Hace exactamente 35 años, el 9 de diciembre de 1985, el tono canyengue del camarista León Carlos Arslanian le ponía modulación argentina a uno de los hechos históricos del siglo XX: la lectura de la sentencia a los comandantes de la dictadura. Un tribunal civil condenaba a perpetua a Jorge Rafael Videla y Emilio Eduardo Massera, los dos mayores asesinos sistemáticos de este país en su condición de cabezas del Estado terrorista. Aún estaba fresco el inicio de la transición democrática comenzada el 10 de diciembre de 1983 con la asunción del Presidente Raúl Alfonsín. Los sentenciados, hombres de entre 50 y 60 años en las máximas jerarquías de las Fuerzas Armadas, ayer nomás había sido los señores de la vida y de la muerte.
Como ocurrió con todos los cambios importantes de nuestra historia, la audacia del Poder Ejecutivo convirtió en iniciativa concreta su interpretación del sentir popular. Había que terminar con el ciclo de golpes de Estado iniciado en 1930. Esa acción se tornó un tsunami poderoso para los otros dos poderes, el Congreso y la Justicia.
El Juicio a las Juntas rediseñó el mapa político. Al consenso sobre el juzgamiento de los crímenes buscado por el alfonsinismo de los primeros tiempos se sumaron una parte de la dirigencia peronista y la mayoría de sus simpatizantes. La actitud frente a la necesidad de revisar los actos de la dictadura partió aguas, a tal punto que fue un toque distintivo del peronismo renovador que nacía con Antonio Cafiero como jefe.
En paralelo hubo otro campo de consenso más, que también sería definitorio hacia el futuro: la política exterior de integración y pacifismo con los vecinos.
La sincronía es notable. El 20 de septiembre de 1984, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) entregó el informe con los datos del horror que le había pedido Alfonsín. El 25 de noviembre de ese mismo año el Gobierno realizó una consulta popular para conocer la opinión sobre si había que ponerle fin al diferendo con Chile por el Canal de Beagle. Con una participación del 70 por ciento, el Sí ganó con el 82,60 por ciento frente al 17,40 por ciento del No. Aplastante.
La misma sincronía volvería a darse en 1985. El 30 de noviembre Alfonsín y su colega brasileño José Sarney firmaron en Foz la Declaración de Iguazú. Se comprometieron a un futuro de integración productiva, preocupación común por la deuda externa y confianza mutua en materia nuclear. La sentencia en el Juicio a las Juntas fue pocos días después, el 9 de diciembre.
El hilo que bordaba la política interna con la externa era la tenacidad puesta por el equipo de Alfonsín en desmontar las hipótesis de conflicto externo. La invención de peligros en la frontera había sido la coartada usada desde siempre por el Partido Militar para sobredimensionar sus servicios de inteligencia e inflar el presupuesto mientras se dedicaba, en rigor, a combatir al enemigo interno, es decir al pueblo argentino. Con acuerdo democrático y sin coartada ni presupuesto sería más difícil la supervivencia del Partido Militar, un aparato que había combinado durante décadas sus propios intereses corporativos con la obsesión refundacional de la élite --antiperonista, antisindical y opuesta a todo atisbo de Estado de bienestar-- y con el fundamentalismo de los integristas católicos.
El Juicio a las Juntas tuvo también otros costados notables. Institucionalizó la presencia de los sobrevivientes, muchas veces miserablemente sospechados por el solo hecho de no haber muerto, y los familiares de las víctimas, a menudo sometidos al descrédito o a la duda. Demostró, a través de la tarea de los fiscales Julio Strassera y Luis Moreno Ocampo y de su equipo de genios y genias sub-30, que si uno tiene una causa noble y un saber específico es éticamente obligatorio hacia los demás cambiar el insulto por la eficacia. Y probó una vez más que no solo la persecución contra los movimientos populares es una línea permanente de acumulación de datos y perfeccionamiento en los métodos de tortura y asesinato. Hubo siempre --y hay-- una continuidad entre las acciones de los organismos de derechos humanos y la solidaridad internacional ante las sucesivas dictaduras. Hubo siempre --y hay-- un aprendizaje en las distintas etapas: las de denuncia sin Justicia, las de verdad sin Justicia como luego de la Obediencia Debida y el Punto Final de Alfonsín, o las de verdad con impunidad absoluta como después del indulto de Menem, que liberó a los comandantes presos. Así fue que en 2004, otra vez luego de un fuerte compromiso del Ejecutivo, entonces a cargo de Néstor Kirchner, se desató la última oleada de Memoria, Verdad y Justicia.
Son tres palabras que aluden a realidades en perpetua construcción.
“No hay cosa más sin apuro que un pueblo haciendo la historia”, dice Alfredo Zitarrosa en una definición incomparable de dialécticas que son, siempre, de larga duración. El oficio de vivir en sociedad a veces produce, en medio de esas dialécticas, grandes momentos de iluminación colectiva. Hace 35 años la lectura de la sentencia en el Juicio a las Juntas fue uno de esos instantes capaces de levantar la autoestima colectiva hacia un punto que no tiene vuelta atrás.