Es posible que el hombre que desembarcó en el puerto de Buenos Aires en 1899 fuera el mismo autor de la serie de Netflix que usted está viendo ahora o haya visto por estos días. El hombre ignoraba que el destino le tenía reservada la fama literaria, aunque ya escribía. Recaló en el Café The Droning Maud de la calle Pedro de Mendoza casi Almirante Brown, cerca de las tenebrosas aguas del riachuelo. El Café era propiedad de una emigrada, hija de esclavos libertos de Nueva Orleans, la “negra Carolina” que hundió su barco “dos décimas más” como dice un tango de Homero Expósito, y tal vez confundió esa presencia con la de uno de los tantos marinos que beben fuerte, se recuestan en las mesas o en las paredes rosadas, y en ocasiones cuando el alcohol ha hecho sus efectos, cantan una vieja canción ribereña.

Para 1915 el hombre era uno de los mayores éxitos en ventas del siglo XX, con algo más de cincuenta novelas y relatos publicados. Cada línea sumaba un acre más de tierra al rancho que levantó en Glen Ellen, condado de Sonoma, California. Él mismo dirá que escribe para ampliar sus posesiones, poner otro corral, extender los viñedos, administrar su pequeño estado; hasta que la bebida, la morfina, el fuego ocasional, terminaron por derrumbarlo. Se hacía llamar Jack (como “el destripador”) aunque su nombre real era: John Griffith London autor, entre otros buenos relatos, de “Los favoritos de Midas.”

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¿Es posible escribir hoy un cuento destinado a producir una serie? Un relato así, transcurriría en un pasado rico en conspiraciones, sociedades secretas y planes a escala mundial. El lenguaje debería estar acorde a ese pasado, escrito deliberadamente para la traducción. Breve, no más de diez carillas, amplificado con el recurso de acelerar el tiempo. Total, los guionistas se encargarán después de adaptarlo mediante una trasposición al presente. No ya al futuro, porque esa operación está trillada. (Por lo visto la distopía ha hecho algo sorprendente: ha encontrado su lugar aquí y ahora, como una profecía cumplida.) Valiéndose también de amplificaciones, el texto se ha de engordar hasta sacar de él unos seis capítulos como mínimo. No importa si los personajes pierden coherencia, si en vez de ir en línea recta a comunicar algo, se tambalean y postergan lo que es evidente.

Con el manejo de la elisión (navaja suiza) se colocarán también trampolines para dar saltos olímpicos, aunque lo deje a uno un poco pasmado esa intervención de “mano invisible” que ha resuelto algunas peripecias en secreto, con tal de que la trama avance.

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Borges ya había visto cierta potencialidad en el relato de London. Lo publicó en varias antologías con su propia traducción. Nada de sicarios, ni favoritos, ni Midas: Las muertes concéntricas fue el título elegido, muy a tono con la escritura… de Borges. Aunque para ser precisos, en la primera traducción, la del número 38 de la Revista Multicolor de los Sábados suplemento literario del diario Crítica de 1934, figura como Las muertes eslabonadas.

London era uno de esos escritores que consciente o inconscientemente dejan marcas en su escritura, atisbos de procedimientos, antes que sistematizaciones críticas, con una función directa. A quien lea el cuento no habrá de escapársele que el narrador es un tal “Jack”, un periodista que recibe la historia in extremis --es decir con una carta que anuncia un suicidio-- para ser difundida. El periodismo es el último recurso de la desesperación, la mejor forma de alcanzar la verdad, una maniobra todavía confiable para que la sociedad pueda expulsar la abominación que logró imponer el silencio en las instituciones.

“El destino de la humanidad está en tus manos ahora, Jack” --escribe en su póstuma carta el personaje del relato. Pero la marca a la que me refiero pasa más por una confesión de autor: “la idea, debemos admitir estaba bien concebida, aunque era demasiado grotesca para ser tomada en serio” dice la voz confidente, apenas atenuada por la del propio London. La serie hace de esa nota una suerte de petición de principio. Y avanza, a sabiendas que el tema no tiene un final, que no hay repartos ni moralejas ni culpables, solo la sombra de un mal abstracto que pone a prueba alguna voluntad no del todo envilecida.

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“Voy a vivir cien años” le dijo Jack London a su segunda mujer, mientras navegaban por la bahía de San Francisco. Alguien postulará que no se equivocó. Porque a pesar de la edad cronológica de su muerte (40 años) las múltiples vidas tomadas por la inquietud de la aventura, parecen justificar esa densa y redonda centuria. Antes de ser un escritor consagrado trabajó en los muelles de San Francisco, en una fábrica de conservas, se embarcó como grumete y llegó al Japón, pescó furtivamente ostras, buscó oro en Canadá, incursionó en el periodismo y se presentó en elecciones municipales en su pueblo natal.

Todo esto sin dejar nunca de escribir.

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Entre copas y lágrimas, la “negra Carolina” dice que Jack es bueno y generoso, tal vez un poco ingenuo. Lo anima a confiar en su destino.

Jack se levanta, va hasta el muelle, fuma un cigarrillo. Piensa en un barco, piensa en la supervivencia del más fuerte en un mundo donde todos estamos mortalmente amenazados.

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Es posible que el cuento pensado con destino de serie nunca fuera filmado. Existe un problema casi insalvable: la empresa debería pagar los derechos de autor. Esto no ocurre en el caso de London, cuya idea sí ha rebasado la centuria. El paso del tiempo le ha concedido un importante ahorro a la productora. En un presente de propagaciones masivas y virales, los “favoritos de Netflix” pueden ser cualquier cosa menos tontos.

 

Al fin y al cabo será mejor no escribir ese cuento. Y esperar tranquilos al próximo estreno.