El doctor Faraday (Domhnall Gleeson) recorre los senderos de la comarca de Warwickshire en los años de la posguerra. Inglaterra ha perdido su ceremonial orgullo imperial bajo los bombardeos alemanes y las políticas de racionamiento. Lo que queda como testigo de aquella gloria pasada es la imponente silueta de Hundreds Hall, la mansión georgiana en la que su madre fue sirvienta en los años de entreguerras. Ahora la observa entre sombras y malezas que la recubren como un manto piadoso de decadentismo que acompaña la extinción de aquellos sueños pasados, hoy travestidos en pesadillas. Lenny Abrahamson ha convertido a la excelente novela de Sarah Waters, El ocupante –su breve salida de la tradición gótico lésbica que ha cultivado en su literatura-, en una película inquietante y perturbadora, pieza perfecta para ese equilibrio que propone Waters entre el relato de fantasmas y el realismo social. The Little Stranger –retitulado en su aparición en Netflix con el pedestre “Extraña presencia”- condensa en su puesta en escena esa subterránea transformación que atravesó a Inglaterra en aquel tiempo bajo el velo de una historia de muertos y aparecidos, espectros de aquel tiempo perdido y ahora inalcanzable.

Faraday es un médico provinciano, unido a esa localidad de su infancia por un lazo tan fuerte como invisible. Abrahamson preserva el relato en primera persona en intervenciones módicas y diligentes para recordarnos que es la mirada de aquel niño ahora convertido en adulto la que nos conduce hacia lo que queda de aquella casa de sus recuerdos. “La primera vez que vi Hundreds Hall fue en julio de 1919, el día del Imperio, en el verano después de la Primera Guerra”. Vemos al niño Faraday en aquella infancia luminosa con los colores de la bandera británica y al mismo tiempo traspasar las grises rejas del presente como un intruso, un ocupante. Quien lo recibe en la entrada de la mansión es Roderick (Will Poulter), el hijo varón de los Ayres, convertido en un monstruo viviente por las heridas de la guerra. Luego de atender a Betty (Liv Hill), la joven mucama asediada por los esfuerzos del trabajo y los misterios de la casa, Faraday conoce al resto de la familia. Caroline Ayres (Ruth Wilson) es el último destello de vida que persiste en Hundreds Hall, una mujer ajada por los trabajos y las desilusiones, cuya belleza resiste bajo las capas de polvo y los renunciamientos; Ángela (Charlotte Rampling) encarna la memoria del viejo esplendor, delegada en el recuerdo de su primogénita Susan, consumida por una enfermedad a edad temprana.

LA ESCRITORA SARAH WATERS

“¿El 75% de impuestos sobre las herencias? Los laboristas quieren que roguemos por nuestras vidas en las esquinas” es una de las primeras frases de Roderick a poco de comenzar el tratamiento con electroshocks que Faraday inicia para mejorar su pierna enferma. Como portavoz de la ciencia y la nueva economía de posguerra, Faraday no solo combate las supersticiones de quienes ven en aquella mansión encantada el origen de la decadencia, sino que enfrenta impávido los prejuicios de quienes lo miran de reojo como un advenedizo. Es esa mirada oblicua que Domhnall Glesson recrea con maestría la que condensa las ambiguas sensaciones que lo encadenan a la mansión y sus habitantes: un deseo furioso e innegable, la vocación ardiente de un conquistador, una memoria que asciende con el vértigo de un fuego abrasador. Mientras tanto, en los límites de Hundreds Hall se instalan las nuevas viviendas sociales promovidas por las políticas laboristas del Primer Ministro Attlee y la locura asoma como flagrante constatación de una renuncia imposible a los privilegios de antaño. “Hay algo en esa casa que me odia y quiere que me vaya” es quizás el último atisbo de cordura que puede permitirse Roderick.

Director de la celebrada La habitación (2015) y de los primeros cuatro episodios de la miniserie Normal People, el irlandés Lenny Abrahamson ha sabido moverse con soltura en espacios de confinamiento, tanto en aquella habitación en la que Brie Larson concebía la liberación de las garras de su secuestrador junto a su hijo, como en el pequeño pueblo de Sligo en el que Marianne y Connell no pueden escapar de sus miedos y prejuicios. En The Little Stranger Abrahamson modela Hundreds Hall como aquellas fortalezas góticas de la literatura, las mismas que inspiran la escritura de Waters, con sus abigarradas escaleras como en la Hill House de Shirley Jackson, o sus habitaciones prohibidas como en la Manderley de Daphne du Maurier. Ese mundo suspendido en el tiempo, absorbido por la nostalgia culposa de años de injusticias y explotaciones, por las cadenas que sostenían sus privilegios hereditarios, es el que invade la película con sus colores ocres y sus luces opacas, con el sinuoso movimiento de una cámara que descubre en la profundidades de la imagen aquello que acecha la conciencia de sus desprevenidos habitantes.

La vocación de Abrahamson de actualizar la exégesis de Sarah Waters sobre los cambios de la Inglaterra de posguerra, bajo la coartada de un relato de fantasmas, consigue trascender el anclaje temporal y reverberar de manera inequívoca en el presente. Escrita en 2009 y filmada en 2018, The Little Stranger consigue un retrato perfecto de la actual Gran Bretaña, enredada en sus anhelos pasados, regocijante en sus terrores y remordimientos. Bajo las siluetas de aquellos hijos de la clase trabajadora que el laborismo convirtió en protagonistas de la reconstrucción, Abrahamson evoca los fantasmas que hoy también asedian las ínfulas de proteccionismo de residuo colonial. Son los nuevos advenedizos los que aguardan bajo los contornos de aquel mundo cerrado y protegido, aquellos que agitan las correas de los llamadores, que golpean las ventanas y esperan el momento oportuno para entrar.

La vigencia del gótico como síntoma de un tiempo que regresa sin remedio permite otorgar a ese retrato heredero del realismo social las vestiduras perfectas, alejadas de cualquier discurso responsable y edificante, convertidas en el lento ascenso de un estado de inquietud embriagante. El horror que propone la película no solo esquiva las coordenadas más clásicas del género sino que renuncia a su condición material para ascender a un estado metafísico. Ese pausado recorrido por los ambientes vacíos, el elusivo reflejo de los recuerdos perdidos, los sonidos lejanos de un llamado extraterreno se conjugan en la perfecta suspensión de un tiempo atesorado, condenado a una circularidad asfixiante pero cautiva de su esquivo narrador. Faraday es el ferviente cultor de aquella decadencia, un ángel salvador y vindicativo, el último exponente de aquella lucha entre dioses y mortales, entre glorias y pérdidas.