Es noche cerrada y dos chicos negros corren entre los pastizales, apresurados. La vestimenta no es actual y la premura no parece parte de un juego inocente. De fondo, el ladrido de unos perros hace temer lo peor: una persecución que, de lograr su objetivo, podría depararles a los jóvenes un final tremebundo, aunque común y corriente en aquella época de “extrañas frutas”, como ilustra la canción inmortalizada por Billie Holiday al referirse a los linchamientos de ciudadanos negros. Pero no, afortunadamente los muchachos corren porque están llegando tarde a un recital al aire libre, lejos de las miradas y la segura desaprobación de los blancos. Al fin y al cabo, el blues era una “música de negros”. Race music, como se la llamaba eufemísticamente en la industria de la música, años antes de que Jerry Wexler, productor discográfico y periodista de la revista especializada Billboard, acuñara el término rhythm and blues. Así comienza La madre del blues, la película de George C. Wolfe cuyo título original, Ma Rainey’s Black Bottom, es homónimo de una canción muy popular en los años 20 y también de la célebre obra de August Wilson en la cual, muy fielmente, se basa. Un día en la vida de la cantante Gertrude Malissa Nix Pridgett Rainey, más conocida como Ma Rainey, pionera junto a Bessie Smith en las lides bluseras, tanto en los actos en vivo como en la floreciente industria de la música envasada en discos gramofónicos de goma laca. Protagonizada por Viola Davis en el rol de la cantante y por el recientemente fallecido Chadwick Boseman como Levee –un trompetista iconoclasta y problemático, integrante de la banda de músicos profesionales de la diva–, el largometraje debutará el próximo viernes 18 de diciembre en Netflix. Buena ocasión para volver a discutir las posibilidades y riesgos creativos de llevar linealmente una pieza teatral al cine, en un largometraje que –en un año marcado por el asesinato de George Floyd a manos de la policía de Minneapolis– vuelve a poner de manifiesto las tensiones raciales que atraviesan a la sociedad de ese país en todos los estratos, más de ciento cincuenta años después del final de la Guerra de Secesión.


Si se deja de lado un breve prólogo sobre el escenario, durante el cual Rainey/Davis demuestra no sólo su enorme histrionismo, sino también los celos profesionales a la hora de ocupar el centro de la escena, el relato de La madre del blues transcurre exclusivamente en un único lugar, durante una única jornada. Antes, durante y después del registro de una serie de canciones en un estudio de grabación de la ciudad de Chicago. Exactamente como ocurre en la obra original de Wilson, estrenada en 1984 en la Universidad de Yale antes de desembarcar en Broadway. La primera pieza, de un total de diez, conocidas como el “Ciclo de Pittsburgh”, que describen la experiencia de la comunidad afroamericana a lo largo del siglo XX. Diez obras que, con la excepción de Ma Rainey’s Black Bottom, transcurren en un barrio de Pittsburgh (de allí el nombre que las engloba) y que incluyen a The Piano Lesson y Fences, esta última llevada recientemente a la pantalla por Denzel Washington en el doble rol de director y protagonista. Para entender el contexto en el cual Rainey comenzó a grabar sus primeros discos, a comienzos de la década de 1920, el libro Blues Legacies and Black Feminism, de la filósofa Angela Y. Davis, resulta esencial. Allí, la autora afirma que “las estrategias reductivas de una industria discográfica por aquel entonces embrionaria pueden verse reflejadas hoy en día en los esfuerzos por categorizar –o, de hecho, segregar culturalmente– diferentes géneros musicales. Los intentos de las compañías para construir un mercado negro fueron elaborados a partir de la asunción de que, como los éxitos iniciales habían sido ejemplos de blues cantado por mujeres, entonces sólo las mujeres podían ser artistas exitosas a la hora de grabar discos. Entre 1923 y 1926 –cuando Bessie Smith y Gertrude “Ma” Rainey grabaron sus primeras canciones– pocos hombres fueron fichados por Paramount o Columbia, las dos compañías más grandes de la época. Sin embargo, cuando el blues country con cantantes masculinos se popularizó en 1926, su creciente éxito inició un patrón que, eventualmente, marginalizo a las cantantes de blues”. La historia que cuenta el film de Wolfe transcurre en 1927, apogeo y comienzo del fin del poder de Rainey a la hora de decidir cada uno de los pasos de su carrera profesional.

SUREÑOS EN CHICAGO

“Quiero una Coca Cola fría. Les pedí que compraran una Coca fría. ¿Por qué no hay una Coca fría?”, insiste Rainey ante la mirada de su mánager y el productor de la sesión de grabación que está a punto de comenzar, ambos blancos. La ira de la cantante puede parecer un ataque de divismo clásico, pero hay cuestiones más densas, de fondo, en esa demanda aparentemente frívola. Si no quiere ser devorada por la industria debe hacerse respetar, tanto a la hora de definir qué y cómo se graba –y en qué versión y con cuáles ritmos y arreglos– como en los términos económicos de los acuerdos. Además, ahí dentro hace un calor infernal, mientras afuera la ciudad bulle de movimiento; calles, edificios y automóviles reconstruidos en pantalla gracias a un diseño de producción que mezcla lo real con lo digital. Allí, afuera, justo antes de la cita, Levee se compró unos coquetos zapatos de once dólares, y el resto de la banda –hombres mayores que él, más experimentados, menos altaneros, tal vez más resignados a los golpes de la vida y la profesión– lo tilda de farolero. Así comienzan las tensiones en el subsuelo del estudio, que no dejan de aumentar con el correr de los minutos, inflamados luego de la llegada de la jefa, poco dispuesta a que el talentoso pero demasiado autónomo trompetista quiera imponerle sus propias ideas delante de todo el equipo. En una entrevista reciente con The New York Times, antes de ofrecer sus ideas sobre Ma Rainey como una figura popular del siglo XX, George C. Wolfe –director del drama Noches de tormenta–, explica por qué se decidió cambiar el invierno de la obra original por un caluroso verano. “En el sur, la tierra absorbe el calor. Pero en el norte, es el cuerpo el que lo absorbe y eso puede hacer que la gente pase por toda clase de humores y actitudes”. Al describir al personaje femenino central de la historia, pero también a la mujer real que lo inspiró, Wolfe dice que Ma Rainey era, simplemente, “una matona. Una matona que no pedía disculpas ni permiso a nadie. Ella entraba a un cuarto y, sin decir palabra alguna, era un ‘acá estoy’”.

El sexo. Siempre el sexo. En la vida real y en la música. Rainey estaba casada con un hombre, pero las amantes de su mismo sexo eran moneda corriente. La madre del blues lo deja en claro: quienes acompañan a la cantante a la sesión son un joven sobrino –quien, a pesar de su extrema tartamudez, debe recitar tres líneas que ofician de introducción a una canción– y una bella muchacha que parece estar a su lado por una mezcla de adoración e interés. En las canciones, el deseo sexual también está presente. Al fin y al cabo, el blues no era sólo el reservorio de los dolores del pasado esclavizado y el presente de penurias económicas y sociales. El black bottom del título, cuyo origen parte de un barrio de Detroit, refiere a un baile muy popular entre los negros de los Estados Unidos en los locos años 20, y sus pasos nacidos en el Sur profundo llegaron a correr por las venas de todo el país. “Todos los chicos del barrio / dicen que tu black bottom es realmente bueno / Ven y muéstrame tu black bottom / Quiero aprender ese baile”, dice la letra de la canción compuesta por Rainey. En cuanto a la ligazón explícita de muchas letras del cancionero blusero con los usos y costumbres sentimentales y sexuales de la comunidad, es nuevamente Angela Y. Davis quien la describe a la perfección: “El contexto histórico en el cual el blues desarrolló la tradición de señalar abiertamente la sexualidad femenina y masculina era específico de los afroamericanos. El estatus económico de los exesclavos no había pasado por una transformación radical y no eran menos pobres de lo que lo habían sido durante el período esclavista. Era el estatus de sus relaciones personales lo que había cambiado por completo. Por primera vez en la historia de la presencia africana en los Estados Unidos, masas de mujeres y hombres negros se hallaban en la posición de tomar decisiones autónomas respecto de la compañía sexual que elegían”. De eso Ma Rainey sabía. Y mucho. De sostener el poder y negociar, también.

TRAUMAS DE NUESTRO PASADO

Viola Davis se roba el show. Maquillada profusamente, transpirada hasta el último poro de su piel, la actuación es un tour de force ideal para las candidaturas a cuanto premio exista en el universo. Pero su contrapeso dramático –como también ocurre en la obra– es tan importante como ese imán central. Chadwick Boseman, en su último papel cinematográfico antes de una temprana muerte, ocurrida el pasado 28 de agosto, es un Levee ideal: joven y rebelde, con un pasado traumático que aflora a partir de una serie de recuerdos, poco interesado en los paños fríos ideológicos que sus compañeros de la banda intentan aplicar. El protagonista de Pantera negra encarna así a un nuevo ideal de ciudadano afroamericano que surgiría colectivamente con fuerza varias décadas más tarde. Esos ideales intransigentes, desde luego, son una virtud gigantesca, pero también pueden transformarse en el peor enemigo. En la entrevista conjunta a Wolfe y Viola Davis publicada por The New York Times, la actriz confesó que no tenía idea de la enfermedad de Boseman, quien durante el rodaje estaba atravesando el comienzo de una etapa terminal. También que, que a pesar de notarlo casi siempre cansado, supo dar todo de sí mismo para lograr una actuación potente. En palabras de Davis, “ahora tenemos el desafortunado conocimiento de que Chadwick sucumbió al cáncer a los 43 años, pero, realmente, su Levee representa a muchos hombres negros que viven en los Estados Unidos. Lo que navegamos constantemente, día a día, son los traumas de nuestro pasado, de los cuales tratamos de curarnos. Incluso tratamos de entender que siguen allí, negociando con nuestros sueños y en qué personas queremos convertirnos”. La madre del blues no deja de ser un ejemplar acabado de aquello que –usualmente de forma despectiva– suele llamarse teatro filmado. Incluso, por momentos, su agenda temática se pone por delante de la descripción de los personajes y las acciones. En ese sentido, la película de Wolfe es un signo de estos tiempos, donde lo explícito suele ir en ocasiones en desmedro de la sutileza artística. El cierre, sin embargo, la última y breve escena, es notable, y señala un ejemplo acabado de explotación artística y profesional. Precisamente aquello que Ma Rainey combatía con uñas y dientes. El telón baja y el dolor por los sueños abortados flota en el aire. Pero allí está la música, inmortal. A diferencia de los humanos.