Desde Barcelona
UNO Esto empieza con Rodríguez acompañando a su hijo o siendo acompañado por su hijo; los dos viendo episodios de la serie de t.v. espacio-temporal llamada Timeless. Lo que viene a significar Sin Tiempo.
Pero Rodríguez y su hijo de once años (parece que fue tan solo ayer cuando tenía un año y parecerá apenas mañana cuando tenga veinte) tienen todo el tiempo del mundo para verla. Y la serie no está mal y es funcionalmente anticuada o cariñosamente vintage, lo que prefieran.
Y ya se sabe: allí incursiones retro a fechas clave. El estallido del LZ 129 Hindenburg en el primer episodio y el asesinato de Abraham Lincoln en el segundo. Después el fuerte de El Álamo y el Watergate Hotel y castillo nazi y JFK en las Vegas y Cabo Kennedy y Hemingway & Fitzgerald y Frank & Jesse James y Al Capone & Elliot Ness y –muy pronto– los nombres y apellidos de las cada vez más “amigas entrañables” del emérito Juan Carlos I y el Brexit y Trump y el 6-1 del Barça/Sant Germain y el próximo atentado del Estado Islámico. Porque el ayer no deja de engordar, el mañana de adelgazar, y el presente de vomitar a escondidas. Y –todo el tiempo y todos los tiempos–lo mismo de siempre en este tipo de ficciones: los riesgos y tentaciones y gracias y desgracias de alterar el pasado para que se modifique nuestro presente. Lo que pasó como el caldo de cultivo del qué será, será; como cantaba Doris Day, esa mujer con apellido tan temporal.
DOS Y, en España, el estreno de esta serie norteamericana hace unos meses ha venido acompañado de cierta polémica. Porque se acusa a la cadena USA Sony/NBC de haber plagiado a la ibérica y de culto El ministerio del tiempo de la TVE luego de haber desistido de comprar sus derechos y… Pero, en verdad, en serio: ¿alguien puede atribuirse el considerarse dueño del viaje temporal-catódico?, se pregunta Rodríguez. Recuerden, retrocedan: ya estaba aquella otra serie funcionando como un Viaje a las efemérides por los tiempos de Viaje a las estrellas: El túnel del tiempo, producción de Irwin Allen con Douglas y Tony perdiéndose y encontrándose entre greatest hits históricos cortesía de algo llamado Projecto Tic-Toc, y más tarde revisitados por la banda argentina The Twist (con la que Rodríguez viajó en aquel viaje suyo que no deja de suceder en su memoria a la Argentina, cuando conoció a su prima Mirta, ahora ahogada y entonces por ahogarse) enredados en los versos de una canción desopilante.
Y no estaba mal ese túnel de Douglas y Tony. Era muy psicodélico. Y es que Rodríguez –cuando se le ofrece cualquier nueva fantasía ucrónica– en lo primero que se fija es en el “aparato” en cuestión. Las razones son obvias: aquella adaptación cinematográfica de 1960 dirigida por George Pal de la fundante novela de H. G. Wells de 1895 y proponiendo un mañana utópico/distópico con jóvenes apolíneos (los eloi) a ser devorados por dionisíacos monstruos subterráneos (los morlocks). La película contemplada por entonces –comenzaban los revolucionarios sixties– podía entenderse ya como una advertencia de un mundo por venir prontito con hijos rebelándose contra sus padres caníbales y castradores y sombríos y bajo tierra que no tenía nada que ver con la cultura underground. Pero lo que a Rodríguez más le gustaba de la película –como ya se dijo– era la máquina per se. Una especie de alambicada y victoriana silla mágica. Y lo mejor de todo (lo que uno no se cansaba de ver una y otra vez) era esa escena en la que el paso del tiempo era experimentado a partir de los cambios de moda de un maniquí en el escaparate de la acera de enfrente.
TRES Ese gran momento (para su mentalidad por entonces infantil; pero ya tan preocupada por tener que elegir entre el avanzar y el retroceder, entre el crecer o el quedarse siempre así) se vio potenciado aun más por otras dos grandes y muy influyentes radiaciones de lo temporal y del quiebre de estructuras narrativas.
Primero fueron los saltitos doméstico-temporales de “A Day in the Life”, al final de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band de The Beatles. Y después, enseguida, las elipsis cósmicas radicales de 2001: A Space Odyssey de Stanley Kubrick.
Entonces, claro, todo quedaba por delante y, aún, existían conceptos como un futuro muy diferente. Ahora, en cambio, el mañana ha sido abducido por el presente y habitamos la ciencia no-ficción de estar invadidos y dominados por una raza (extra)terrestre de teléfonos móviles y “¡Arriba las manos!” pero nunca tiren sus iPhones.
CUATRO Rodríguez pensaba en todo eso viendo Timeless (y sí: la máquina de Timeless está muy buena, diseñada como un enorme globo ocular con anillos giratorios) y leyendo Time Travel: A History: el nuevo libro del divulgador científico James Gleick quien parte de Wells “inventando una nueva forma de pensar” y quien –aunque la idea ya estaba dando vueltas– fue el primero en aparear a las palabras viaje y tiempo. Y desde allí Gleick no para deteniéndose en cada estación científica y artística y pop de la cuestión. Basta recorrer el índice onomástico de Time Travel (ese artilugio impreso al final de los ensayos que es como una máquina del tiempo en sí misma, permitiéndote viajar a la página donde aparece el nombre que más te atrae) para celebrar la labor recopiladora de Gleick: Borges, Dick, Harry Potter, Terminator, Asimov, San Agustín, Proust, Nabokov, Banville, Barthelme, Gödel, Bradbury y su mariposa cambiándolo todo en el influyente relato de 1952 “A Sound of Thunder” (en la que los viajeros temporales retornan a su época para descubrir que los Estados Unidos ahora tienen un presidente demasiado parecido a… Donald Trump), Fitzgerald y su Benjamin Button, Darwin, Philip K. Dick, Fatherland, los Amis (padre e hijo), Poe, Doce monos, Sagan, Henry James, Poe, Back to the Future (cuya segunda parte es para Rodríguez el espécimen definitivo a la hora de marearte/divertirte temporalmente), Le Guin, Philip Roth, Twain, Vonnegut, Aristóteles, Finney, Martin Gardner, Virginia Woolf, William Gibson, Murakami, David Foster Wallace ,Ted Chiang, Charles Yu, Woody Allen y muchos más. Y, last but not least, todos esos físicos que por estos días investigan la posibilidad de ir a averiguar si mañana llueve o si de verdad crucificaron a Jesucristo patrocinados por magnates invirtiendo en cronocápsulas.
CINCO Y Gleick concluye volviendo a empezar: la manera más efectiva que tenemos de viajar por el tiempo es leer y escribir. Allí, al mismo tiempo, el pasado de quien escribió, el presente de quién lee, y la eternidad de una historia que será contada una y otra y otra vez.
Y hasta dentro de siete días (en esa dirección) o hasta dentro de quince días (en aquella otra). Y Rodríguez e hijo siguen viendo Timeless y yo los veo a ellos y escribí antes (en un libro mío) y así coincido después con algo que dice Gleick en un momento de Time Travel: no hay máquinas del tiempo más preciosas y mejor diseñadas y tan queridas como los hijos. Con ellos avanzamos hacia su futuro, y ellos nos devuelven a nuestro pasado.
Y ¿qué hora es?: hora de cerrar ahora estas líneas que terminan de escribirse ahora y que ustedes leerán en más o menos una semana.
O no.
Porque –invocando de nuevo a esos cuatro de Liverpool cantando y contando más allá de cualquier época– tomorrow never knows.
Y yesterday quién sabe.