John Lennon está tan vivo como Elvis Presley. Y Paul McCartney. Es decir: Lennon sigue sonando en nombre, en música y en marca. No se lo olvida. Y la redondez de ciertas efemérides vuelve todavía más poderosa la angulosidad de ciertos fantasmas. Y la distancia y el tiempo –lejos de permitirles descansar más o menos en paz– convierte sus vidas en territorios cada vez más incógnitos a pesar de haber sido transitados una y otra vez. Los colegas hablan y piensan cosas y dicen otras y –cretino juego de palabras de esos que tanto le gustaban a Lennon– el disparador para el Big Bang de la evocación suele ser la pregunta: ¿dónde estabas cuándo te enteraste de que...? Y se responde. Pero de lo que en realidad se habla y en lo que se piensa es dónde estaba Lennon entonces. Y –cuando todo ya ha sido consumado, pero no consumido– la memoria de la sucesión de momentos que conducen a la creación de un muerto inmortal suele ser mucho más precisa que el pequeño recuerdo de un gran instante en las existencias de los tan mortales vivos.

UNO

Empieza así: el lunes 8 de diciembre de 1980 es el último día en la vida de John Lennon. Empieza con la voz de John Lennon en la radio, en el Dave Lee Travis Breakfast Show, inmediatamente reconocible, entre nasal y ácida, saludando a los neoyorquinos a través de un mensaje grabado como parte de la promoción del recién aparecido álbum Double Fantasy. El primer disco en varios años, a medias con Yoko Ono y, digámoslo, el retorno es todo un evento, pero el disco en sí está más bien lejos de serlo y, en su momento, ahí mismo, The Village Voice tituló “La infantilización de John Lennon”. 

Pero nada de eso importa ese día. A esa hora, Lennon desayuna en su café favorito (Café La Fortuna) y después visita a su peluquero de cabecera (Veez A Vezz) y de regreso al Dakota. Entrevista telefónica y, al mediodía, llega la fotógrafa Annie Leibowitz y Lennon se desnuda y abraza a su mujer y, click, la foto que días después ocupará la portada de Rolling Stone y la portada que fue elegida por un jurado de periodistas como la mejor de los últimos 40 años. Leibowitz le muestra a Lennon una polaroid de prueba y Lennon, involuntariamente confesional, exclama: “¡Grande! ¡Muestra exactamente cómo es nuestra relación!”. Después, Lennon sale para el estudio de grabación The Hit Factory, pero en la calle, antes de subirse a su remise, le firma una copia de Double Fantasy a un fan que lo espera hace horas, conversando con el portero José Perdomo, releyendo de tanto en tanto su ejemplar de The Catcher in the Rye de J.D. Salinger. Paul Goresh, fotógrafo amateur, registra el momento. “John Lennon, 1980”, escribe Lennon en la portada de su disco y sube al auto y se va. El fan está pasmado, no puede creer haber estado tan cerca de su ídolo. “¡Nunca me van a creer esto en Hawai!”, sonríe. 

Lennon pasa el resto del día en The Hit Factory, trabajando junto a Yoko Ono en el tema “Walking On Thin Ice”. A las 22.30 deciden volver a casa. Lennon baja de la limousina y se dirige a la entrada del edificio. Una sombra sale de entre las sombras –el mismo fan del autógrafo y de la foto– y dice “Mr Lennon”, y adopta la posición de combate y dispara a quemarropa. Cinco balas contra Mr Lennon. Las dos primeras –la herida mortal– entran por la espalda y destrozan una arteria y el impacto hace que el cuerpo gire, las dos segundas impactan contra un hombro, la última no da en el blanco; pero ya no importa. Lennon camina unos pasos y se derrumba en la oficina del conserje. El fan se sienta en el cordón de la vereda y se pone a leer a Salinger mientras espera que llegue la policía. El nombre del fan es Mark David Chapman.


DOS

Y tal vez sean muy pocos los que recuerden qué hacían el día en que se produjo la muerte anunciada de George Harrison; pero –lo del principio– nadie puede olvidar dónde estaba la noche en que, sin que nadie lo esperara, murió John Lennon. Una de esas fechas –como las muertes de Presley o Cobain para otras generaciones– que tiñen de rojo y luto el almanaque de nuestras biografías. Y una edición de la revista Uncut reúne a una multitud de célebres y les pregunta exactamente eso: ¿cómo fue que les llegó la noticia de la muerte en aquel día en sus vidas? Y todos –Badly Drawn Boy, Ian McCulloch, John Sebastian, Chris Frantz, Alice Cooper, Brian Wilson, Donovan, Slash, Michael Stipe y siguen los memoriosos– se acuerdan perfecta y exactamente dónde estaban cuando sonó el teléfono o se interrumpió la programación de radios y televisiones o alguien estalló en llanto en la mesa de al lado o comenzó a sonar una y otra vez “Imagine”.

Esa canción tan fácil de malinterpretar que muchos prefieren entender como el definitivo e insuperable jingle pacifista cuando en realidad es una llamada a ir borrándolo todo hasta convertirse –resulta más fácil si se es millonario– en un perfecto nowhere man fuera y lejos de todo. En “Imagine”, Lennon –como en lo mejor de su obra, canciones como “I’m Only Sleeping”, “I’m So Tired”, “Lucy in the Sky with Diamonds”, “Tomorrow Never Knows”, “Across the Universe”, “God”, “Isolation”, “Watching the Wheels”, “#9 Dream” y “A Day in the Life”– apuesta por una virtual eliminación de todo. La receta que nos ofrece Lennon es ir descartando el cielo y el infierno y los países y las religiones y las posesiones materiales hasta que lo único que quede sea él. Un “soñador” flotando en un limbo donde –como en el por siempre idílico “Strawberry Fields”– “nada es real y no hay nada por qué preocuparse”.

Forever.

TRES

Un apunte personal y, en lo que a mí respecta, me acuerdo de que yo me enteré al leer, a la mañana siguiente, en el titular tamaño catástrofe de un diario, un LENNON MUERE BALEADO. Recuerdo también que lo primero que pensé fue que Lennon había caído... intentando robar un banco. No me pregunten por qué pensé eso; pero lo cierto es que jamás me creí del todo su discurso en plan millonario profeta de la paz, entonando cómodas canciones/slogans como “Imagine” o “Happy Xmas (War Is Over)” o “Give Peace a Chance” o “Power to the People” o “Mind Games”. Para mí, Lennon siempre fue un elemento imprevisible y de humor tan cambiante como el de la nitroglicerina. Un tipo único e individualista al que –como a Dylan, que no se dejó tentar– poco y nada podía interesarle convertirse en “la voz de su generación” y todo eso; pero, sin embargo, aceptó sumiso y hasta contento la corona y el cetro de Jesus Christ Superstar, predicando un evangelio público que poco tenía que ver con su credo privado. El que Lennon haya sido asesinado por un fan, un Judas, al que horas antes le había firmado un autógrafo sobre la carátula del mediocre –por no decir espantoso– Double Fantasy, me pareció entonces, y me sigue pareciendo ahora, algo conmovedora y monstruosamente absurdo, y a la vez comprensible desde un punto de vista dramático. Un final escrito a deux por William Shakespeare y los Monty Python. Un final lennoniano. Algo así.

CUATRO

De todas las opiniones vertidas en revistas conmemorativas me quedo con una del tipo gracioso (Chris Martin, de Coldplay: “Creo que debería rebautizarse a Leningrado como Lennongrado”); una previsiblemente tonta (Keith Richards, de los Rolling Stones: “¿Fue Lennon un Rolling Stone disfrazado de Beatle? Es una idea interesante. Yo creo que los Stones se comportaban del modo en que a él le hubiera gustado que se comportaran los Beatles”); y una muy inteligente (Ray Davies, de The Kinks: “Lennon fue un gran songwriter de la escuela dramática. ‘You’ve Got to Hide your Love Away’ es un clásico. Allí parece estar entregándolo todo, pero en realidad le canta al esconder cosas, al no mostrar los sentimientos”).

De esta tensión –de ese tira y afloja, del ahora me ves y ahora no que señala Davies– potenciada por ese reactivo también magnífico pero de un signo tan diferente que es Paul McCartney, es de donde brota la genialidad del más puro Lennon. De su desequilibrio. De su mitad Hyde y su mitad Jekyll. De su amor/odio por los Beatles. De sus ganas de esfumarse sin abandonar los primeros planos o planas. Del rabioso teddy-boy bajo la máscara del predicador psicodélico. Del Beatle regordete que grita “Help!” al Beatle flaco y con anteojos de abuela que dictamina “All You Need Is Love”. Y, sobre el final, de ese súbito y aburguesado Lennon como domesticado padre de familia y compositor de tonadas melifluas con demasiados esqueletos en el armario. De esta constante contradicción es de donde surgió –así lo han documentado estudios y entrevistas– la furia justiciera de Mark David Chapman. El asesino dijo en su momento que mató a Lennon “porque tengo un hombre grande adentro mío y un hombrecito adentro mío. Y el hombrecito es el que apretó el gatillo”. Y tal vez el “hombrecito” no fuera otro que Holden Caulfield, héroe vagabundo y adolescente de The Catcher in the Rye –la novela de Salinger sobre cuyo título había garrapateado un “Mi declaración” antes de entregársela a la policía–, repitiendo todo el tiempo sus ganas de matar a todos los phoneys, los “truchos”.

Está claro que para Chapman –empeñado en convertirse en Lennon, en un Lennon perfecto e ideal– las constantes mutaciones de su tótem se habían convertido en un problema. Uno de esos problemas que sólo se pueden solucionar llevando a la práctica la teoría aquella de que la felicidad es un revólver tibio.

CINCO

Las cosas están ahora más claras, pero no por eso han perdido su atractivo. Tiempo atrás fracasó estrepitosamente en Broadway un pasteurizado y hagiográfico musical de Broadway titulado Lennon y bendecido por Yoko Ono. La misma Yoko Ono que se indignó ante la transmisión televisiva de un documental sobre Mark David Chapman “porque es una forma de reconocimiento”. Se lanza el documental Imagine en DVD y se edita la enésima antología bajo el rótulo de ultimate o definitive. Se reeditan versiones aumentadas de Sometime in New York City y del magnífico y etílico y divorcista Walls and Bridges. Una monumental biografía de los Beatles –de casi mil páginas– vuelve a contar el ascenso, apogeo y caída de los dioses. Y la primera mujer de Lennon, Cynthia Powell, publica su John, donde –como ya lo habíamos leído en el tan virulento como apasionante The Lives of John Lennon, de Albert Goldman– volvemos a enterarnos de que Lennon estaba lejos de ser un buen muchacho (él nunca lo dijo) y que (él sí lo dijo) su vida junto a Yoko distaba de ser un paraíso en la Tierra, una utopía realizada.

Tal vez, todavía hoy, la visión más certera del Lennon solista sea la de –una vez rota la sociedad con su hermano de sangre y de canciones– un Lennon incompleto y un tanto desconcertado por la onda expansiva de su propio mito. Un último magnate cantándoles a las poco convincentes ventajas de ser “un héroe de la clase trabajadora”. Un adicto al pacifismo zombie –él fue el primero en reconocerlo en una de sus últimas entrevistas– que no era otra cosa que una forma de anestesia, un somnífero, la repetición del mantra hasta acceder al trance que paraliza porque “siempre fui un hombre violento. Por eso me la paso cantando sobre la paz”. Un tipo quejoso que aseguraba que “hay que humillarse por completo para ser un beatle; haber sido un beatle me costó casi la vida y buena parte de mi salud” para –irónica paradoja– acabar siendo acribillado a balazos por ser John Lennon y no un beatle. Alguien que vivió los últimos diez años de su vida a la luz de la más luminosa de las sombras, intentando reconciliarse con la idea de que no había nada por hacer a solas porque ya lo había hecho todo con la mejor de las compañías posibles; y quién sabe cómo habría reaccionado Lennon a la inyección vitamínica de la new wave y las múltiples y babélicas corrientes musicales de los ‘80 y alrededores. Misterio.

Lo que sí sabemos es que, habiéndolo inventado todo, a The Beatles sólo les quedó inventar el por entonces novedoso concepto de separación. Habiendo mutado tanto y tantas veces entre el sábado 6 de julio de 1957 (cuando John conoció a Paul) y el viernes 10 de abril de 1970 (cuando las primeras planas del mundo entero anunciaban THE END); The Beatles, idénticos entre ellos al principio, tan diferentes al final, se disolvieron. Lo que también sabemos es que fue entonces cuando Lennon supo que sería mucho más difícil separarse de sí mismo.

Quizá por eso, al final de todo, indefenso y más allá de poses y disfraces, la vida entera pasando frente a sus ojos en cuestión de segundos, desangrándose en la calle y esperando a una ambulancia, cuando uno de los policías le preguntó: “¿Cómo se llama?”. Y reconciliado con su mito, respondió en voz baja, pero sin dudarlo: “Lennon. John Lennon de los Beatles”.

Y al día siguiente todos lo leyeron en los diarios, oh boy.

*La primera versión de esta nota se publicó el 4 de diciembre de 2005 en el suplemento Radar de Página/12.