El primer efecto que tiene la música de Dino Saluzzi es el de desalentar el ejercicio de las comparaciones apresuradas. Los hilos sonoros de su bandoneón traen reminiscencias del folclore argentino, el tango contemporáneo, el jazz y la música académica, pero estos elementos conviven en proporciones inestables, siempre cambiantes, por más que en algún momento su Salta natal emerja como principio y fin de todas las cosas. Por ejemplo, un coral de inspiración bachiana puede mutar en una zamba sublimada; o una variación más o menos libre, llevar lejos aquello que empezó como sencilla milonga: la música de Saluzzi no distingue frontera entre lo popular y lo académico. Frente a cada nuevo disco del bandoneonista somos raptados por una mezcla de feliz certeza y de expectativa por lo que vendrá. Sabemos de entrada que nos encontraremos con una música cargada de muchos pasados y al mismo tiempo aventurada, que avanza inducida por una tradición que se reinventan permanentemente. Una música virtuosa en un sentido profundo.

El flamante Albores, grabado en Buenos Aires entre febrero y junio de 2019 y recientemente editado por el sello alemán ECM, se agrega a la saga sonora de Saluzzi pero retomando lo que tal vez sea un género en sí mismo: el soliloquio de bandoneón. Ya había sucedido en Kultrum de 1982 y en Andina de 1988. A los 85 años, sin merma alguna de técnica ni intención, Saluzzi vuelve al formato de solista absoluto con nueve composiciones propias. No están los efectos de percusión y flautas andinas que podíamos reconocer en los álbumes mencionados anteriormente. Ahora el despojamiento es completo. Podría pensarse en una prueba de ascesis mayor. El sonido del bandoneón (su sonido) se ha vuelto más recóndito, si cabe decirlo así. En las notas largamente mantenidas, confrontadas en delicados contrapuntos, ese órgano portátil europeo desandará el camino que alguna vez lo vio partir desde la misa hacia tierras profanas. “Cuando escribís una obra basada en la técnica del contrapunto te recuerda que esas músicas religiosas tenían como complemento y como una parte muy importante de la composición el contrapunto”, remarca Saluzzi cuando dialogamos sobre lo sacro y lo profano en su música. “Curiosamente, el contrapunto fue despareciendo de los usos del material musical. Fue enorme esa pérdida para la historia de la música”.

Foto: Lisa Franz

Quizá Albores no sea un disco “sagrado” en sentido estricto, pero las dos piezas con dedicatoria --“Adiós maestro Kancheli” y “Ofrenda-Toccata” -- dialogan con formas clásicas. Reproducen sus técnicas, pero el músico sabe --la proverbial astucia de Saluzzi-- que, contra cierta rigidez de lo “culto”, no existe nada como los desafíos de la improvisación. De ese modo, Saluzzi logra que su música sea seria sin solemnidad. El regusto de lo popular aletea aquí y allá, pero contenidamente, en un clima más bien reflexivo. “En el contrapunto de 'Ofrenda', las células y la temática del texto están abiertas a una interpretación menos rígida”, confirma Dino.

Carece de sentido discutir cuál es el mejor disco de la pródiga colección europea de Saluzzi, allí donde coexisten, en la sincronía de la discoteca, Mojotoro, Cité de la Musique, Volver, Senderos, Ojos negros o El valle de la infancia. En todo caso, Albores formará parte del corpus esencial de uno de los mayores músicos argentinos.


Este es tu disco número 15 con ECM, el sello de Manfred Eicher, un productor muy especial, que ha sabido tejer amistad con los artistas de su catálogo, desde Keith Jarrett a Egberto Gismonti. ¿Cómo ha sido tu relación con él a largo de todos estos años?

-Con Manfred Eicher nos respetamos mutuamente. Es una persona que capta las ideas que hay detrás de músicas que son originales, y tiene la virtud de ver el valor que tienen sin importar de dónde son. Para mi ese es su gran don. Con él siempre hablamos de música como amigos, es una persona muy educada que me abrió las puertas de un mundo que jamás imaginé. Cuento con toda la libertad con él. De hecho, tanto Albores como El Valle de la infancia son dos álbumes grabados en mi estudio en Buenos Aires. Pero, definitivamente, que esté presente Manfred en las grabaciones enriquece el trabajo porque él marca cosas fundamentales y aporta mucho su perspectiva. Me potencia y rindo más con él cerca porque su presencia acompaña y orienta. Hablamos un mismo lenguaje que nos permite un mejor resultado. Después de la grabación él siempre me propone el orden de las obras, es decir, lo que él denomina la “dramaturgie” del disco que es la puesta en escena que propone el álbum.

Albores es tu primer disco de bandoneón solo en 32 años y el tercero en tu discografía. Si uno lo compara con Kultrum y Andina, percibe en primer lugar un carácter más melancólico. ¿Es así?

-Las épocas, los tiempos que vivimos las personas son las que rigen nuestro estado de ánimo. Si uno es honesto en su narrativa seguramente lo que hacemos todos nosotros tendrá que ver con la realidad. Son distintos momentos. A mí no me gusta imitarme ni copiarme ni puedo comparar entre una obra u otra.

En estos “tiempos muy extraños”, Saluzzi entiende la música de Albores como la de una nueva visión, “una mirada que tiene que ver con ofrecer la conciencia de que la responsabilidad de las personas es la que cambia el mundo”. Nuevamente el músico se distancia de “la agresividad de la música comercial”, en una línea de intransigencia artística tan coherente como irreductible. Temperamental, a veces hosco y siempre frontal, Saluzzi fusiona en su música al compositor con el intérprete, y esa fusión vuelve insondables los límites entre la escritura y la improvisación. “La obra dedicada a Kancheli y 'Ausencias' son obras completamente improvisadas”, sorprende Dino. ¿Y el resto? “Después las otras obras están escritas, pero siempre existe un espacio en el que me libero de lo que escribo para mostrar la idea que me surge en ese momento, en relación a lo que estoy tocando.”

Foto Juan Hitters

Esta notable facilidad para abrir la escritura a lo indeterminado --algo que siempre lo diferenció de Piazzolla, que incorporaba armonías jazzísticas pero sin alejarse jamás de lo estrictamente escrito-- lo vuelve relativamente familiar a la escena del jazz europeo. Allí Saluzzi se mueve con soltura y reconocimiento, desde un lugar algo “excéntrico” desde la perspectiva de la música de improvisación (en las encuestas de las revistas especializadas suele figurar al lado de intérpretes de sitar, laúd árabe o acordeón) pero al mismo tiempo central en las agendas de la música instrumental de tradición popular.

Tras haber participado activamente en la movida de la renovación del folclore en la Buenos Aires de los años 60/70 y haber puesto sus toques en grabaciones de Manolo Juárez, Gato Barbieri Litto Nebbia y León Gieco (“Sólo le pido a Dios”), Saluzzi supo construir un puente sonoro sumamente personal, un sorprendente ida y vuelta entre la música argentina y el circuito jazzístico internacional. Dino no ha dejado de tocar y grabar con músicos de la talla de Enrico Rava, Charlie Haden, Charlie Mariano, Tomasz Stańko, Palle Mikkelborg, Pierre Favre, Marc Johnson, Palle Danielsson, Rosamunde Quartet y Anja Lechner, entre otros. A ellos los ha unido una predisposición a la apertura estilística, pero principalmente el deseo de improvisar. “La improvisación es meterse adentro de uno y a vez estar conectado con lo que está sucediendo”, reflexiona Dino. “La improvisación musical como yo la entiendo es improvisar en ese momento toda una idea musical que conlleva melodía, armonía y rítmica. Una improvisación solo con la melodía para mí no es una verdadera improvisación. Se tienen que improvisar todas las estructuras de la música y escuchar el conjunto de la idea”.

Al preguntársele por los músicos de prestigio mundial con los que tocó, Dino evita ponderar individualmente. “Tengo buenos recuerdos de ellos, algunos más presentes que otros, pero en general es la visión de compartir cuando se trata de la música improvisada lo que produce esa simbiosis sin conflictos”, puntualiza. “Es como una conversación más o menos interesante la que se produce, no es un campeonato donde se quiere resaltar. De igual modo cuando se reúnen personas en un lugar, la riqueza de cada uno es lo que hace positivo o neutro el intercambio.”

La prolífica sociabilidad musical de Saluzzi --sin duda el músico argentino vivo mejor reconocido en el exterior-- no oculta el hecho de que el contexto humano perfecto es el que forma con su propia familia: José María Saluzzi (guitarras), Félix “Cuchara” Saluzzi (saxo tenor y clarinete) y Matías Saluzzi (bajo eléctrico), más algún otro músico invitado. Finalmente, hay determinadas complicidades locales que no se enseñan ni se aprenden. No del todo, al menos. “Siempre me costó mucho entender la separación artificial del tango y del folclore”, reconoce. “Para mí son distintas construcciones, pero a partir de un material armónico semejante. A veces incluso con similares giros melódico-rítmicos.”

Quizá en mayor medida que los discos anteriores, Albores es una obra de rasgos autobiográficos. En “Ausencias” escuchamos un réquiem por los afectos que ya no están. Para “Según me cuenta la vida”, Saluzzi se inspiró en la lectura de “Milonga del forastero” de Jorge Luis Borges. “Íntimo” se originó en los recuerdos que Dino atesora de aquel primer tiempo viviendo en Buenos Aires, cuando se zambulló en el mundo de las orquestas típicas, junto a Alfredo Gobbi, Roberto Caló y Enrique Mario Francini, mientras pulía sus abordajes del folclore norteño. “La cruz del Sur” evoca el Martín Fierro, parámetro primero del criollismo. “Ecuyere” nos retrotrae al viejo número de circo que solía recorrer los pueblos del Norte y “Don Caye -Variaciones sobre obra de Cayetano Saluzzi” es una suerte de zamba ralentizada nacida de la herencia musical del padre. Estas son referencias íntimas, apenas sugeridas en la música. Por ejemplo, hacia el final de “Ecuyere” el diseño melódico evoca lejanamente el andar circular de los circos. No más que eso, en una de las piezas más hermosas de la cosecha reciente de Saluzzi.

El disco comienza con un homenaje. ¿Qué es lo que más te interesó de la obra de Giya Kancheli?

-El disco que anteriormente hicimos con Gidon Kremer y Andrey Pushkarev (Themes from songbook) es una muestra del talento de Giya Kancheli y su posición de ofrecer su obra sencilla y a la vez profunda que conmueve. Este extraordinario músico georgiano vivió una época en que su país tenía muchos conflictos. Sin embargo, se ve en su obra su increíble generosidad y honestidad. También se escucha la geografía en su música, algo fundamental para mí. La obra siempre tiene una geografía, representa parte de una cultura, tiene una identidad.

A propósito de la geografía de la música, en algunos de tus trabajos las referencias a tu infancia, tus primeros maestros y tu familia son fuertes. En El valle de la infancia eso está planteado desde el título del disco. ¿Crees que la música es un modo de volver imaginariamente al pasado?

--Mi historia está viva cuando recuerdo con el bandoneón. Modestamente, creo que el arte en general y la música en particular te hacen ser uno solo desde el principio hasta el final. Una persona no puede ignorar quién fue porque es lo que hace que sea quien es. Todo esto se expresa en la música cuando es una búsqueda auténtica. Uno siempre está presente en su pasado. El pasado es el que te forma. Tus amores, tu infancia son las cosas más lindas de la vida porque allí no hay maldad, al contrario, es para mí la época donde recibí valores de mis padres y eso queda grabado para siempre. Siempre somos eso y el arte, para mí, es un acto necesariamente ético.

Un disco solista total es, en cierto modo, un soliloquio. ¿Qué diferencias hay entre tocar con uno mismo o con otros?

--Es muy complejo. Se trata de la libertad a la hora de tocar. En ambas situaciones existe, pero cuando lo hacés solo podés tocar con giros que corresponden más a la libertad del rubato y de una expresión que no se repite sino que aparece una sola vez. En cambio, cuando uno toca con otros, debe crear un diálogo. Y si tuviera que tocar con una orquesta sinfónica la labor del director de interpretar la obra con tantos músicos sería más compleja y demandante aún. Cada vez que planteo un dúo o un trío, Manfred me sugiere con quién se puede establecer una mayor afinidad ya que hay un punto donde las personas encuentran una manera de comunicarse espontáneamente. Entonces se produce la música.

A menudo Saluzzi se enoja con la época, y especialmente con el olvido perpetrado contra aquellos músicos que edificaron la cultura musical argentina. Fundamenta su enojo: “Creo que la riqueza de un pueblo está en su pasado cultural. Se han olvidado de muchos grandes compositores argentinos que necesitan una segunda lectura, otra mirada para que la belleza que contienen sus obras pueda seguir viva y así respetar y valorar realmente lo que está creado con respeto y amor por lo que somos”. Por supuesto, Saluzzi, que siempre prefirió la música instrumental a la vocal, sabe que los reclamos verbales se desvanecen en el coro anónimo del quejido nacional. Qué siempre será mejor la elocuencia conmovedora de su bandoneón.