Primero, conocí al ombú, después al pino. Mi abuelo era yesero y sabio. Me acompañaba al monte Venecia a cazar pajaritos, transportaba mis tramperas en un carro que acoplaba a su bicicleta. Si bien su discurso era contrario al hecho de andar enjaulando seres alados, sabía que podía sembrar valores, pero únicamente el paso del tiempo los haría germinar. "En la escuela todos aprendemos a leer, pero hay pocos que saben hacer de la lectura un hábito, es contraproducente obligar al placer de la lectura, lo mismo pasa con los consejos, no puedo imponerte mi forma de pensar, seguirías cazando de todas maneras a mis espaldas, un abuelo no juzga, acompaña",  me repetía en cada excursión. Me ayudaba a bajar los alambres desde el flete, después me dejaba solo con mis llamadores, redes y pega- pega. 

"A la sombra de este ombú descansó San Martín, este sitio es histórico, estamos en el medio del camino que usaron los granaderos, por aquí marcharon en pos de gloria, independencia, libertad. Si cazaban palomas lo hacían para comerlas en guiso", me dijo una madrugada, antes de ponerse a caminar entre los árboles del lugar. 

Para quien entendía la vida desde lo tangible y concreto, gloria era un cuaderno color naranja, independencia, un parque con zoológico incluido y Libertad, una compañera de grado que me hacía tartamudear cada vez que me miraba. Ella era distinta a todas, había nacido para dibujar, una tarde de lluvia, durante una hora libre, pintó en mi cuaderno un indio cabalgando sobre un potro sin monturas ni riendas, suspendidos en el aire, lo firmó y le puso nombre a su obra, “amigos del viento". 

Por un camino paralelo y asfaltado pisé el convento de San Lorenzo 150 años después que lo hicieran los soldados, integrando una excursión escolar. Visité un pino enrejado, un museo con sables, la sala adonde murió el capitán Bermúdez y la cama del padre de la patria. Recorrimos el campo de la gloria, imaginamos al enemigo avanzando a paso redoblado con su rojo pabellón desplegado, homenajeamos el arrojo de Cabral que salvó la libertad naciente de medio continente. 

Libertad preguntó por el cementerio de los caballos caídos en combate y cuántos indios habían muerto en la batalla. "La rara", como la llamaban en el curso, no hacía más que enamorarme con sus rarezas, o tal vez sólo era un espejo que reflejaba mi propia cara. Una paloma de yeso le regalé para un cumpleaños, antes de juntarla con los otros presentes, dibujó sobre su lomo dos alas con tempera negra. 

La primavera estalla en las plantas, aquél septiembre explotó también en mi cabeza, me cautivó un pájaro desconocido y bello que divisé cantando sobre un jacarandá, de plumaje rojo intenso, con tupido copete de igual color, un anillo blanco alrededor de sus ojos, tamaño pequeño, de alegres movimientos y un silbido suave y delicioso. 

Me sentí provocado por tanta belleza, el deseo de atraparlo se convirtió en obsesión. "El bicho que viste es un macho de una especie que le llaman brasita de fuego, rayito de sol o rojito. Tené cuidado, mirá que hay aves que no soportan el encierro, hay quienes dicen que es a causa de la alimentación, para mí se mueren de tristeza. Me gustaría verte a vos, que tanto te gusta el dulce de leche, encerrado en una jaula comiendo siempre papa hervida y tomando agua”, me explicó, con ironía, el anciano de pelo y manos blancas. 

Más allá de la descripción científica, yo veía otra cosa, un corazón latiendo en carne viva, saltando de rama en rama, tentándome a que lo raptara. Tuve la suerte, después de muchos intentos, de atrapar al cantor escarlata con mi cuadrado. Llegué corriendo a mi casa con el tesoro más preciado, era mi cautivo preferido, mi propiedad privada, su cuerpo y su canto me pertenecían, mi cuidado diario era una muestra clara de mi amor por él. 

Al tercer día lo encontré muerto sobre el sucio piso de la jaula. Mi impotencia se convirtió en llanto, desesperación e ira. Si es verdad que la memoria recuerda lo que todavía duele, aquella muerte fue mi dolor más grande, mi pérdida primera, un golpe a la ilusión, una injusticia. Abrí la celda de los demás presos, necesitaba ver la vida reflejada en libres vuelos. 

El viejo artesano supo calmarme con dulces palabras. "Entiendo lo que sentís, también soy un cazador arrepentido. Pero vos no viste lo que yo vi en el bosquecito, la hembra en su nido con tres huevitos, la vida siempre gana, nacerán nuevas brasas, nada ni nadie podrá detenerlos, los pájaros son el símbolo de la vida y la libertad". 

Cuando estoy triste no lijo mi cajita de música, tampoco escribo cartas ni salgo a ver la luna, sólo enciendo fogatas. Dejo flamear mis recuerdos junto a las llamas, cada chispa es un rayito de sol que vuelve a ser estrella. El viento aviva la hoguera, igual que el deseo, el misterio interior.

Observo la leña arder, su luz simula extinguirse, pero ante la menor brisa vuelve con la fuerza del fuego eterno, como la pasión que no se cansa, que una vida no le alcanza, que estuvo antes y estará después. Al remover las cenizas no resucito al ave fénix, en cada carbón que soplo revivo al rojito aquél que mató mi codicia. ¿Se podrá amar sin enjaular? ¿Habrá que hacerse amigo del viento para lograrlo o pintarse en el lomo alas de poesía? 

El fuego no responde, sólo arde sin preguntar. Quizá en la pira del tiempo se queme la ambición que asfixia, entre barrotes invisibles de celos, rutinas, familia, otros amores tan únicos y bellos como una brasita de fuego cantando en medio del monte de la libertad.

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