“Pocas personas proyectan una sombra más funesta sobre la Inglaterra de la posguerra que Peter Sutcliffe, que asesinó y mutiló al menos a 13 mujeres y atacó a muchas otras durante un período de cinco años, antes de ser capturado y encarcelado de por vida en 1981”, recordaba semanas atrás la prensa brit, al pasar la nueva de que el Destripador de Yorkshire -tal era el mote de este femicida serial que sembró pánico en el norte de UK- acababa de morir por covid a los 74 años. Durante su reino de terror, su saña contra las mujeres no conoció límites: las atacaba por la espalda, tumbándolas con un martillazo en la nuca, previo a desplegar destornilladores y cuchillos para incurrir en las más horríficas torturas. “Deambulaba a sus anchas por Yorkshire, matando cruda y torpemente, prácticamente a plena vista, pero su apodo le dio estatus folclórico, como su predecesor victoriano”, señala la novelista Nicci Gerrard. Que en una reciente columna, recala en triste ironía: cómo los pasados días rotativos brits lloraron a lágrima viva a las víctimas del destripador, pero no fue así el tratamiento que dieron al caso en los 70s. “O ellas eran puras o eran sucias. O tentaban o negaban el placer. O eran putas o eran frígidas. Y sus asesinatos estaban motivados por sexo, no por ese odio misógino extendido, fatal, que hizo metástasis en Sutcliffe”.
De hecho, en un gesto revisionista, más de una voz ha advertido que la principal razón por el que PS pudo perpetrar asesinato tras asesinato fue la misoginia institucionalizada, que encontró su máxima y más dañina expresión en la policía y en la prensa. Nótese, sin más, que los diarios titularon que el Yorkshire Ripper había cometido su “primer error” al asesinar a Jayne MacDonald, de 16 años, cuando volvía a casa de la escuela. La chica, empero, ¡era su quinta víctima! El subtexto era evidente: las demás no importaban, se la habían buscado: eran trabajadoras sexuales. Nina Lopez, del English Collective of Prostitutes, fue parte de las protestas que se sucedieron en esos días, amén de denunciar el trato al colectivo, la tirria, el desinterés absoluto por su bienestar: “Era como si estuviesen contentos de que este tipo nos matara, como si creyeran que realmente estaba limpiando las calles de ‘la escoria’”.
El detective de West Yorkshire Jim Hobson decía en esas fechas: “Ha dejado claro que el asesino odia a las prostitutas. Mucha gente lo hace. Nosotros, como fuerza policial, seguiremos arrestándolas. Pero ahora el Destripador está matando a niñas inocentes…”. Mientras George Oldfield, a cargo de la investigación, se dirigió al serial por tevé en el ’79 del siguiente modo: “Puede que caigan más peones antes de que te atrape, pero tené por seguro que te voy a capturar”. Eso eran las mujeres para Oldfield: piezas desechables.
Con sus ínfulas de machitos cabríos, los polis estaban convencidos de que “una vez que lo tengamos enfrente, sabremos que es él”. Pero nueve veces interrogaron a Sutcliffe, y nueve veces lo dejaron ir. A pesar de que daba con las descripciones de las sobrevivientes. A pesar de que ellas tenían grabada a fuego la voz del atacante, e insistían que su acento era de Yorkshire. Los investigadores ignoraron flagrantemente sus testimonios: prefirieron guiarse por el llamado anónimo de un equis que dijo ser el asesino y tenía tonada de Sunderland. Un “bromista” que, con sus falsas afirmaciones, les hizo perder aún más el norte, evidentemente esquivo cuando se pasaba por alto el aporte de testigos clave por considerarlas “poco fiables”. El propio Sutcliffe, durante el juicio, dijo con cierto tono de burla: “Fue un milagro que no me agarraran antes. Tenían todas las pruebas”.
Siete mujeres sobrevivieron a sus cruentos ataques. Algunas tuvieron que someterse a reiteradas cirugías en los años siguientes; otras padecieron pérdida de memoria severa por los golpes y el trauma. No faltó siquiera quien debiera empezar a cortarse su propia melena ante la negativa de peluqueros: no querían lidiar con las abolladuras en su cráneo. Migrañas crónicas, depresión sostenida, estrés postraumático, mareos, desmayos: apenas algunas secuelas compartidas de las sobrevivientes. Que, así las cosas, arrimaron el hombro desde el minuto cero. Dieron descripciones precisas para que los obtusos policías montaran identikits, participaron en reconstrucciones de los ataques… Después de estar al borde de la muerte, hallado su cuerpo con principios de hipotermia en un basurero, Maureen Long estuvo más de dos meses en un hospital con respirador, pero nomás ser dada de alta, tuvo el coraje de acompañar a polis a bares en un intento por dar con el asesino. A los mismos detectives que la tacharon de “mujer de moral relajada” por convivir con un hombre sin estar casada, y la pusieron en el grupo de las “putas”. El otro era el de las “respetables”; así llevaban el asunto…
No solo por el mote asignado, el caso del Destripador de Yorkshire recuerda al de su celebérrimo colega Jack the Ripper, donde la misoginia institucionalizada también entorpeció la investigación: por ser atacadas mientras dormían en las calles, como miles y miles de personas en esa Londres de miseria infinita de fines del siglo XIX, la policía asumió que sus víctimas de la marginal Whitechapel eran trabajadoras sexuales, y las convirtió en una cautionary tale: les pasó lo que les pasó porque no eran trigo limpio, por vagabundear cuando debieran haber sido “ángeles del hogar”… Un siglo más tarde, el discurso de la policía y de la prensa sensacionalista bebía de las mismas aguas machistas, perpetuando estigmas perniciosos, revictimizando a chicas que habían sufrido lo inimaginable en manos del Ripper de Yorkshire.