Me hicieron en estos días, y no una sola vez, esta pregunta: ¿podría convertirse Maradona en un santo popular? Hasta con un matiz añadido: ¿podría Maradona convertirse en un “santo pagano” a nivel mundial? Me lo preguntan porque escribí el libro Cuerpos resplandecientes: santos populares argentinos.
El 10 concitaba la emoción multitudinaria en los lugares más alejados del planeta, y en personas de todas las culturas y clases sociales. Además de la preexistencia de una “iglesia maradoniana” creada en Rosario pero expandida en diversos países y cuyos mandamientos y plegarias parodian el lenguaje religioso, los homenajes en forma de flores, mensajes, carteles y velas encendidas se multiplicaron después de su muerte en todas partes, dentro y fuera de la Argentina.
No obstante, la elevación de una persona, de manera perdurable y consistente, a la categoría de “santo” y más específicamente, de “santo popular”, es más que eso o es otra cosa y requiere, ante todo, de un contexto cultural determinado. No me fue fácil explicar un fenómeno como el del Gauchito Gil en universidades alemanas ajenas a la tradición católica. O hasta en países católicos, como España (y otros europeos), donde existe una fuerte secularización y donde el culto a los santos, si bien tiene un impacto popular e incluso folklórico, se ciñe a las figuras canonizadas por la Iglesia oficial.
Latinoamérica, con sus sociedades más anárquicas y pobres, con masas marginalizadas, ha sido un espacio particularmente fértil para el desarrollo de estas devociones que nacen y se mantienen por fuera de la Iglesia institucional y de su regulación. No por eso sería justo considerarlas como cultos “paganos”. Aunque el origen de los santos pueda remitirse a los dioses del paganismo (Rubén Dri), los siglos de cristianización católica crearon una estructura suficientemente sólida como para que sus devotos los inserten en ese marco con naturalidad y los agreguen al santoral que les proporciona la religión ya establecida, en cuanto a los elementos litúrgicos, verbales, imaginativos, sin por eso someterlos a las verificaciones que la Iglesia exigiría.
Cuando se menciona a Maradona como potencial “santo” la indignación eriza muchas voces. ¿Cómo es posible que un individuo semejante, caracterizado tanto por su genialidad deportiva como por sus deficiencias en otros órdenes, sea susceptible de veneración? ¿Qué hay para exaltar o imitar, aparte de su talento profesional, en un hombre que desconoció a parte de sus propios hijos, que fue acusado de violencia de género, que se entregó a los excesos y las adicciones?
Paradójicamente, es la combinación de todos estos rasgos lo que hace de Maradona un candidato casi ideal para la santificación espontánea. Ante todo, al santo o santa popular no se le exige excelencia moral. Puede ser un notorio pecador, incluso un delincuente para la Ley (los “bandidos rurales” del siglo XIX, como el Gauchito Gil o Santos Guayama son casos emblemáticos). Pero hay en estas figuras algo que lo compensa: por un lado, muestran la plenitud humana (en el sentido de totalidad claroscura, que comprende lo bueno y lo malo) y no solo sus mejores aspectos, como los santos oficiales.
Alguna vez el artista Dany Barreto, autor de “Gauchito Gil” entre otras obras sobre los santos populares, me confió una anécdota por demás ilustrativa: un devoto, enamorado de su cuñada, le había escrito al Gauchito una carta sobre esa situación que lo atormentaba, pidiéndole ayuda: “A Dios no me animo a contárselo, pero a vos sí, porque sé que me vas a entender”. Fiestero y bailarín, cuatrero y enamorado, el imperfecto paisano del Payubre estaba tan próximo como para poder hablarle al oído.
Dice el refrán que “en el pecado está la penitencia”; las transgresiones de los santos y santas ungidos por el pueblo se balancean generalmente con una muerte prematura o trágica y/o altas dosis de sufrimiento redentor. Estrellas del espectáculo como Gilda o Rodrigo “purgaron” sus vinculaciones con el mundo de la noche (muy polémicas sobre todo en el último caso), al perder la vida en accidentes que se los llevaron en la cima del éxito y en plena juventud.
No puede decirse lo mismo de Maradona, retirado como jugador, que falleció ya en los inicios de su sexta década. Pero litros de tinta, impresa y virtual, han puesto de relieve sus sufrimientos físicos y psicológicos, sus viajes al infierno de la droga, sus rehabilitaciones y retornos, la lucha contra la obesidad. La palabra “calvario”, que refiere a la Pasión de Cristo, se repite una y otra vez en las notas periodísticas con foco en el Maradona padeciente, no menos importante, no menos significativo que el futbolista extraordinario. Quién no recuerda hoy el film La Giovinezza (2015), de Paolo Sorrentino. En el revés de la gloria, un Maradona increíblemente obeso (pero aún capaz de admirables gambitos) aparece allí, en un balneario de lujo, junto con otros astros en decadencia. Cada uno se sobrevive como puede, ninguno volverá al cenit que conoció en su juventud perdida. Entre nosotros, el itinerario de Maradona, con sus picos y sus abismos, exacerba sus aspectos más dramáticos hasta identificarse con la Argentina misma, como supo escribirlo lúcidamente Silvia Bleichmar: “Lo amamos en el éxito y nos enternece en la derrota, porque él es una parte de nosotros. Amamos lo que Diego tiene de reparador y, a su vez, lo que tiene de inacabado".
Su profunda representatividad popular es otro de los motivos por los cuales “el Diego” podría acceder a esa santidad por fuera de la perfección y la corrección. Los santos no canónicos surgen de las clases bajas, o bien, si provienen de otros estratos (como Pancho Sierra o la Madre María) dedican su tiempo vital a la asistencia y el servicio a los demás. La épica maradoniana no es solo una cuestión futbolística. Tiene que ver, primero, con una historia conmovedora de superación personal que lo lleva desde Villa Fiorito al centro de la visibilidad mundial. En ese centro, no abandona a su familia de origen. Se ocupa amorosamente de sus padres, don Diego y doña Tota, representa a la villa, no abjura de sus orígenes humildes, conserva sus marcas en el estilo y en el habla, no le teme a la desmesura ni al ridículo, no incorpora los prejuicios de otros sobre él o sobre su clase.
Y termina representándonos a todos. Porque la Argentina potencia, mal que nos pese, no existe. Maradona goleando a los ingleses en el Mundial de México es David venciendo a Goliat. Milagroso por izquierda (la clandestina “mano de Dios”) y por derecha, en su segundo gol (el “gol del siglo”), tan impecable como prodigioso.
Ahora solo falta que Maradona haga otros milagros en la vida de sus fieles. O que estos se los atribuyan.