Es un hecho harto conocido que la revolución francesa de 1789 constituye un episodio de enorme importancia histórica y que así ha sido considerado desde su estallido hasta el presente; lo mismo podría decirse de la revolución mexicana, que ha producido libros de todo tipo desde que comenzó a producirse hasta sus agónicos finales. En ambos casos, investigaciones fácticas e interpretaciones de todo tipo, apasionantes, películas y novelas, biografías y estudios. Están incorporadas a los fastos nacionales, presidentes y enseñantes se llenan la boca al mencionarlas ya sea para recordar lo que fueron ya para falsearlas. Han dado lugar a verdaderas bibliotecas pero pese a la distancia y a la suerte que corrieron tanto sus protagonistas como sus consecuencias inmediatas y lejanas, institucionales y retóricas, siguen siendo también objeto de nuevas miradas, se regresa a ellas, se diría que constituyen inacabables depósitos de significación. Da la impresión de que comprender algo más de lo que encierran ilumina el presente a condición de que el presente no sea confinado a lo inmediato. Dicho sea de paso, la mentalidad tecnologizante que domina gran parte de los modos de la interpretación contemporánea parece, sólo parece, justificar ese confinamiento y respaldar el desdén por la historia.
No me atrevo a decir que parecida suerte haya corrido la revolución rusa, de la que en la Rusia pos soviética se ha convertido en mala palabra, de desdichada invocación, sorprendentemente porque es la que casi de entrada apareció como triunfante, mientras que las otras se debatieron en encontrar su forma hasta, en cierto modo, apenas vislumbrada, perderla.
Es posible que sí, que tiene una presencia equivalente a las otras, lo probaría la inmensa bibliografía que aparece en la trilogía de Deutscher sobre Trotsky, pero, en una mirada superficial, se diría que su significación histórica, salvo lo que rescata la novela de Leonardo Padura cuyo centro narrativo es no obstante otro, es objeto casi sólo de miradas e indagaciones de irreductibles adeptos o de enemigos jurados, denigratorios y vulgares, sin mayor interés histórico, sobre personajes, Lenin, Trotsky et al., y aun sobre el hecho mismo, la revolución como un error y aun como episodio desgraciado y criminal. Tal vez el estrepitoso final de la Unión Soviética y sus transformaciones chinas o coreanas o aun cubanas, reducen su valor o alejan, es como si se le concediera sólo el valor de un recuerdo y no un espesor que a las otras se concede. Se deja de lado una experiencia única, humana y política, y se la condena a la melancolía cuando en realidad produjo una conmoción sumamente compleja, hizo temblar al sistema, reinterpretó estructuras mentales y modos de vida, prometió utópicas porvenires, en fin, trastornó ese equilibrio al que la burguesía había llegado después de siglos.
Y si bien el hecho “Revolución rusa” fue el fenómeno central, en su momento más dramático se destacan dos figuras, Trotsky y Stalin, que en su enfrentamiento devienen arquetipos, coagulaciones de conceptos inherentes a la civilización misma. Uno encarna el intelectual, universalista, utópico inclusive, heredero de las grandes tradiciones culturales europeas, constructor genial, ilimitado escritor y orador de inigualable fuerza pero, víctima y perdedor en la contienda, y el otro, un pragmático astuto, inescrupuloso urdidor en la sombra, enemigo implacable, constructor de poder, manipulador de hombres y de discursos, localista y cerrado, pírrico triunfador en la contienda. En el fondo, y sin forzar las analogías, dos tipos que pueden encontrarse en el eterno conflicto entre pensamiento y acción, fines fundamentales y objetivos inmediatos, pero, en este caso, vinculados a un intento de cambio que podía haber sido decisivo en la historia de la humanidad y que en un momento lo pareció.
La biografía elaborada por Isaac Deutscher luego de una cuidadosa investigación, en archivos, en libros, en memorias y testimonios, en periódicos soviéticos y europeos, muestra este conflicto desde su gestación hasta su trágico final. Los hechos que recupera informa lo que se sabe pero también lo que no se sabía y que ilumina enceguecedoramente. Historia desde luego, y como tal basada en conocimiento directo y comprometido tanto como en indagación, pero igualmente literatura, tensión narrativa, diseño de personajes, caracteres y conflictos, en la tradición más clásica del arte de historiar. Hace aparecer un panorama sumamente atractivo del personaje central, sus decisiones, sus esquemas mentales, sus intervenciones insólitas para su tiempo y espacio, así como, con el mismo vigor pictórico, los innumerables procesos políticos de al menos seis décadas, finales de siglo XIX y mediados del XX y la “Revolución” como la criatura que nace del encuentro de ambos aspectos: la compleja crisis del despotismo y las nerviosas y tenaces intuiciones de Lenin y Trotsky, el primero arquitecto de la revolución, el otro ejecutor, constructor de un edificio imponente, nada menos que un nuevo país limitado por el viejo, desmesurada empresa perro que se empezó a realizar.
Trotsky, se trata de él, es el centro y el disparador de ese relato y desde sus avatares brotan múltiples situaciones pero, sobre todo, personajes presentados como si fueran protagonistas de una singular tragedia; de hecho, yendo al futuro, todos entraron en la terrible categoría de una frase acuñada no sé por quién que proclama “La revolución devora a sus propios hijos”, así fue durante la revolución francesa, la mexicana y la rusa que no pudo esquivar ese fatídico destino, todos sus actores ejecutados por el implacable georgiano.
Es muy difícil en pocas líneas evocar la cantidad de temas que los tres volúmenes presentan, considerarlos y comprender sus proyecciones pero se puede apuntar que la trilogía invita al menos a dos objetivos de lectura, información, o sea al pasado, y prospección, hacia el futuro. Si la primera satisface porque nos hace saber, documentos y consideraciones mediante, “lo que realmente había pasado” –creo que ahora, pero desde finales de la guerra que acabó en 1945, sabemos, al menos yo, por qué el nazismo liquidó en la dura década del 30 al comunismo alemán y por qué el lenguaje comunista se estereotipó y anuló lo más valioso que tenía, la utopía-, la segunda es inquietante, muchas lecciones se pueden sacar para comprender lo que ocurrió después y sigue ocurriendo. Incluso en nuestro propio país: ceder o resistir, por ejemplo, opción que acecha nuestra historia hasta la actualidad, y que puede parecer peculiar y exclusivamente nuestra, es el meollo de lo que llevó al cadalso en la época de Stalin a los que forjaron la Revolución y crearon la Unión Soviética. Menos a Trotsky, dicho sea de paso, que entregó su vida a lo que había imaginado y creado pero no cedió.
El primer volumen, El profeta armado muestra un fervor, el de la posibilidad y la construcción, el segundo, El profeta desarmado, la dificultad de comprender, el tercero, El profeta desterrado, el heroísmo de la sobrevivencia. En cada uno de ellos a cada episodio le suceden interpretaciones siempre inteligentes, como de alguien que estuvo cerca pero que al mismo tiempo analizó, juzgó, se debatió entre el acierto y el error y mostró los huecos de lo que se había presentado como un pensamiento compacto, fundado y eficaz, a saber que desde un marxismo bien entendido, correctamente considerado, los fines de la revolución habrían podido cumplirse con fulgurante éxito.
Para algunos, tal vez, los interrogantes que puede provocar la lectura son propios de épocas pasadas, una vez que la Unión Soviética cerró sus puertas y transformó lo que era en una pujante empresa capitalista; para mí, un ingreso en una historia y en un destino respecto de los cuales es muy difícil permanecer indiferentes. En cuanto a la historia, lo que podría modestamente decir es que lo que estos libros muestran “significa” mucho del Siglo XX, por momentos es la culminación de un proceso de larga data, marcado por esa dura y feliz expresión, “lucha de clases”. En cuanto al destino el de Trotsky es único: en dos palabras fue “hacer historia”. En parte, al menos como modelo, lo logró, en parte, fue víctima de ese espectacular propósito; el drama es cómo pudo ser derrotado políticamente y la paradoja por quién, pero no en lo que significó.
La obra de Deutscher no es un homenaje, no hay veneración; hay examen, hay evaluación, hay distancia pero respeto intelectual: precisamente lo que Stalin y sus prolongaciones bloquearon, con mentiras, silencios, represión, muerte, en una curiosa –aberrante- interpretación de lo que formuló Marx en su momento y que orientó y orienta a gran parte de la humanidad durante casi dos siglos.
* A propósito de la Trilogía de Isaac Deutscher (El profeta armado, El profeta desarmado y El profeta desterrado), publicado en 1954 por Oxford University Press, Nueva York/Londres y en traducción castellana de José Luis González en 1966, en México, Ediciones Era. En Chile una edición, que retoma la de Era, de 2007 y otra de 2014, por LOM Ediciones. Finalmente en Buenos Aires, en 2020, la misma, por Ediciones IPS.