Ojalá fuera tan fácil como divisar, de repente, al monstruo. Delimitarlo, ponerle nombre y apellido, lincharlo un ratito entre todos. Después, volver a casa con la satisfacción moral al viento: se terminó el problema. Y sin embargo no sólo es así: eso no sirve. En el fondo no se trata de un juez en un caso, ni de garantismo o no garantismo. El problema es mucho más grande, está extendido y tiene que ver con el sistema. En Argentina la Justicia trata los delitos sexuales del mismo modo que los delitos contra la propiedad. Y no, no son lo mismo.
En julio del año pasado, cuando el juez Carlos Rossi desoyó los informes negativos del Servicio Penitenciario y del Equipo Técnico Criminológico (convocado por él), Sebastián Wagner había cumplido dos tercios de la condena a nueve años. Si no recuperaba la libertad en ese momento, si no hubiera existido la posibilidad de la libertad condicional, lo habría hecho en 2019. Posiblemente, en idénticas condiciones.
Leer los informes después del femicidio de Micaela es asomarse a una crónica anticipada de lo que pasó. Leer el fallo del juez, asomarse a una resolución de rutina, tomada en la soledad de un despacho. No nos enteramos de todos los casos, no siempre hay denuncias, no siempre son mediáticos ni solemos conocer nombres, apellidos, historias, dolores de esas familias. Todos los días, la Justicia argentina evalúa los delitos sexuales con los mismos parámetros que usa para cualquier otro tipo de crímenes. Rossi habilitó la libertad condicional a Wagner porque pudo: el sistema le permite obviar los informes; el sistema no considera que haya algo específico en los delitos sexuales (la mayoría de las víctimas son mujeres), como tampoco en otras manifestaciones de violencia machista.
En el penal, Wagner nunca había realizado un tratamiento psicológico por sus delitos sexuales; no había espacio ni profesionales que pudieran brindárselo. Uno de los informes señaló que Wagner era como todos los condenados por violación: “logra y sostienen una adaptación y participación en el marco de la institución” pero “no alcanzaba un análisis profundo y sentido respecto de los actos reprochables que cometió”; no demostraba “indicadores de compromiso afectivo en relación al delito cometido” y tampoco “una genuina valoración respecto del daño producido”. No se arrepentía, no le importaba haber cometido esos crímenes; eso no era raro, no lo convertía en un monstruo, porque “no escapaba a la habitualidad”. Fue uno más.
En Argentina, la Justicia todavía está tremendamente lejos de ser justa para las mujeres. El sistema sigue considerando que es lo mismo robar un almacén que violar a una mujer o pegarle hasta matarla o simplemente humillarla de diversas formas, como ejercicio de poder machista. Es por lo menos mezquino, miserable usar el femicidio de Micaela como excusa para cuestionar un paradigma judicial con enfoque de Derechos Humanos (la expresión “caprichos ideológicos”, la coyuntura chiquita, la polarización con objetivo electoral) en lugar de leer en él cómo es posible que ese funcionamiento exista.
Pedir un juicio político a un juez, asegurarse de que Rossi no vuelva a tener oportunidad de ejercer su poder como lo hizo en el caso de Wagner puede ser un alivio retrospectivo. No está mal pero no alcanza. Creer que con eso termina todo es perder una oportunidad: la de ver qué hace la Justicia con las mujeres y cambiarlo. La de romper un esquema que todo el tiempo vuelve lógico, habitual, permanente el machismo, y lo justifica en decisiones de aparente neutralidad.