Los personajes de (Corregidor) de la escritora, psiquiatra y psicoanalista platense Alicia Paroni tienen una sensibilidad inaudita para captar la fisura que se produce entre lo dicho y lo escamoteado en lo cotidiano. “Nada me resulta más fascinante que la transformación de la materia en el momento en que está ocurriendo; ser espectador del Big-Bang nuestro de cada día”, dice la cocinera al calor del pequeño crepitar del morrón. Leopoldo Boñatos, traductor al sistema Braille, se sentía presionado a resolver lo siguiente: “Si el gesto encomillante era simultáneo a la palabra hablada y, si la palabra en el lenguaje de señas se componía de gestos, ¿cómo superponer dos gestos sin que parecieran parte de un todo?” La abuela de Urdinarrain, pequeño pueblo entrerriano, le escribe cartas a su nieta. “Los años, la pobreza y el peladero de pollos que alejó a muchos de sus hijos del pueblo o de la lucidez me obligaron a escribir, igual que a ella, para tratar de decir un dolor”, confiesa la nieta.

Paroni (Buenos Aires, 1962) tiene tatuada una pluma en el brazo, como la narradora de uno de los quince relatos de El éxodo mecánico. No se acuerda si se tatuó primero la pluma antes de escribir el cuento o si escribió la historia y después se hizo el tatuaje. “Cuando me rompí el brazo con una ola, dije: ‘llegó el momento; más que la fractura, no me va a doler’”, revela la escritora en la entrevista con PáginaI12. “No sé por qué tardé tanto en darme cuenta de que la escritura me convocaba. Una maestra que tuve en cuarto grado, cuando se enteró que yo estaba estudiando medicina, me dijo: ‘pensé que ibas a seguir Letras’. Un día me di cuenta de que quería escribir y empecé un taller con Gabriel Báñez”, recuerda la autora de la novela Masculinario (2007), que desde hace años dicta talleres literarios en La Plata, donde vive.

–¿De dónde viene esa especie de hermandad con los animales que aparece en El éxodo mecánico y otros cuentos?

–La cuestión con los animales tiene que ver con mi infancia. Tengo muchas historias por una parte familiar, de inmigrantes italianos, y por la otra del campo, no de los productores, sino los peones. Pero en ambas situaciones, el animal era la comida, porque salvo alguna honrosa mascota que zafó, el resto eran animales que eran parte del menú. Entonces es muy raro el vínculo que se arma con un animal cuando es también parte de la comida. No es que el abuelo se parece al gallo, sino que el gallo es como el abuelo en uno de los cuentos. Quizás esa sea la hermandad con los animales. Hay muchas escenas que recuerdo de mi infancia que tienen que ver con animales, por eso están tan presentes en este libro. 

–¿La escritora nació a partir de esas cartas que se mandaba con la abuela?

–Creo que sí... Escribir ficción es la ficción de una autobiografía. Uno ficcionaliza su propia vida a través del tiempo. Recuerdo un artículo que escribí a los 8 o 9 años sobre un asilo de ancianos, que salió en un diario en Bernal. En el secundario, en el 77, nos mandaron a hacer una monografía sobre la Campaña del Desierto. Me acuerdo que con una compañera escribimos un texto en contra y se lo entregamos a la profesora para participar de un concurso a la mejor monografía a nivel municipal. Al tiempo, la profesora devolvió las monografías, menos la nuestra. Cuando le preguntamos por qué, nos dijo que ella no la entregó nunca. En ese momento nos había llenado de bronca porque habíamos investigado un montón. Después entendimos por qué... Hay una escritura que no salió a la luz, pero no por eso dejó de estar en el cuerpo. Les digo a mis alumnos en el taller que uno escribe con el cuerpo, también. Hay marcas de la escritura que quedan en uno, aunque no lleguen al papel. 

–“Tantas palabras imposibles de compartir con mis pares, las niñas acicaladas lejos de los talleres, de las cadenas de las persianas y los juguetes mecánicos. Ellas sabían usar el tocadiscos. Yo sabía bobinar”, distingue la narradora de El éxodo mecánico en una clara percepción de las diferencias de clases. ¿Qué busca al poner el foco en la clase social?

–En mí quedaron marcas de las diferencias de clase, porque estaba la rama de inmigrantes y los que serían los “cabecitas negras” que, como es lógico, no se llevaban bien. Yo había conseguido entrar a un colegio que era de clase media en Bernal, pero vivía en Quilmes, donde la diferencia era muy grande, desde la ropa que llevaba a la discriminación que sentía. En un momento logré ser delegada del grado, tal vez porque escribía y me animaba a hablar. Eso limó esa sensación de diferencia, pero las diferencias estaban. Los escritores tenemos cierta sensibilidad para detectar algunas cuestiones y ponerlas en palabras. Uno capta algo que está ahí y lo hace visible porque lo recorta. 

–La literatura argentina, salvo excepciones, suele tener historias con personajes muy homogéneos, de clase media, donde el pobre o el marginal están cada vez más excluidos de las narraciones. En vez de explicitar las diferencias de clase, pareciera que se las oculta o se las borra.

–Sí, estoy de acuerdo. De hecho, en alguna charla que hemos tenido con Carlos Ríos, en el marco de un seminario, él decía que escribir desde la voz de la clase media es un lugar común que oculta las diferencias en vez de trabajarlas. La voz desde donde se narra termina siendo una perspectiva desde donde uno ve. Uno cuenta desde un lugar que duele, desde una falla, desde una falta o una pérdida, desde una contradicción. El tema es desde dónde se cuenta.

–¿Desde dónde le interesa contar?

–La cuestión de la sensación es fuerte para la escritura. Me gusta lo que dice Emil Cioran: “Muy bajo tiene que caer una sensación para transformarse en idea”. Mi esfuerzo –porque uno trabaja mucho para escribir– es no perder justamente la sensación. Así como uno escribe desde un dolor o desde una pérdida, si uno no encuentra cierto regocijo, eso también se nota en la escritura. Lo importante es qué hace cada uno con esa falla, con eso que duele.