Éramos seis. Teníamos veinte años. En el verano de 1994 aún se podía viajar al sur argentino en tren y eso hicimos, con unas mochilas gigantes y aparatosas, dispuestos a recorrer el camino conocido como Siete Lagos.

Todavía escuchábamos música en cassettes y compramos para el viaje un grabador muy malo, que destruimos en una fogata ritual antes de volver, un mes y pico más tarde. Además de algunos discos clásicos de los Beatles y Pescado Rabioso, llevamos otros que habían aparecido el año anterior: Salud universal de Los Visitantes, Lobo Suelto, Cordero Atado, de los Redondos, Peligrosos Gorriones, Cure for Pain, de Morphine, Dry, de P.J. Harvey. En mi memoria toda esa música quedó asociada entre sí. Es la banda de sonido de un verano inolvidable y podría elegir muchas canciones. Destaco “Sangre”, de Los Visitantes, porque recuerdo la primera vez que la escuché. Fue antes de que saliera el disco, en un recital oscuro y vibrante en Die Schule, el hermano menor de Cemento. La energía de Palo en vivo era única. En Youtube hay un video donde pueden escucharlo cantando “Sangre” en un programa de tevé. Son muy dignas de ver las caras de Alejandro Fantino, Laura Oliva y no sé qué otros personajes ante el despliegue vital de un artista encendido. Sangre poca, pobre y tonta / Sangre quieta, dura y tonta.

En aquel viaje al sur pasaron muchas cosas. Nunca antes habíamos estado tantas semanas sin comunicarnos con nuestros padres y madres. Aprendimos a cagar en los yuyos, a cocinar guisos con leña, a sacarnos espinas con una aguja y una pinza de depilar. Descubrimos que en la ciudad el cielo nocturno no existe. Hicimos dedo por primera vez y nos levantó Marta Minujin. Fue la única que se dignó a parar en medio de una ruta vacía y cargar a algunos de nosotros -una bomba hormonal con muy escaso aseo-. Marta iba con su hija, habló mucho, contó que Punta del Este le resultaba frívolo, que prefería mil veces la belleza y soledad de esos parajes. Mientras tanto, los que no entraron en su auto siguieron a pie. A uno lo retardó la resaca de la noche anterior y durmió por primera vez a la intemperie, solo, entre vacas.

Una tarde, en el lago Huechulafquen, oímos una especie de metralla. Era el sonido de un árbol centenario y gigante quebrándose. Cayó sobre una carpa cercana a la nuestra. Por suerte los dueños no estaban dentro pero hubo gritos y corridas. Terminamos bebiendo a la luz de una fogata con un grupo de chicas de las que nos hicimos amigos para siempre. Esa noche apareció el guardaparques, hizo algunas preguntas, se unió al fogón, se tomó casi entera nuestra botella de whisky y a cambio prometió asar un cordero al día siguiente, pero jamás apareció.

Cerca del Lago Espejo jugamos un partido de fútbol con borceguíes y pernoctamos en las habitaciones sin puertas ni ventanas de un gran hotel abandonado. En uno de los cuartos había un trío que leía Crimen y castigo en voz alta a la luz de las velas. Intercambiamos con ellos tabaco por cannabis. Se vestían de negro y tenían una banda que se llamaba El Pesanervios.

Una mañana, dos de nosotros despertamos más temprano que el resto y salimos a caminar. Nos internamos en el monte un par de horas. Cuando decidimos volver habíamos perdido el rumbo. Bajamos a la playa, pensamos que bordeando el lago llegaríamos a destino. Pero la playa desapareció, se transformó en una pared de rocas filosas. Anocheció, bajó la temperatura. No teníamos comida ni agua pero sí fuego y tabaco, y logramos calentarnos un poco. Me acordé de mi viejo, cuyo único consejo antes del viaje había sido: “No hagan boludeces”. Me imaginé que hallaban mi cadáver con una notita en mi bolsillo: “Perdón, papá”. Me imaginé comiéndome a mi amigo, bastante magro en carnes. Chupa sangre / Toma sangre.

Esa noche dormitamos entre piedras y sonidos amenazantes, envueltos por la bruma y la angustia. Al día siguiente arrancamos muy temprano, pero después de dos horas llegamos a un punto por el que ya habíamos pasado y entendimos que estábamos girando en círculos. Me acosté, vencido de sed y cansancio, y le dije a mi amigo que siguiera solo y me dejara, que no daba más. Por toda respuesta él me clavó una mirada que no me olvido y me extendió una mano para que me levantara. Pasado el mediodía escuchamos voces, las seguimos, encontramos el camino de regreso. Nuestros amigos acababan de contactar al guardaparques. ¡Un día y medio más tarde! Pero después de la experiencia con el guardaparques anterior no podíamos culparlos. Dormimos como quince horas seguidas, llenos de raspones y espinas.

En el acampe siguiente conocimos una chica alta y poderosa a la que llamamos "La reina de las flores", porque usaba vinchas que trenzaba con flores silvestres. Una noche, ante un fogón, ella nos vendó los ojos a los seis y nos dio mermelada casera de frambuesa en la boca. Después eligió a uno y se lo llevó de la mano a su carpa. Sangre va, lamiendo va / la sangre para suavemente al tiempo y va.

El viaje de vuelta duró un día y medio y se hizo interminable. El tren se quedó muy pronto sin agua y olía a meo, hacía frío, la tierra nos entraba por todos los poros, los asientos eran incomodísimos (uno de nosotros prefirió acostarse en el piso y nos despertó su aullido en la oscuridad: otro pasajero le había pisado los genitales). A mí nada de eso me importó porque me enamoré de una chica hermosa que viajaba en el mismo vagón y que fue mi novia por mucho tiempo, antes de que los años y la vida hicieran nuestra sangre un poquito más pobre, más lenta, más tonta.

Nicolás Schuff nació en 1973. Se dedica a escribir para chicos y chicas. Entre otros títulos publicó: El pájaro bigote, Los equilibristas, Así queda demostrado, Mis tíos gigantes, Las interrupciones, Cualquier verdura, Música para detectives (Los estrambóticos 1). Algunos de sus libros recibieron distinciones de ALIJA IBBY, White Ravens y Fundación Cuatrogatos y fueron traducidos al inglés, al griego y al ruso. Coordina talleres de escritura para la infancia. Lleva adelante el podcast El pájaro fantasma ( elpajarofantasma.wordpress.com )