Otra vez el agite por las calles que rodean el Congreso, las calles que le hicieron nido al edificio en el que hace dos años se resguardaron los senadores y senadoras que rechazaron la aprobación de una ley que estaba aprobada en la calle.

No hace falta indagar mucho en la memoria del cuerpo para reencontrarse con el calor del fuego que descongeló una a una las 26 horas de aquella vigilia en el 2018, la edificación de carpas en la calle tomada, los brebajes, los alimentos y el baile. Modelamos una vigilia que tuvo su hora mágica con la salida del sol, cuando el conteo nos dio una victoria pasajera, desde ese momento hasta este diciembre que carga con un año entre encierros y barbijos, la lucha por el derecho al aborto se expandió, porque no es solo el derecho a decidir, es el derecho al goce, a la autonomía de los cuerpos, a poder imaginar familias deseables, es cercar el poder de los fanatismos religiosos, es el hambre insaciable de inventar un mundo en el que podamos estar todes. Volvió el encuentro, el rancheo, mirarse de nuevo a través de los pañuelos verdes con quienes estuvieron a la distancia un año entero.

Es la vuelta al aquelarre callejero, las veredas del agite, las canciones, los gazebos. En su último coletazo, el 2020 da un respiro, se extienden las superficies braquiales de los feminismos en la calle, no había otro lugar para estar que no fuera en ese reencuentro de cuerpos que a distancias más, distancias menos, se pegotea en un temblor común, ya nada que impida que el derecho al aborto sea ley, puede sostenerse en pie.