturbable del Diego: “yo siempre digo que mi viejo llegó primero, sino yo me casaba con ella”, el pasado que no conocíamos y que él nos dejaba husmear y el presente que celebrábamos, con eso bastaba; beneficio del apodo vuelto arrullo y voz bautismal de una iniciación mística coronada con el pico con el que madre e hijo se besaban no solo para las cámaras, “yo juego para vos mamá.” 

Nombrarla era hacer desparecer la apariencia de los monigotes y una señal expansiva para que los sueños se cumplieran en un mar tranquilo adentro de las palabras que solo salen a la superficie para nombrar lo importante. Era él el que contaba quién era su mamá, ella solo sonreía a su lado en las fotos (un álbum de gestos simétricos fascinante), y lo contaba para que nadie se hiciera el distraído frente a ella: “A los trece años me di cuenta que mi vieja nunca había sufrido dolor de estómago. Nunca tuvo dolor de estómago, siempre quiso que comiéramos nosotros y cada vez que llegaba la comida decía, me duele el estómago ¡Mentira! Era porque no alcanzaba”. Las anécdotas tienen el hábito de darle a los hechos esa mansedumbre y convicción que los hechos no se ocupan de acumular ni recaudar. 

¿La intemperie de Esquina intercalándose en la tupida realidad diaria de Fiorito? ¿La soledad ahora tan vaciada de sentido porque se repite sin ton ni son la del hombre más famoso del mundo? ¿Su mamá esperándolo para que pueda extinguirla? ¿Hay catástrofes o felicidades capaces de extinguir la soledad? Cuando no tenemos respuestas, podemos seguir formulando preguntas. Algún camino imponen, después de todo, los caminos sugieren por lo menos el extravío persistente de la memoria. Se llamaba Dalma Salvadora Franco pero todxs le decían doña Tota, cuando murió, en noviembre de 2011, el mundo del fútbol y el otro quedaron en suspenso, antesala del suspenso de estos días de noviembre cuando los pasos del duelo caminan hacia ella buscando consuelo “¡Ya no estás solo, estás con tu mamá!”, le gritó el jueves pasado una mujer al ataúd de Diego. Si está doña Tota no interrumpe el remordimiento ni la incertidumbre y solo se dan cita los detalles misteriosos de la vida donde la melancolía no abarca, sostiene.