El año que recordaremos como el de la pandemia está terminando. Pero la pandemia continúa, ahora temperada por la esperanza que abriga la llegada de la vacuna. En tanto, los protocolos de seguridad sanitaria se multiplican en distintos ámbitos y los ánimos se predisponen a imaginar, a recordar, un mundo sin pandemia. Dos salas importantes de Buenos Aires contribuyeron este fin de semana a apaciguar las ansias del regreso y sus espejismos y abrieron sus puertas al público. El sábado, en el Teatro Coliseo, se presentó un espectáculo multimedia en homenaje a Federico Fellini, en el año del centenario de su nacimiento, impulsado por la Embajada de Italia, el Instituto Italiano de Cultura y el mismo teatro. El domingo por la tarde, en el Centro Cultural Kirchner –donde hay actividad presencial desde el 14 de noviembre–, el pianista Antonio Formaro ofreció un recital, con obras de Beethoven, Aguirre, Chopin y Schumann. Fueron dos eventos con público presente, que de alguna manera alientan el anhelo del regreso a la tan civilizadora costumbre de vivir la música también como un hecho social. 

En ambos casos se observa cuidadosamente el protocolo de distanciamiento. En el Coliseo, donde alguna vez sabían recibir al fiel con una copita de espumante, con la misma sonrisa se ofrece esta vez un chorro de alcohol en gel, después de medir la fiebre con la pistolita que delata la línea térmica que separa a un ciudadano entrando a un concierto de un peligro público. Enseguida se acompaña al espectador anhelante hasta la propia butaca, prudentemente separada de otras presencias humanas, con la admonición de no moverse de ahí y permanecer con el barbijo puesto. Muy parecida es, al día siguiente, la inevitable etiqueta del ingreso al CCK, donde también los acomodadores se afanan gentiles en evitar entre los asistentes eso que alguna vez se llamó saludo y hoy se señala como “contacto”.

Hasta ahí nada lleva a pensar en un “regreso” a los conciertos. Se trata apenas de la reconstrucción recelada de una ceremonia afligida y antigregaria, a partir de los restos utilizables de lo que alguna vez fue. Cumplido el protocolo, el tiempo se detiene en la espera del inicio, mientras todo sucede a la distancia, el aire silencioso de las salas se tensa con más fastidio que nervios y un eco rumoroso repite que el barbijo debe colocarse desde la pera hasta arriba de la nariz. Hasta que de pronto, como en el traspaso de un mundo a otro, las luces se apagan y comienza el espectáculo. Ahí sí, con el incontrastable poder sanador de la música, las cosas vuelven, al menos por un rato, al lugar donde aprendimos a quererlas.

Concerto e ½ se llamó el espectáculo del Coliseo, con el que finalmente Fellini pudo recibir su homenaje, el sábado, sobre el filo del año del centenario de su nacimiento. En un espectáculo de casi una hora –cuya versión en streaming se puede ver de gratis en el canal de YouTube del Instituto Italiano de Cultura–, la figura y el aura del inolvidable director italiano se recompuso a partir de una idea de Elisabetta Riva y Leonardo Kreimer, con la dirección musical de Exequiel Mantega. Sobre un sutil hilo teatral, con la cuidadosa puesta en escena del mismo Kreimer, momentos de las películas de Fellini –y también sus dibujos– se completaron con las columnas sonoras de Nino Rota, interpretadas en vivo por la Orquesta Sin Fin, con los excelentes arreglos de Mantega. Imágenes y músicas de La strada, Le notte di Cabiria, I vitelloni –que en esta parte del mundo conocimos como Los inútiles–, Amarcord, Roma, La dolce vita y Otto e mezzo, además de testimonios de Giulietta Masina, Alberto Sordi y Marcello Mastroianni redondearon el recuerdo afectuoso de quien supo poner este mundo, espectadores incluidos, en un lugar más elevado. 

EL domingo en el CCK, el recital de piano fue, según las costumbres pre pandemia, con un programa completo, dividido en dos partes. Fueron casi dos horas de música en las que Formaro confirmó ser un músico formidable. El pianista tiene el temperamento y la mística de los grandes concertistas, una técnica impecable y una extensa gama de recursos expresivos. El programa comenzó con la Sonata en do mayor n° 3, de Ludwig van Beethoven –de quien se celebran los 250 años de su nacimiento–, temprano anuncio de un compositor que busca más allá del clasicismo. La versión de Formaro encontró la expresividad precisa para ese Beethoven, en contraste con la desbordante interpretación del Scherzo n° 1 Op. 20 de Fréderic Chopin. Tres piezas de Julián Aguirre y una impecable interpretación de Carnaval Op.9 de Robert Schumann, coronaron un concierto que resultó más que un antídoto.

Tras los bises, entre los que Formaro incluyó Elegía, una obra de Thomas Parente compuesta en pandemia, el abrupto regreso a la realidad se dio con el protocolo para evacuar la sala. Como en el Coliseo el sábado, sin más saludo que una mano levantada y sin intercambio de pareceres acerca de lo escuchado, el público fue saliendo ordenadamente, comenzando por los más cercanos a las puertas, con la recomendación de no detenerse en el hall.

Así se pudo escuchar música en vivo en una experiencia extrañada. Durante la cual, eso sí, no se escuchó ni una sola tos. Buena señal.