Quisiera ser precisa sobre el día que acompañé a una de mis amigas a realizarse un aborto, cuando éramos adolescentes, 17 años creo, cancheras las dos, los uniformes como minifaldas, las miradas soberbias en un sentido de suficiencia y de belleza, escuela confesional ella, pública yo, los cigarrillos en esquinas compartidas por un mismo barrio, y novios “más grandes”, pibes de 19 o 20 tan a la deriva como nosotras y nuestros deseos.
Una mañana, La Tana me llamó por teléfono para decirme que debía contarme algo urgente, que nadie debía enterarse, salvo nuestros novios que a la vez eran amigos. Accedí asustada, pensé que le tiraron por la cabeza 24 amonestaciones, o peor, que la expulsaron por ratearse o por insultar a alguna monja. En fin, vasos de agua en los que solíamos ahogarnos a cada instante. Pero esta vez el horizonte apocalíptico se confirmó cuando me dijo casi temblando “Estoy embarazada”. Quisiera ser precisa sobre ese temblor que no se manifestó por la emoción de una nueva vida, sino por toda la que iba a quedar sepultada y que era tan incipiente y hermosa en los 17 años de mi amiga. Un temblor de pánico por lo que diría su madre separada, por las habladurías de los vecinos si llegaban a verla con panza, tan chiquita, qué barbaridad; porque la confesión de su embarazo sería la prueba de que era una piba deseante que gozaba y cogía con otros varones. Después del pasmo que duró segundos y pareció eterno, le pregunté en un plural que hoy me enternece, “¿Y qué vamos a hacer?”
-Abortar -respondió tajante.
Sé que estaba tan rota por dentro como yo impotente por no poder hacer nada más que acompañarla. Ni nuestros novios ni nosotras teníamos dinero como para pagar un aborto digno y seguro, además de que no conocíamos a nadie, no podíamos preguntarle a alguien cercano, y temíamos que nuestros ginecólogos nos delataran o denunciaran. Todo era horroroso y absurdo. Por primera vez sentimos que el amor, la calentura, la alegría podían convertirse en una masa informe y oscura, aunque en el fondo supiéramos que no era así, que los verdaderos garrones eran el embarazo no deseado y la certeza de orfandad.
Quisiera ser más precisa ahora, pero la negación y los años operaron lo suyo. Recuerdo que alguien, un conocido del novio, quizá la amiga de una amiga, una prima lejana que había pasado por esa situación, alguien, nos pasó el dato de un lugar en el conurbano donde practicaban abortos “y no era muy caro”. Hicimos una vaca, pedimos un turno y les mentimos a nuestras viejas con que nos íbamos temprano a pasar el día a la quinta de una compañera. Era invierno, pero les pareció normal porque decían que siempre nos rajábamos. Su madre utilizaba mucho ese término. Todo era rajarse, como huida y también como falla, desvío, la fisura de un jarrón, la grieta en el techo, la tensión liberada. Qué oportuna. Es preciso el recuerdo del cielo increíble esa mañana, del sol que lastimaba, las casas bajas, las veredas de cemento y no sé por qué tanto cablerío entre postes de luz. La “clínica” era una construcción de material a medio terminar con escaleras estrechas que llevaban a una gran sala con huecos por ventanas.
Nos sorprendió ver a tantas chicas esperando por lo mismo, las caras asustadas, tristes, dormidas, enojadas, ojerosas, desafiantes, apesadumbradas, nerviosas, que se sobresaltaban cada vez que una mujer grande, de pelo corto y ambo azul se asomaba por una puerta y llamaba por apellido. Sólo puedo decir, y quisiera ser precisa, que cuando llegó su turno, La Tana volvió a temblar como una hoja, y que una hora después salió tambaleante por la anestesia, mientras la mujer grande de pelo corto y ambo azul nos despachaba con apuro.
Esa semana y esos meses post aborto clandestino fueron raros. Cortamos con nuestros novios y nos convertimos en zombies que andábamos por ahí sin poder reírnos ni abrazarnos como antes. Al tiempo nos enteramos de que el cura del barrio y la catequista convencían de parir a otras chicas que quedaban embarazadas, para dar bebés en adopción a “familias bien” que no podían tener hijes. Era una locura, hablaban con madres y abuelas de preñadas, aparecían de improviso en las casas para hacer el seguimiento de la gestación y reforzar con palabrerío contenedor por las dudas que alguna intentara desistir. Una especie de ong de colocación de bebés sin papeles, un limbo que más de treinta años después sigue manejando gente que precisa de embarazos para sostener el engranaje monolítico de las adopciones y el tráfico de nacidos. El cura y la catequista les decían que el producto de esos embarazos obscenos, no importaba si de violaciones o de forros pinchados, haría felices a otras familias y traería alivio al cuerpo. Como un laxante.
Algo inquietantemente similar dijo hace unos días una representante de Cáritas, en las audiencias del debate por el aborto, cuando pidió que les enviaran a las mujeres que quieren abortar y son pobres. “Salimos a buscarlas y queremos acompañar a las que dudan”, aseguró sonriente. Sí, Tana, donde quiera que estés. Nos quieren seguir teniendo de rehenes.