Fue como un suspiro colectivo, como el aire que sale de un globo sobreinflado durante meses y meses de pandemia, de incertidumbres y angustias, de extrañeza permanente: cuando Flopa apareció en el escenario del Anfiteatro de Parque Centenario y arrancó con "Nada entre manos", las 400 personas presentes tomaron cabal dimensión de cuánto se extrañaba la música en vivo. Ya lo sabían, claro, pero en ese acto, aun con los protocolos, el distanciamiento, el barbijo que complicaba cantar, el peso de un año espantoso pareció derrumbarse.

La oferta era irresistible: tras la apertura del ciclo Niceto en el Parque con Mi amigo invencible, Flopa y Acorazado Potemkin convocaron el viernes a lo que se parecía bastante a una cita de honor. No solo por el síndrome de abstinencia de shows, sino sobre todo por la oferta artística, el encuentro con dos nombres esenciales en la escena independiente. Pero la emoción de volver al rito lo ganaba todo. El mismo Juan Pablo Fernández sería un buen ejemplo de esas sensaciones: aun en el momento que dedicó la noche a los laburantes de la música que pasan un momento desesperante, el guitarrista y cantante de Potemkin apenas podía contener la sonrisa de alegría que le partía la cara. Sobre los últimos días del año perdido, todos se sentían un poco más vivos.

Pero eso vino después. En el comienzo, Florencia Lestani pudo cerrar el paréntesis abierto el 14 de marzo, cuando se presentó por última vez en el Centro Cultural Macedonia: en la cuarentena, la compositora y cantante actuó todos los domingos en fogones virtuales de solo audio desde su casa. Una manera de mantener el contacto hasta el retorno de lo presencial, y también una suerte de "entrenamiento" que hizo que su set de seis canciones tuviera una contundencia que desmentía la supuesta fragilidad de solo una guitarra. Entre las intensidades de "La chispa", "Tirando paredes", la bellísima "Mi propia marca" y el cierre de "No queda más", Flopa también navegó entre la felicidad de poder volver a mirar a los ojos al público y la necesidad de marcar el sombrío panorama: "Estamos al horno con papitas, y la emergencia cultural sigue. Lo de esta noche es un privilegio, pero necesitamos que subsistan los espacios independientes. Que esto no quede en una primavera de la pandemia", señaló.

Entre un show y otro no hubo pausa: fue Flopa quien introdujo a Juan Pablo, Federico Ghazarossian y Lulo Esain, ansiosos por volver al ruedo. Y se notó: en un set de una hora que arrancó con "El rosarino", el trío descerrajó una serie de canciones cuyo poderío no anuló la sutileza. La banda, además, volvió a contar con Mariano "Manza" Esaín como as de espadas en la consola: si las dos primeras canciones tuvieron un efecto de bola de confusión sonora, en cuestión de minutos el ingeniero y productor ajustó lo que había que ajustar y logró que todo llegara con una claridad pasmosa.

Así las cosas, Potemkin hizo lo que sabe bien: conmover y arrasar, emocionar y golpear. La emotividad de "Pintura interior" y "El arca", la demolición de "Pank" y una tremenda versión de "Flying saucers", el voltaje de "Una oración más", la rabia de "Pañuelos" y "El pan del facho", la luminosidad de "Umbral", le dieron cuerpo a una noche de ojos brillantes. La postal del trío junto a Flopa para "La mitad", eterna canción del debut Mugre, fue quizás el mejor resumen de una noche para guardar en la memoria. Por la música, y por la indecible sensación de que la pandemia fuera solo un mal sueño.