La íntima trama de esta pasión empieza con una feroz perplejidad. “De mañana en la cocina veo el huevo sobre la mesa. Miro el huevo con una sola mirada. Inmediatamente advierto que no se puede estar viendo un huevo. Ver un huevo no se mantiene nunca en el presente: no bien veo un huevo, el verlo ya se vuelve haber visto un huevo hace tres milenios… En el instante mismo de ser el huevo, es el recuerdo de un huevo…”. Cuando la psicoanalista y poeta Laura Hana leyó “El huevo y la gallina”, el cuento de Clarice Lispector, en un taller de filosofía, hace veinte años, quedó tan fascinada como perturbada ante lo inefable, “eso imposible de decir y sin embargo, siempre posible de sentir”. El amor por la obra de la escritora brasileña, que emerge de la lectura voraz de todos sus libros, deviene escritura. En El conjuro. Escritos con Clarice Lispector (Paradiso), Hana despliega un texto singular, una crónica de su enamoramiento como lectora, que puede ser leída en la cornisa entre la narración y el poema, entre el misterio y la revelación de un mundo.
Hana (Buenos Aires, 1964), docente titular en la Universidad Nacional de Tres de Febrero y autora del libro de poemas El secreto, confiesa que el encuentro con Lispector (1920-1977) “ha tocado mi sensibilidad de una manera inédita y me ha producido un efecto de captura”. “En el título del libro está la idea de que una está poseída por un espíritu y al mismo tiempo a causa de ese hechizo aparece la necesidad de soltarla. El conjuro implica la estabilización y expulsión del espíritu maléfico, también significa su invocación; es la llamada que hace venir lo que no está en el momento presente de la llamada. Una está habitando este presente, tomada por su obra, y ella como espíritu de las letras, con su estilo tan singular, nos atraviesa y nos transforma”, explica Hana en la entrevista con Página/12.
-A propósito de una de las preguntas que está en “El conjuro”: “¿Qué mujer despiertas en las mujeres, Clarice?”.
-Esta pregunta hay que sostenerla con la potencia que suscita; hay una escritura que bordea lo femenino de una manera muy conmovedora. Hay un modo de hacer con la lengua que toca los cuerpos y da cuenta de una cotidianidad donde lo cotidiano se va produciendo con cierta distancia, como si Clarice invitara a descubrir una cotidianidad que de tan cercana que está no la vivimos como tal; es un llamado a poder estar más con la fugacidad del instante y no con las determinaciones. El despertar es un despertar al adormecimiento del mundo, que tiene que ver con cierta situación inercial de lo humano. La escritura de Clarice Lispector es perturbadora; no va por la vía del entendimiento, de lo explicativo, sino que produce efectos; en ese sentido hay un despertar.
-¿Qué tipo de belleza incita la escritura de Clarice? ¿Qué es lo que te sigue interpelando de su literatura?
-Me parece que es una belleza que no está ligada a la fascinación, a las transparencias y a los brillos, sino que es una belleza tomada por lo intempestivo, lo que interrumpe el embelesamiento. En el relato “Perdonando a Dios”, el personaje va caminando embelesada con el paisaje y se le cruza una rata muerta. Esto es una insistencia en los relatos de Clarice y en mi libro está ligado a la animalidad porque hay una cuestión con la animalidad: la cucaracha, el encuentro en el zoológico… es un efecto de asombro, de sorpresa para los lectores, y presenta una belleza donde al lado está el mal, está el dolor; por eso ella dice “un dolor alegre”; está el vaivén de luces y sombras, pero sin estridencias. No es una belleza idealizada ni muchos menos; es más provocadora y se va deslizando como efecto de la transfiguración.
-“Para morir hay que sentir la ráfaga de la vida”, escribís en El conjuro. ¿De dónde viene esa frase?
-Esa frase la escribí a partir del cuento “El gran paseo”… en la obra de Clarice la intensidad de lo vivo se hace cuerpo con la muerte. En ese sentido, la ráfaga de la vida sucede entre la vida y la muerte; sucede entre dos. Hay una fuerza del “entre” y del “con”; está muy presente que se trata del paso del tiempo y del peso del paso del tiempo, de la existencia no sin la muerte. No es ninguna elucubración de la muerte, sino que es la muerte en acto con la vida. Esto se puede leer de diversas maneras en la obra de Clarice y yo también lo tomo en mi libro porque hay un soplo de vida y al mismo tiempo está su final.
-Si “escribir es dar lo que otro toma”, ¿Qué te dio Clarice como escritora?
-En mi libro escribo, hago mía esta frase de Clarice: “Dar la mano a alguien siempre fue lo que esperé de la alegría”. Escribiendo, el reconocimiento se vacía y se hace obra. Ella lo aceptaba en cada pausa de su hacer, sorprendida. Solo queda escribir, dar la mano cuando se escribe. ¿Qué mano se da? Si imagino que alguien toma mi mano, ¿cómo escribo? Dar la mano que no escribe. Escribir es dar la mano, pero si doy la mano doy lo que escribo. La mano que escribe es la mano dada. El encuentro con Clarice Lispector me llevó a un viaje a Río de Janeiro, donde recorrí el jardín zoológico, el jardín botánico; y tenía las dos direcciones donde había vivido. Fui al primer departamento y había una placa que decía que había pasado sus últimos días ahí, antes de que se enfermara. Después tenía otra dirección, donde no había nada que indicara que había vivido ahí, justo bajó un joven y le pregunté si sabía que Clarice Lispector había vivido ahí y me dijo que sí, que su madre vivía en ese departamento: “Si esperás, voy a comprar cervezas y cuando vuelvo, le pregunto si te puede recibir”. Cuando regresó, me pidió que volviera al día siguiente: “mMi madre te recibe a la hora del té”. Me senté en un sillón que daba justo a la ventana, donde Clarice escribía porque hay fotos en las que aparece con la máquina de escribir en su falda; y fui recorriendo ese departamento para ver si encontraba algún signo de su estadía en ese lugar. En ese viaje a Río de Janeiro fui al cementerio de Caju, el cementerio israelita donde está enterrada Clarice, y lo asombroso es que mi frase preferida, “dar la mano a alguien es lo que siempre esperé de la alegría”, está en su lápida. El conjuro es un libro de amor y también es una separación a partir de lo que escribo. Después de ese viaje a Río de Janeiro adviene en mí la escritora.