Nada que no sepamos olvidar habrán pensado quienes quisieron contar con nombres de hombres (Allen, Jack, Gregory, William) la historia de la generación beat. Lo fácilmente olvidable tenía nombre de mujer. Cuarenta años después, uno de aquellos hombres dijo que en los años cincuenta la rebeldía era para ellos “si eras mujer, te encerraban en un manicomio, (…) hubo mujeres, estaban allí, yo las conocí, algún día alguien escribirá sobre ellas”. Y eso ocurrió y ocurre (Elise Cowen, Denise Levertov, Ruth Weiss, Lenore Kandel por citar solo algunas) aunque se mastica gusto a poco. 

Hace unos meses leímos “murió Diane di Prima, la mejor mente de la generación beat”, voz femenina en un coro de hombres, fueron pocos los obituarios y casi no hubo grandes titulares. Despedida silenciosa, el olvido o el encierro como antídoto contra la felicidad que nos regaló Diane en sus poemas (más de cincuenta libros publicados) y en su fervor guerrero por hacer visible la literatura de otras mujeres en ámbitos académicos y en los otros. 

Pero su paso por el espiral bohemio de Greenwich Village que la silencia fue solo el comienzo, ella fue mucho más allá de esa etiqueta y de la costa oeste a la que se mudó después con hijos, máquinas de escribir, animales y un rifle. Diane era una voz, un latido, que no se había escuchado antes y vivió descorsetada de cualquier canon (esa ballena de metal disimulada en el tejido del reconocimiento) que la sujetara. Tuvo cinco hijxs, posó desnuda para pagar los gastos de la vida cotidiana, escribió sobre sus búsquedas eróticas y románticas, se anticipó a los reclamos del feminismo literario y dio clases de poesía en universidades y calles.

Nació en Brooklyn, su abuelo materno, Domenico Mallozzi, había sido un anarquista conocido y una especie de tesoro familiar pero fue su abuela, Antoinette, quien le enseñó a sobrevivir: "fue al lado de mi abuela, en ese apartamento fregado y encerado donde recibí mis primeras clases sobre la relativa inutilidad de los hombres". Aprendió a escribir antes de los cinco años y a los catorce ya era una poeta, descubrió a Keats en la adolescencia, se escribía y visitaba a Pound y fue amiga inseparable de Audre Lorde.

Para confinar al olvido en el que la sentaron hay que salir a leerla y traducirla (poco y nada se puede leer en español) para que se cumpla el deseo que escribió en uno de sus poemas cuando le pide a la poesía que sea su pan de cada día y le dice que le gustaría ser también ella pan para otrxs “sustento para algunos otros incluso después de que me fui/ una canción con la que pueden caminar por un sendero.” Podríamos empezar por Loba, aullido feminista y una especie de novela en verso sobre lo femenino en la literatura y en el mundo místico.

Les escribió a las madres, a lxs hijxs, a la tierra, a los astros, y lo escribió con sangre, menstruación, aborto, hambre, amor… Una fuerza indomable, un dínamo rebelde con tierra entre los dedos y pañales cerca. Es un enredo entrar en cualquier fábula que cuente la historia cómoda del estereotipo con una miserable expedición para sellar el tiempo por eso hay que salir urgente a descubrir la poesía de Diane aunque sea en un esquife que navegue contra la corriente (hasta que nos subamos a un barco más grande) para celebrar la riqueza de su mirada y el hallazgo de su glosario vuelto pulso. En las mujeres todo ocurre antes, ligeramente, recuperemos en la usina de las encías los versos de Diane como si fuera pólvora.