Falta todavía para dejar descansar en paz a Diego Maradona. Los caminos hacia ese deseo se bifurcaron esta semana, o mejor: al deseo sincero y profundo se le sumó el mercado de la información. El deseo profundo y multitudinario es que recupere lo que quizá nunca tuvo, porque a la extrema pobreza muy pronto se le sumó la fama y luego el dinero y luego la droga y luego el dolor y luego la gloria y luego la violencia y luego el desamor.
“Quién sabe qué jugador hubiese sido si no hubiera tomado cocaína”, dijo él en 2017. Eso lo recordó el teólogo brasileño Leonardo Boff, en un texto intenso en el que afirmó que a veces las respuestas sobre la naturaleza humana no provienen ni de las ciencias ni de las religiones, sino de la literatura. El propio Boff comprendió mejor algo de la condición humana, leyendo La Ciudadela, de Saint Exupery, donde el novelista afirma que un ser humano “es un nudo de relaciones en todas las direcciones”. Es decir, escribió Boff, fue más allá de Marx: no sólo cuentan las relaciones sociales sino también las afectivas. Somos como derviches girando sobre nuestras fortalezas y nuestras debilidades, acompasándonos todo el tiempo con lo fuerte y lo débil de los demás.
Esta semana, la muerte de Diego tomó la ruta del desamor. El peor, el que se disfraza de lo contrario, el que enuncia amor pero escarba en la mercancía, el que vuelve al muerto un objeto para hacer la autopsia de su final y convertirlo en ese “liderazgo de audiencia” que parece algo decente, cuando tantas veces, en su mayoría, encubre la vileza de la cosificación del que ya no puede responder. Ese camino se abrirá pronto en otros varios, que incluirán la recreación de imágenes de Diego ya vencido y ya carente del deseo de vivir, y también los “testimonios”, cuando las y los testimoniantes estén listos para los llantos en cámara y las confesiones. Todo parecerá amor, pero será desamor, porque el amor es discreto y es guardián de la dignidad del amado.
Quien lo haya amado cuidará su memoria. Es lo que se hace con quien se ama, lo que esperamos que hagan los que nos amen. Que cuiden nuestra memoria, que nos preserven de las miradas morbosas, sepan callar lo que sólo saben porque les brindamos nuestra intimidad. Los medios trabajan sobre la pulsión de decirlo todo. Ese es su negocio y quienes trabajan en ellos viven muchas veces acríticamente esa inercia de la indiscreción y la falta de recato, porque si no se entra en ella, sostienen, uno o no es profesional o no entiende el valor de decirlo todo, de dar toda la información que se tiene. Aunque esa información consista en el relato de cómo se esforzaba Diego en llegar a un baño químico.
El otro camino del amor es el único genuino, es el que no produce la pantalla, es el que late en millones de personas en el mundo que han experimentado con la muerte de Maradona algo que además de todo lo que Diego les dio en vida, también terminarán agradeciéndole. Por eso el caso de Maradona es tan extraordinario. Porque en un momento en el que todo está descompuesto por una pandemia, asfixiado por una crisis económica brutal, confundido por la distorsión de la realidad que los neofascismos eligen como estrategia política, un día se murió Maradona y los condenados del mundo, las sirvientas de los rugbiers, los discapacitados bengalíes, los deportistas de países de nombres que no retenemos, los ancianos que recordaron sus goles y los jóvenes que vieron los videos, los sin techo y los con chalet, los machistas y las feministas, los curas que están cerca del pueblo, un abanico de etnias y edades y dialectos estalló de dolor pero no se ése que hace sufrir: es un dolor que se tramita pronto y se reconvierte en una comunión. Algo hizo Diego con su vida que provocó que su muerte diera paso a ese pan de dolor compartido por tantas personas diferentes pero enlazadas por creencias que son las de él, las que él pechó, lo lloren pero con gratitud.
Una vieja nota de la brillante psicoanalista Silvia Bleichmar, fallecida en 2007, describía en su momento la adoración argentina por Maradona. Y entre muchas otras observaciones inteligentes que sirven para entender la conmoción de su muerte, decía que si bien Maradona, como Gatica o Gardel, han sido ídolos amados por haber vencido la adversidad del origen, también amamos, en el ídolo Maradona, que nunca quiso ser lo que no fue. Se aproximó al poder, pero sólo le puso su firma al tipo de poder que le gustaba: el que defiende a los humildes. Nunca coqueteó con ser nombrado Lord, que es lo que hacen los ejércitos de desconocidos que la pegan y un día se encuentran siendo ricos y famosos y después en eso y en nada más consisten sus vidas.
“Diego era un hombre inacabado”, escribía Bleichmar. Y eso, decía, también nos hacía amarlo. Porque “no era Pelé, no era un winner”. Era un pibe genial que estaba un día en la gloria y al otro en el infierno. “Se caía y se levantaba, se caía y se levantaba”, decía Bleichmar, que veía a un pueblo que se caía y se levantaba amar a un hombre cuya inestabilidad le hablaba de sí mismo, y le daba esperanza porque era tan vital, su cuerpo era tan resistente al maltrato que le daba su mente, que su recuperación era vivida como la posibilidad de la recuperación colectiva.
Pero se murió. La ética siempre incluye ser capaz de abstenerse de algo. Siempre veo, en cualquier escena que ponga en juego una actitud ética, algo que se deja de hacer, se deja de decir, algo que se mantiene en reserva por delicadeza, para no causar daño. Todos, cuando somos leales a alguien o a algo, sabemos que hay cosas que no contaremos en público. En la dimensión del amor colectivo también existe esa discreción.
Las pantallas seguirán como siempre dando curso a un a larga autopsia intentando liderar el horario. Los pueblos lo guardarán a Diego en sus corazones, y demostrarán, una vez más, que los humildes entienden de la gratitud, que es una forma de la ética, mucho más que los profesionales de la información.