Durante meses, miles y miles de personas vieron impasibles cómo el infamemente célebre Stas Reshétnikov, aka Reeflay Panini, abusaba de su novia, Valentina Grigoríeva, de 26 años. Le daba bofetadas, le tiraba del cabello, la obligaba a comer basura o barro; en más de una ocasión la bañó en gas pimienta. Lo hacía en directo, en su canal de YouTube, mientras del otro lado de la cámara, tantísimos espectadores lo vitoreaban a viva voz, lo arengaban, le proponían más desafíos crueles a cambio de depositarle rublos. Entonces, días atrás, pasó lo que es de público conocimiento: durante un directo, el streamer de 30 años le espetó a la muchacha que olía mal y la encerró en el balcón de su casa, en pleno invierno, a gélidas temperaturas, apenas cubierta por ropa interior. Desoyó sus gritos desesperados mientras seguía transmitiendo, y solo horas más tarde la fue a buscar. Valentina estaba desvanecida, no se movía. La entró a rastras, la dejó en el suelo, hizo un amague de resucitación. Volvió a hablarle a su público. Tomó una chaqueta para abrigarse a sí mismo, mientras ella seguía semidesnuda, helada, en el piso. Al rato la depositó en el sillón. Llamó a los paramédicos. Cuando llegaron, confirmaron que estaba muerta. Solo cuando, tiempo más tarde, arribó la policía moscovita, Reeflay apagó la cámara.
Ahora está siendo investigado por homicidio, puesto en prisión preventiva. Aunque el análisis forense continúa, estudios preliminares determinaron que la joven asesinada sufrió traumatismo craneal, tenía contusiones múltiples y un hematoma subdural, consecuencia de cruentos golpes que Stas le propinó en el rostro, y también fueron emitidos por su canal. Reeflay, lejos de admitir lo que salta literalmente a la vista, dice ser inocente. Remacha que Grigoríeva era adicta a las drogas y al alcohol, que acaso el motivo de su fallecimiento haya sido una sobredosis. Mientras, los fieles seguidores del despiadado youtuber han empezado a recaudar fondos: quieren pagarle el abogado.
Nótese que, en Rusia, no hay una ley específica contra la violencia de género, y tres años atrás se ablandaron las penas contra la violencia doméstica (que padece 1 cada 3 mujeres, según estadísticas recientes, dicho sea de paso). Si un golpe no necesita hospitalización, no es delito; si el agresor no tiene antecedentes, apenas le cae una multa. Cualquier atisbo por legislar contra este problema extendidísimo, es zanjado por grupos ultraconservadores, que entienden que son asuntos privados, que defender los derechos de la mujer “amenaza a la familia y a los valores tradicionales”.
Lejos de ser una situación aislada, el caso Reeflay parece ser el corolario de una siniestra subcultura en ascenso en Rusia: el trash-streaming, según define la cadena rusa RT, que refería recientemente a la preocupante alza de transmisiones en directo donde misoginia y violencia son moneda corriente. De hecho, en su sitio de noticias, pormenorizaba los engranajes de un mecanismo nefasto: “los trash-streamers ganan dinero aceptando cash por los desafíos que van cumpliendo en línea. Los espectadores, a veces varios miles, les envían donaciones siempre y cuando completen sus instrucciones, que a menudo incluyen humillaciones a otros invitados en pantalla, o pedidos de que sexualicen a chicas jóvenes en cámara”. Un cóctel fatal de voyeurismo y sadismo, en resumidas cuentas, con inescrupulosos youtubers dispuestos a todo con tal de sumar más y más clicks, más y más billetes. Y con espectadores que no solo son cómplices: son perversos coprotagonistas.
Para ejemplo, Andréi Burim, aka Mellstroy, que comenzó a ganar tracción videobloguera tres años atrás, mostrando cómo persuadía a chicas que iba conociendo en el videochat ruso Chatroulette para que se quitaran la ropa, con la promesa de conseguirles likes y suscriptores para sus redes. En 2017 tuvo roces con la ley por filmar a menores de edad desnudándose, pero el asunto quedó en nada. A diferencia de lo que acaeció por esas mismas fechas con el vlogger Ruslan Sokolovsky: hay que ver ¡lo rápido! que actuaron las autoridades cuando Sokolovsky subió un clip jugando a Pokémon GO en una iglesia. Por cazar pikachus, diglets, hypnos o scythers en santificado sitio, le calzaron una condena -en suspenso- de tres años y medio, tras tres meses en la cárcel y otros cinco bajo arresto domiciliario. Prioridades en un país donde, como es harto sabido, se han ido vallando las infraestructuras digitales para vigilar y censurar contenidos. Qué tipo de contenidos encuentran peligrosos es lo que debiera replantearse con urgencia…
Volviendo a Mellstroy, el blondo recrudeció sus métodos al crecer su popularidad, y a fines del pasado octubre el asunto fue a más: con total impunidad, durante un vivo, tomó a Alena Efremova, de 21 años, de la nuca y golpeó su cabeza de lleno contra una mesa, reiteradas veces, causándole graves lesiones. De fondo, la fiesta en su lustroso piso seguía. Nadie se inmutó. Nadie intercedió. Ningún espectador le pidió que parara. Ahora deberá comparecer ante la justicia, mientras la chica llama a otras víctimas a dar testimonio y poner fin a la era Burim. Demasiado tarde la reprimenda de plataformas streaming, que cerraron sus cuentas tras el episodio.
Como señala la cadena RT, aunque estos sean los casos más notorios, distan de ser los únicos. Cita, sin más, cómo ciertos youtubers de Briansk suelen abusar de personas sin techo a cambio de comida: desde rociarlos en alcohol e infringir daño en sus partes pudendas, hasta obligarlos a embucharse gusanos o tripas de pescado crudo. Suplican las víctimas por ayuda, pero nada ocurre, y en la siguiente emisión, habemus más vejaciones, más torturas… Cita también el caso de videobloguero Gobsavr, que el pasado año noqueó a su madre con una botella de champán en un vivo, por plata. O el de Nikolay Belov que golpeó a su vieja a cambio de mil rublos. Por un pequeño monto, en su desesperación por sumar fama y billetes, accedió además a cubrir su propia nariz con excremento: “El video de las heces -subraya RT- tiene apenas 2300 visitas”.