Sumergirse en la historia local del hip hop es dar con el nombre Juan Data. Desde los pioneros de los ’80 a sus hermanos menores, Sindicato Argentino del Hip Hop; desde las figuras del compilado seminal Nación Hip Hop (1997) hasta quienes lideraron el paso definitivo a la identidad en los primeros 2000 lo mencionan en sus relatos como prueba de verdad, ayuda memoria y hasta chivo expiatorio. Cuando los medios cubrían esta escena esporádica y distantemente, él con la revista que escribía, diagramaba, fotocopiaba y vendía en mano, Moshpit Posse, era el único fan del ámbito de las ciencias sociales –estudiante de ciencias de la comunicación– dedicado a aportar para que el rap hecho acá se desarrolle y alcance el nivel del resto de Sudamérica. Dos décadas más tarde, que coinciden con su autodenominado exilio en California y por ende el fin de su arenga, el sueño se cumplió por diferentes vías –tecnología, freestyle, feminismo, reggaetón, etc.–, y aunque la generación que apareció en las páginas de Moshpit Posse –a lo largo de doce números entre 1997 y el 2000— no protagoniza el momento, otra sería la historia sin los antecesores inmortalizados por el fanzine de Juan Data.
Ahora sus memorias se pusieron en valor en un libro de más de 400 páginas que editó Walden con el título La evolución de flow, una retrospectiva donde se pudo explayar sobre todas las cuestiones –históricas, identitarias, técnicas– ligadas al fenómeno argentino del hip hop, que a lo largo de los años le ha tocado comentar en artículos internacionales, y más recientemente por chat, a compatriotas iniciados en la investigación del terreno. Fue la oportunidad de actualizar, expandir y corregir contenidos del fanzine, y de narrar con perspectiva y vuelo literario a esos personajes tan ocultos como exorbitantes que fundaron la cultura local, con el entramado para llegar a ellos: el día a día material y psicológico de La Turma producciones, la marca bandera de sus proyectos vinculados. Pero, ante todo, es una escritura autobiográfica que sabe a liberación –le tomó 25 años asumirla y pocos meses concretarla–, donde se entiende quién era ese chico “estereotípico nerd de clase media porteña” que, gracias al motor de un amigo confiado, se animó a ocupar el lugar de periodista de la escena, y en esa audacia también omitió, malinterpretó y fogoneó lo innecesario, sin poder ver entonces el impacto que, con aciertos y errores, generaba su trabajo. “No puedo darme el lujo de distanciarme de esta historia”, escribe en el prefacio.
Además de haber estado en los momentos fundacionales de la cultura rapera local –desde Beastie Boys en Obras en 1995 a los primeros freestyles de Mustafá y Apolo en la cuenca del Ferrocarril Sarmiento–, o haber hecho aportes imborrables como el primer documental sobre la escena –El Juego (1999), primer largometraje de Ariel Winograd–, Juan Data llegó a introducirse en la mitología misma, al haber creado desde Moshpit Posse episodios esenciales de la historia --como el versus autogestión-Alejandro Almada, el productor de los compilados Nación Hip Hop--, hasta terminar nombrado, siendo el blanco entero, de una canción de Sindicato Argentino del Hip Hop. Fue llegando el fin de la carrera del grupo pionero de Morón: Data, que ya había cerrado la etapa del fanzine y vivía en Estados Unidos, tuvo una participación clave durante el recambio estético-generacional entre Sindicato y La Organización --luego Mustafá Yoda y Koxmoz--, o sea, en la evolución del flow argentino.
Moshpit Posse se vendía en recitales, Parque Rivadavia y algunos locales de discos y ropa. Fue el único contacto con la cultura de los fans de las provincias, y llegó a cubrir, dentro de lo posible, los semilleros de Capital, conurbano, Mar del Plata, Rosario, Mendoza y el exterior –una cobertura especial en San Pablo y entrevistas a raperos de habla hispana claves del momento, como Tiro de Gracia de Chile o los españoles 7 Notas 7 Colores–. La experiencia del fanzine guio el resto del curso de vida de Juan Data: por recomendación de un integrante de Control Machete, lo contrató como corresponsal una revista con base en California, y hasta hoy sigue vinculado a la industria, ahora como experto en metadata para la difusión y comercio de música digital.
La intensidad de aquella experiencia, revisitada desde la óptica de exiliado/inmigrante, con la cantidad de conocimiento acumulado –además es coleccionista y DJ–, hacen su mirada por demás atractiva. Con tanto material exclusivo latente, el anecdotario lleno –también probó ser MC y hacer graffiti: ese interés que excedía lo periodístico finalmente le daba la aceptación de los raperos–, la escritura es apasionada y multigénero: entremezcla crónica y ensayo, periodístico y personal, además de reponer entrevistas del fanzine. La distancia lo deja hacer un retrato singular de la Argentina musical de los ’90, y hablar despojadamente sobre el periodismo de la época y los rockeros que contribuyeron con sus estrofas rapeadas a fomentar la imagen bufonesca del género. Pero la principal crítica es personal, y a pesar de una sección especial mea culpa al final, desde el inicio está clara la intención de enmendarse, explicar los errores, –los malentendidos con el mítico Mike Dee, viejo remordimiento–: desde la “incontinencia hormonal” que no lo dejó ver el valor de Actitud María Marta, hasta subestimar el aporte de Súper-A, el primer rapero de cara tatuada, principal apuesta de Almada (teloneó a Marilyn Manson en 1997). Sin embargo, un reconocimiento principal ya lo había hecho al comienzo de todo –en el primer número de Moshpit Posse–, y es la piedra angular de su relato, su primera medalla: el lugar de Jazzy Mel como precursor legítimo del hip hop en Argentina. Data, contemporáneo de la Jacksonmanía, fan suyo en la preadolescencia, dice haberse convertido en periodista en 1997, cuando lo entrevistó a él. Ahora, con este libro, lo hace para toda una nueva generación de lectores: logra integrar su historia personal y laboral y se descubre como periodista musical de su país.