Ballet aviar
Muchos lo llaman uno de los fenómenos más bellos de la naturaleza, y no les falta razón: ver la danza de bandadas de estorninos, que se lanzan ágilmente en picada, se juntan, elevan y forman preciosos dibujos en el cielo, es un auténtico espectáculo. De tan perfectas sus coreografías ejecutadas en forma sincronizada, algún que otro científico antaño proclamase: ¡el único modo de que no se choquen es que tengan poderes psíquicos! Ni tanto, sobra decir, aunque el hecho de que lleguen a reunirse más de 500 aves por metro cúbico y dancen tan bien, aún concentradas, parece asunto sobrenatural. A punto tal que ha resultado irresistible para el reputado fotógrafo danés Søren Solkær apuntar su cámara a tamaño despliegue aéreo. Conocido por sus retratos a músicos y cineastas (es autor de algunas de las imágenes más icónicas de Björk, David Lynch, White Stripes, R.E.M. y U2), el artista lleva cuatro años capturando el vuelo de bandadas de estorninos que, a su decir, “se mueven como un organismo unificado que se opone vigorosamente a cualquier amenaza exterior, creando una fuerte expresión visual que se impone contra el cielo, como si se tratase de un dibujo a tinta o de caligrafía tradicional nipona”. Dice que Black Sun, como ha bautizado a esta serie devenida fotolibro, “me ha devuelto al paisaje de mi juventud, las marismas del sur de Dinamarca, donde se reúnen hasta un millón de estorninos en primavera y otoño, y despliegan este impresionante ballet de vida y de muerte”. Ballet que bosqueja en el éter, en sus inspiradas palabras, “formas y líneas, parecidas a ondas de interferencia o abstracciones matemáticas escritas en el horizonte. Un flujo sin fin: de geométrico a orgánico, de sólido a fluido, de material a etéreo, de realidad a onírico”. Una pasada, en fin.
Sin lugar para las cuerdas débiles
“Parece que necesitás desahogarte”, empatizaba la secretaría de turismo de Islandia meses atrás, al lanzar una web para que terrícolas de todas las latitudes grabasen un grito catártico, impetuoso, robusto, que luego sería reproducido con parlantes en algunos de sus descollantes paisajes naturales: las playas de arena negra de Festarfjall, una montaña en la costa suroeste del país, el glaciar Snæfellsjökull… Pues, quien se haya quedado con las ganas de liberar así frustraciones acumuladas y, según defensores de esta “herramienta terapéutica”, generar endorfinas en pos de una sensación de bienestar y relajación, hay revancha: llamar al +1 561 567 8431, línea directa exclusivamente pergeñada para recibir alaridos. “No se preocupe: no hay ningún ser humano vivo al otro lado de la línea”, aclara su creador, el estadounidense Chris Gollmar, que se autodefine como “profesor y artista ocasional”. Lo que hay es un contestador programado para grabar todos y cada unos de los gritos. “Marque. Espere al pitido. Grite. Corte”, son las sucintas instrucciones de uso de esta hotline. Los mensajes, por cierto, no quedan en el olvido: van a parar al sitio justscream.baby, con nutrido lote de lamentos y chillidos, varios miles, actualizado en forma diaria. El proyecto estará operativo hasta el 21 de enero del 2021, según se precisa en la web, donde resulta igualmente catártico, además de hilarante y adictivo, escuchar algunos gritos de terror, infelicidad o euforia, separados en categorías: los más recientes, los que incluyen risotadas, los grabados a dúo con mascotas, lo que incorporan alguna palabrita de aliento… “Nunca compartiremos tu número de teléfono con nadie”, tranquiliza Gollmar, resguardando privacidades todas, a la par que arenga a sus seguidores a ejercitar las cuerdas vocales en espacios públicos, para luego pegarle un tubazo.
¿Al borde de la extinción?
A unos 30 kilómetros al noreste de Londres, rodeados de colmenas y establos para la cría de pichones, yacen cientos de black cabs; o sea, icónicos taxis negros de la capital inglesa, oficiales y autorizados para operar. “Yo llamo a este lugar el campo de los sueños rotos”, se quiebra don Steve McNamara, secretario general de la Licensed Taxi Drivers’ Association, y pronto revela que han tenido que alquilar el espacio a un agricultor local para estacionar el ascendente número de coches inactivos, tras quedarse sin sitio en sus garajes. “La situación es horrible y está empeorando”, llora a lágrima viva al ser consultado por el susodicho cementerio: las severas restricciones por pandemia ha arrasado con el sector y, según explica, solo una quinta parte de los taxis habitualmente activos sigue recorriendo las calles a la pesca de clientela. Los conductores están devolviendo sus autos rentados, no les reditúa la actividad, confirma. A punto tal que, según estimaciones del gobierno, más de 3500 tachos han salido de circulación desde junio, escondidos hoy día en estacionamientos, almacenes, campos a lo largo y ancho de la urbe. “Londres podría perder uno de sus símbolos más reconocibles, a la altura, en el imaginario turístico, de los autobuses rojos de dos pisos, las cabinas telefónicas y los oficiales de policía con sus distinticos cascos de custodio”, teme el señor, nostálgico hasta la médula porque “los bondis ya no son rojos, las cabinas han desaparecido, y los canas ahora se sientan en BMWs con metralletas”. Ay, el dolor. “Somos el único ícono que queda, y a este ritmo, dudo que sigamos aquí en tres años”, vaticina quien antaño librara una guerra sin cuartel contra Uber y servicios similares, y ahora solícitamente reclama más ayuda financiera del estado para combatir al verdadero enemigo: la pandemia.
La sal de la vida
Un cartel en las inmediaciones del Parque Nacional Jasper, en Alberta, Canadá, devino sensación viral los pasados días, intrigados tantísimos internautas por el mensaje del letrero. “No permita que los alces laman su coche”, rezaba el susodicho, que lógicamente despertó la curiosidad de la web, sucediéndose tuits como “¿Qué pasa si efectivamente lo hace?”, “¿Es realmente un gran problema?”, y acaso la más importante: “¿Cómo diantres podría detener a semejante animal?”. Al parecer, el lameteo de automóviles de estos cérvidos se ha convertido en un placer que ellos encuentran difícil de resistir, casi una adicción, lo cual se está volviendo un problema para las autoridades de la ciudad alpina. Como explica Steve Young, portavoz del parque, “los alces están obsesionados con la sal, que es parte vital de su dieta, una de las cosas que necesitan para completar los suplementos de minerales en su organismo. Por lo general, la obtienen de los lagos salados del lugar, pero ahora se han dado cuenta de que también pueden conseguirla de los coches salpicados con la sal que se esparce para derretir los hielos en las carreteras”. Lo cual está probando ser flor de intríngulis, en tanto los animalotes deambulan con más frecuencia por la ruta en pos del ansiado snack, aumentando las chances de colisiones con vehículos, en los que tanto alces como humanos pueden acabar RIP o gravemente heridos. “Si encontrás un restaurante que realmente te gusta, ¿volvés a ir? Por supuesto. Lo mismo sucede con la vida silvestre. Regresarán, y lo que es peor: se acostumbrarán a ello. Lo más probable es que laman indiscriminadamente…”, se inquieta don Young, a la par que comenta otro problemita que se multiplica por estas fechas: las luces navideñas. Pide a los locales, de hecho, que eviten colgarlas en espacios públicos porque alces que corretean por el municipio, escapando de predadores como los lobos, terminan enredando sus astas con la susodicha decoración. En cuanto a las lamidas, aconseja a los automovilistas estacionar lejos del Parque Nacional Jasper, y si todo falla, y están dentro del vehículo mientras el alce se da un saque de sabor, darle a la bocina para espantarlo, nunca jamás bajar para intentar apartarlo. “Las opciones son limitadas cuando estás estacionado”, reconoce.