En marzo de 2005, este suplemento publicó la historia de Alejandra Soledad, una chica de 19 años que murió sin poder decir, ni siquiera a su madre, que había interrumpido su embarazo. Se llamaba: “Clandestinidad que mata”. Cuatro años después, entrevistamos a Verónica y Marta, las hermanas de Carina, una mujer de 30 años que recurrió a la comadrona del barrio para hacerse un aborto y murió pocos días después en el Hospital Centenario de Rosario. Tenía 3 hijos, uno de ellos con discapacidad, sufría violencia de género. Las entrevistadas parecían disculparse por lo que había hecho Carina. La sanción moral era una imposición ajena, y en un momento, Verónica dijo: “Cuando a una le dicen que espera un hijo, a veces, se quiere matar. Hay que pensar en mantenerlo, en todo, y ella estaba sola, porque él no la ayudaba. No podía dejar de trabajar”. Entre la experiencia de Carina y sus hermanas y el debate público por el aborto, entonces, había un abismo.
Las historias de las luchas son confluyentes, y se van metiendo por los cauces que inventan, o encuentran, para escurrirse. La creación de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto, en 2005, había articulado también una potencia geográfica -por lo realmente federal- y también intergeneracional, ya que allí estaban las históricas, como la inolvidable Dora Coledevsky y las pibas de entonces, como Natalia Di Marco, quien reclamó con la voz quebrada que se difundiera el uso de misoprostol, porque existiendo esa droga, era criminal que las mujeres siguieran muriendo. La despenalización social del aborto fue un proceso de confluencia de muchas voces y experiencias.
En 2009, la línea “Más información, menos riesgos”, de Lesbianas y Feministas por la Descriminalización del Aborto, estaba naciendo, y un año después -en 2010-, publicarían la primera edición de su manual “Cómo hacerse un aborto con pastillas”. También empezaba a existir el socorrismo, primero en Neuquén, con La Revuelta, que luego se articuló en distintos lugares del país como Socorristas en Red.
El feminicidio de Ana María Acevedo, a quien se le negó el aborto por “razones morales y religiosas” en el hospital Iturraspe de Santa Fe, en mayo de 2007, impulsó la lucha para que fuera efectivo el cumplimiento del artículo 86 del Código Penal de 1921, que despenalizaba el aborto por causales. Más tarde, una decisión de la Corte Suprema de Justicia significó un hito, con el fallo FAL, en marzo de 2012. El protocolo para la Interrupción Legal del Embarazo abrió una hendija en la salud pública. Más tarde, la Red de Profesionales de la Salud por el Derecho a Decidir se volcó a hacer efectiva su garantía en los servicios de salud. La estrategia de los antiderechos fue obstaculizar, lo sigue siendo.
El uso del misoprostol, que habían descubierto las mujeres de los barrios populares de Brasil, 30 años antes, y las redes de activismo feminista -articulados afuera y adentro del estado- fueron más efectivos que cualquier discurso para salvar vidas de mujeres.
Muerte y aborto fueron durante años dos significantes unidos. Cambiar ese sentido, ligar el aborto a una vida digna de ser vivida fue fruto de una trama colectiva. Hablar de la experiencia, más que de leyes, morales o religiones, permitió saltar de las dicotomías hacia la audición posible de lo callado hasta entonces.
Hoy, la Campaña impulsa el hashtag “AbortoLegalEsVida”, hoy se puede mirar con orgullo a las más pibas reclamar su derecho a decidir, sin recurrir a más argumento que su deseo, porque es mucho lo que se ha construido antes.
Por supuesto que es un problema de salud pública: desde el comienzo de la democracia murieron 3040 mujeres por abortos clandestinos. En Córdoba, el 7 de noviembre murió Mariela, una mujer que había estado tres semanas internada como consecuencia de un aborto inseguro. Cada una de estas muertes (hubo al menos cuatro desde que comenzó la pandemia) son marcas de una profunda desigualdad, en un mundo donde existe el misoprostol y la mifepristona (que no está disponible en Argentina). Claro que para comprar el misoprostol en una farmacia, en noviembre de este año, había que contar, por lo menos, con 6000 pesos más receta médica, en el caso del MISOP 200, según datos del Misobservatorio.
El aborto es una experiencia por la que han pasado, o pasarán, la mayoría de las personas con capacidad de gestar. Una experiencia singular, que se inscribe en cada cuerpo y en cada historia con particularidades. Silencio y clandestinidad son la contracara del deseo como motor de una vida autónoma.
La ley que queremos festejar el 29 de diciembre va mucho más allá del texto que se publique en el Boletín Oficial. Es el resultado de lo que pudimos hacer colectivamente para lograr nuestra libertad.