Cada vez resta menos para que termine el año 2020; un año que ha tenido de todo: desde la pandemia Covid-19 hasta la muerte de Maradona. En este tiempo, Chile aprobó un plebiscito para enterrar definitivamente la constitución pinochetista; Trump perdió las elecciones desconociendo los resultados; Guaidó se quedó en eso, en seguir siendo Guaidó, sin más pena ni gloria que una autoproclamación sin efectos; en Perú modificaron el Congreso y luego el presidente, hasta dos veces, sin necesidad de acudir a las urnas; en Ecuador cambiaron varias veces de vicepresidente; se consolidó el eje progresista Argentina-México con dos presidentes muy protagónicos en lo geopolítico, Alberto Fernández y Andrés Manuel López Obrador, cada cual a su manera.
En esta América Latina tensionada, Bolivia nuevamente se convirtió en el epicentro en este 2020, sobre todo porque nos dejó varias lecciones imprescindibles para tener en cuenta en los meses venideros.
Primero, no se consigue tan fácilmente la desaparición de una identidad política arraigada en la ciudadanía, ni con un golpe de Estado, ni con proscripciones, ni con persecución.
Segundo, el neoliberalismo demuestra una vez más su incapacidad para consolidar democracias, gestionar la economía (en lo macro y en lo micro), administrar el Estado, garantizar estabilidad institucional, proporcionar seguridad jurídica.
Tercero, las convicciones son rentables electoralmente a pesar de lo que digan muchos manuales ortodoxos de comunicación política. Un corpus ideológico, bien traducido en propuestas cabales, cuando sintonizan con los sentidos comunes tienen alta probabilidad de tener mayorías
Cuarto, gobernar desgasta mucho y limita la posibilidad de reciclar la épica, el relato, la narrativa, los horizontes. En el caso del MAS, en este corto periodo de tiempo afuera de la gestión gubernamental, se regeneraron dinámicas que habían quedado relativamente oxidadas algún tiempo atrás.
Quinto, la derecha no siempre está unida, ni es tan monolítica ni homogénea como se presupone. Pasó en Bolivia y ha pasado en muchos otros países de América Latina. Existen muchos más matices en el universo conservador del que nos imaginamos (visiones regionales, intereses económicos, vínculos internacionales, etc.)
Sexto, los grandes medios de comunicación se han convertido en objetos de consumo masivo, de entretenimiento, pero no constituyen ninguna fuente de credibilidad. Si hiciéramos un ejercicio de correlación estadística simple entre cantidad de portadas y titulares en contra de Evo y Arce en Bolivia, o de Cristina Fernández de Kirchner en Argentina, e intención de voto, nos encontraríamos una relación inversa.
Séptimo, las redes sociales importan, pero resulta importante dimensionarlas en su justa medida. El crecimiento de ese universo es evidente, pero no hay que confundir ese progreso con considerar que todo el mundo decide su voto según lo que lea en Twitter, Facebook o Instagram. Aún resta mucho por conocer cómo ellas transforman nuestras mentes, nuestros pensamientos y nuestras preferencias políticas y electorales.
Octavo, y no por último menos importante: todos aquellos que pregonan que no hay relevo detrás de los liderazgos históricos de la izquierda latinoamericana vuelven a hacerse trampas al solitario. Lucho Arce y Alberto Fernández ya son presidentes. Hay muchas probabilidades que Andrés Arauz lo sea en Ecuador. Hay líderes como Daniel Jadue en Chile, Verónika Mendoza en Perú y Gustavo Petro en Colombia, que también tienen significativas opciones para ello.
Son todos aprendizajes útiles para lo que se viene en nuestra América Latina en disputa.
Director, Celag