“El mundo de afuera también es íntimo”. La frase de Clarice Lispector (1920-1977) resuena con una potencia excepcional en el centenario de su nacimiento, que se celebra el jueves 10 de diciembre. La escritora que revolucionó la literatura brasileña de la segunda mitad del siglo XX inventó una lengua propia que permanece y que logra conjurar el envejecimiento, aquello condenado a caducar por el paso del tiempo. Hay una singularidad salvaje, en estado puro, que irradió desde la lengua portuguesa al mundo. La audacia y la atención con la que iluminó los detalles sensoriales, la intensidad de los momentos mínimos, una escritura “desnuda y límpida”, tímida y osada al mismo tiempo, consciente de la delicada tensión entre lo dicho y la elipsis, entre lo que emerge y lo que está sumergido, podrían asomarse al fenómeno Clarice, a esa especie de felicidad clandestina que irrumpe, sin cesar, cada vez que se la lee.
Un soplo de vida
Se ha dicho y escrito que Clarice era “una extranjera en la tierra”. Nació el 10 de diciembre de 1920 en Chechelnik, bajo el nombre Chaya Pinjasovna Lispector. Un año después su familia salió hacia la actual Moldavia, luego recaló en Rumania, donde consiguieron pasaportes rusos que le permitieron viajar a Brasil en 1922. El primer destino fue Alagoas (Maceió) y apenas llegaron todos adoptaron nombres portugueses. Chaya, entonces, devino Clarice. Cuando tenía cinco años, sus padres se mudaron a Recife. A los catorce se instaló en Río de Janeiro, la ciudad donde vivió la mayor parte de su vida, excepto cuando acompañó a su esposo, el diplomático Maury Gurgel Valente, con quien tuvo dos hijos, a Nápoles, Inglaterra, París, Berna y Washington. “Daba la impresión de ir por el mundo como quien desembarca de nochecita en una ciudad desconocida en la que hay una huelga de transporte”, la describió Antonio Callado en un pequeño fragmento incluido en la biografía literaria Clarice. Una vida que se cuenta (Adriana Hidalgo), de Nádia Battella Gotlib.
“¿Qué sería entonces aquella sensación de fuerza contenida, lista para explotar en violencia, aquella sed de emplearla con los ojos cerrados, entera, con la seguridad irreflexiva de una fiera? ¿No era solo en el mal que alguien podía respirar sin miedo, aceptando el aire y los pulmones? Ni el placer me daría tanto placer como el mal, pensaba sorprendida. Sentía dentro de sí un animal perfecto, lleno de inconsecuencias, de egoísmo y vitalidad”, se lee en Cerca del corazón salvaje, su primera novela publicada en 1943, donde la historia de Joana, la protagonista, se va hilvanando “a partir de fragmentos ordenados más en torno a la construcción de una densidad psicológica que en torno a la organización de los hechos de su vida”, plantea la traductora y autora del prólogo Florencia Garramuño en esta novela publicada por Corregidor, editorial que ha relanzado nuevas ediciones de la obra de la escritora brasileña durante 2020: Felicidad clandestina, con traducción de Marcelo Cohen; La pasión según G.H., traducida por Gonzalo Aguilar; Agua viva, en versión de Mario Cámara y Lazos de familia, con traducción de Luz Horne.
Clarice hinca el diente a fondo en la subjetividad de los personajes, especialmente en las mujeres, como nadie lo había hecho hasta entonces: “Pierdo la consciencia, pero no importa, encuentro la mayor serenidad en la alucinación. Es curioso cómo no sé decir quién soy. Es decir, lo sé muy bien, pero no puedo decirlo. Sobre todo tengo miedo de decirlo, porque en el momento en que intento hablar no solo no expreso lo que siento sino que lo que siento se transforma lentamente en lo que digo”. Nada carece de importancia, por más minúsculo y banal que parezca. El tono “menor” lo manejaba con la fluidez y la inquietante sabiduría de quien intuye que el mundo cotidiano, ese que está tan a mano y próximo que por desidia o pereza se vuelve casi invisible, es un manantial de sensaciones y sorpresas. Sólo es necesario volver a mirar todo, como si fuera la primera vez, para captar las señales de una realidad subyacente. Desde novelas como La pasión según G.H., Un aprendizaje o el libro de los placeres, La hora de la estrella, Agua viva y Un soplo de vida como en los relatos de Lazos de familia, Felicidad clandestina y La bella y la bestia, entre otros libros, propuso una manera de oír y mirar la vida que se expande.
La magia del instante
En septiembre de 1966 dos adicciones conspiraron contra su vida. Las pastillas para dormir surtieron efecto antes de que se consumiera el último cigarrillo. Como si estuviera protagonizando la peor pesadilla, a los 46 años se despertó por el humo. Lo primero que intentó hacer fue salvar los textos del fuego con sus manos. Los médicos estuvieron a punto de amputarle la mano derecha. La mano con la que escribía tenía los dedos, las palmas y las muñecas con quemaduras de tercer grado, como en las piernas y otras partes del cuerpo. Más de diez años después, la belleza de Clarice, con esas pestañas arqueadas como si exploraran el más allá de algún secreto y esa mirada hipnótica que impresiona, parece intacta en la última entrevista que dio en 1977 (el mismo año en que murió, a las 56 años, por un cáncer de ovario, el 9 de diciembre, un día antes de cumplir años) para el programa Panorama. Nadie maneja los silencios como Clarice. “Yo no soy una profesional, yo escribo cuando quiero”, respondió con firmeza. “O toca o no toca. Supongo que entender no es una cuestión de inteligencia sino de sentir”, agregó la escritora sin disimular la incomodidad que le generaba que la entrevistaran. “Cuando empiezan a hacerme muchas preguntas complicadas, me siento como el ciempiés al que un día preguntaron cómo no se confundía al andar con cien pies. Él quiso demostrar su técnica y acabó olvidando lo que sabía. A mí también me da miedo eso”, dijo al Jornal do Brasil, en unas declaraciones concedidas en enero de 1971.
“Lo que siento es que un libro, una vez terminado, pasa a tener vida propia. Es como el cachorro de un animal. La realización del libro sea cual fuere su contenido -el de un cuento o el de toda una novela- siempre es algo doloroso. Un proceso angustiante. Terminado este sufrimiento, o sea consumado el parto, quiero que el libro salga por ahí, que se las arregle. No retrabajo el estilo, no retoco nada -explicaba Clarice a la revista Crisis, entrevistada por Eric Nepomuceno-. Para escribir necesito abstraerme de todo. Cuando escribo no pienso en nadie, ni siquiera en mi misma. Lo único que me preocupa es captar la realidad íntima de las cosas y la magia del instante. Mis novelas y mis cuentos vienen de a pedazos, anotaciones sobre los personajes, el tema, el escenario, que después voy ordenando, pero que nacen de una realidad interior vivida o imaginada, siempre muy personal. No me preocupo nunca por la estructura de la obra. La única estructura que admito es la ósea”.
“Hay una foto de Clarice que muestra cómo escribía: con la máquina de escribir en la falda, mientras cuidaba a sus hijos pequeños. Se llevaba la máquina con ella, se llevaba la escritura con ella, eso sí que era escribir con el cuerpo –dice Florencia Garramuño a Página/12-. Creo que amamos a Clarice por eso, porque escribía con el cuerpo, en medio de la vida, en medio del remolino”. Fernanda Pampín de la editorial Corregidor subraya que “leer a Clarice es una experiencia sin lugar a dudas singular” y advierte que probablemente sea la autora latinoamericana más leída y reconocida en todo el mundo. “Renovó la literatura brasileña tal como se conocía: renunció a las ataduras genéricas, provocó y desacomodó a los lectores, inventó un lenguaje propio, nos mostró el artificio de la escritura. Construyó una narrativa intensa basada en historias mínimas, donde las sensaciones y los afectos son protagonistas. Expresó y mantuvo a lo largo de su obra preocupaciones universales: su pasión por la vida y, al mismo tiempo, por la inminencia de la muerte, por la soledad, la angustia, la maternidad, la infancia, el amor o lo femenino. Por eso y tanto más es que amamos a Clarice”, aclara Pampín.
“La construcción de la intimidad en Clarice se puede ver en todos los planos: en el tono de su escritura, en sus temas, en su figura autoral. Y en esa intimidad en la que uno entra (que no es la de la vida privada solamente sino también el mundo del afuera), la combinación de vulnerabilidad y fortaleza que atraviesa toda su obra hace que nos sintamos muy cerca de ella. Que queramos cobijarla pero también que ella nos proteja. Son pocos los escritores que logran esa complicidad, esa necesidad mutua”, reflexiona el escritor y traductor Gonzalo Aguilar, profesor de Literatura Brasileña y Portuguesa en la Universidad de Buenos Aires. “La entrega de Clarice a la sensorialidad hizo que pudiera percibir muchísimas cuestiones que escapaban a las visiones más intelectuales o teóricas y que con el tiempo se han convertido en cruciales: su percepción del espacio y la relación con el género femenino, la importancia de la performance física para reafirmar subjetividades, la búsqueda de la intimidad en un mundo de comunicación plena pero banal, la incorporación del otro aunque sea abyecto, el uso de todos los géneros literarios y su superación, el contacto con la vida pura como la ecología de todos los seres”.
Aguilar precisa que hay un trabajo con el lenguaje que no se dirige al virtuosismo sino a una expresión directa y certera. “Cada época hace nuevas preguntas y a cada época la literatura de Clarice le ofrece respuestas originales y contundentes. Es un poco la definición de clásico, que es en cierto modo en lo que se ha convertido: ser actual más allá del paso del tiempo”, recuerda el escritor y traductor y apela a la distinción que hace Vladimir Jankelevitch entre enigma y misterio. “Enigma es lo que se puede develar, resolver, disipar. El misterio no admite una solución, se mantiene incólume y no deja de producir relatos sin agotarse nunca –compara Aguilar-. Clarice es una escritora del misterio y eso hace que las interpretaciones de sus textos no se agoten y se multipliquen en cada lectura”.
Garramuño tiene una hipótesis sobre el hechizo que ejerce la narrativa de la escritora brasileña. “Tal vez la fascinación contemporánea por la literatura de Clarice Lispector pueda ser vista como síntoma de una insatisfacción de la literatura actual con géneros definidos y estructurados que se concentran en historias individuales; como síntomas –más bien- de una insatisfacción de la cultura contemporánea por las formas individualizantes y estables y un deseo –una pulsión– por formas más comunes e impersonales que logren narrar, contener e imaginar, más allá del individuo, la noción de una experiencia ajena y al mismo tiempo íntima a las que el mundo contemporáneo nos confronta. Como quiera que sea, lo cierto es que al haber llegado al hueso desnudo de la narración, al haber llevado la literatura a poder ‘decirlo todo sobre lo humano’, como señaló Evando de Nascimento (Nascimento 2012), Clarice Lispector se convirtió en una inspiración fértil para que la cultura contemporánea fuera ensayando y encontrando formas y dispositivos poderosos para expandir sus fronteras”.
Los traductores se enfrentan con el “misterio” de Clarice. “Lo más difícil al traducirla es transmitir lo inusitado de su prosa sin que suene extraño, ornamentado o demasiado erudito –reconoce Garramuño-. Clarice utilizaba imágenes extrañas, poco comunes, pero no por un artificio literario sino por utilizar frases y giros inesperados, en lugares donde no los imaginaríamos, pero que no suenan nada forzados o literarios. Es escribir con mucha naturalidad una lengua propia, única, que sin embargo se reconoce en la lengua de todos y todas”. Aguilar cree que el mayor desafío está en la sintaxis y en el tono. “Hay que hacer malabarismos con el castellano para lograr la sensación de fluidez de su prosa. En relación con el tono, me siento como Rodrigo S.M., el personaje de La hora de la estrella: un hombre que es hablado por una mujer y que es inventado por ella”.
Ella está más viva que nunca por todas las preguntas que sembró: ¿Dónde se guarda la música, Clarice, cuando no suena?