La simultaneidad de un grupo de acontecimientos no establece por sí misma un nexo que los vincule. Sin embargo, la sincronía de un número acotado de sucesos puede favorecer el hallazgo o la construcción de un hilván que visibilice un núcleo social problemático. Cual costura provisoria, la unidad de los fragmentos tiene cierta fragilidad y, sobre todo, enlaza segmentos que desbordan la eventual y restringida concordancia.
Un motivo adicional, que justifica el enlace de retazos que tienen mucho de disímil entre sí, consiste en ofrecer cierta resistencia a la incultura del zapping, procediendo a través de la reflexión detenida sobre lo que, de lo contrario, solo se ofrece como aceleración abrumadora.
Al mismo tiempo que nos reintroducimos en el debate sobre la ley de interrupción voluntaria del embarazo, nos sumergimos en el inquietante documental sobre el asesinato de María Marta García Belsunce. En paralelo, sin pausa discutimos sobre el proyecto de aporte solidario, mientras tuvimos que ser testigos de las lamentables proposiciones de la ministra de Educación de la Ciudad de Buenos Aires, Soledad Acuña.
La mencionada serie de eventos pone en evidencia de manera dispar la centralidad, y quizá la urgencia, de pensar la ley. No me refiero a las particularidades de alguna ley, sino a cómo concebimos un sistema legal, qué expectativas nos creamos sobre él, cuál es su alcance y, muy seriamente, cuáles son sus limitaciones.
¿Por qué nuestra tetralogía incluyó las declaraciones de Acuña? Sin duda, no fue solo por la coincidencia cronológica. La ministra afirmó basarse en datos objetivos cuando sostuvo que quienes eligen la carrera docente son cada vez más viejos, más pobres, fracasaron en proyectos previos y son de izquierda. También propuso (o pidió) que los padres de los alumnos denuncien a los docentes que, según ella, adoctrinan durante las clases. Pese a que sus breves palabras configuran un breve manual de desaciertos, prejuicios y estigmatizaciones, concedamos solo por un instante que describen una realidad parcialmente objetiva. Lo que no hallamos en su inventario de descalificaciones es una sencilla pregunta: “¿por qué?” Por ejemplo, ¿por qué los docentes pertenecerían, cada vez más, a sectores más bajos de la escala económica? Si es así y en qué medida constituiría un problema ya forman parte de otra serie de interrogantes, pero en un diálogo imaginario con Acuña podríamos preguntarle si ella sabe el porqué de esa situación. ¿Los salarios docentes que paga el Gobierno de la Ciudad a qué categoría socioeconómica pertenecen? ¿En qué medida la gestión del PRO, que gobierna la CABA hace casi 15 años, fue desfinanciando el sistema educativo?
Es decir, si pretendemos creer que las palabras describen la realidad y no le damos cabida a la pregunta por los nexos, no solo caemos presa de una ilusión de objetividad sin fisuras sino que, además, estaremos cancelando la tarea más significativa: pensar.
Y ahora nos acercamos algo más al problema de la ley. ¿Cree de verdad la ministra que solicitar a los padres que “denuncien” a los docentes resolvería algún problema? Dado que no hay delito alguno en lo que presuntamente hacen los docentes, las denuncias requeridas solo tenderán a alimentar un ruido infértil, escándalos televisivos y enredos burocráticos para injuriar a los docentes. Asimismo, se promueve una fractura al interior de la comunidad educativa pues se busca todo lo opuesto a la reflexión y la pacificación. En suma, el discurso de Acuña expone la ausencia de toda interrogación sobre los hechos al tiempo que estimula prácticas persecutorias.
Son varias las razones que explican el éxito del documental Carmel, pero si algo nos debiera enseñar es que para la Justicia, para los medios y para la sociedad, tener sospechas es solo tener preguntas. Dicho de otro modo, lo que podemos aprender es qué rápido necesitamos construir una convicción y con qué urgencia suponemos saber qué pasó. Y qué grave es cuando se trata, especialmente, de la justicia penal. El objetivo de esta última, ciertamente, es investigar un hecho, saber qué ocurrió, quién fue (el asesino, por ejemplo) y por qué; es decir, tiene una clara función en lo que respecta a la administración de las penas. Sin embargo, le disguste a quien le disguste, también es su tarea probar los hechos o, mejor dicho, las hipótesis y, eventualmente, si no se logra, también es justicia no enviar a nadie a la cárcel cuando solo hay sospechas.
Si reunimos los dos puntos tratados hasta aquí concluimos: para una parte de la sociedad tener sospechas es idéntico a tener certezas y la delación y las denuncias es la práctica social que entronizan. Entonces, se impone admitir que la ley no puede replicar tales posiciones.
Solo una mirada empobrecedora puede ver que la esencia del fuero penal es su capacidad para castigar. Y nótese que dijimos empobrecedora y no errada, pues, sin duda, el castigo es solo una parte de su operatoria. Su valor social no puede ni debe agotarse allí pues lo adquiere, por sobre todas las cosas, a partir de su función en la inhibición del sadismo vengativo.
Así como Acuña supone ver fracasos en la trayectoria vocacional de los docentes, la misma figura utilizó Nicolás Massot durante el debate de 2018 por la legalización del aborto: “el aborto es un fracaso, y a los fracasos se los combate, no se los legaliza”, afirmó con certeza y sin pudor.
Sin entrar en consideraciones sobre las posturas ideológicas que solía ostentar Massot, su frase merece alguna reflexión. En efecto, si bien es más que discutible caracterizar a un aborto como un fracaso, podemos llamar la atención sobre un aspecto adicional: ¿Cuál sería el problema de legalizar un fracaso? O más aun, ¿por qué sería tan abominable la figura de un fracaso? Asistimos aquí a una expresión más de la llamada cultura del éxito, cultura que no solo jerarquiza una postura triunfalista y banal sino que encubre los diversos tipos de desvalimiento humano así como también desestima una serie de valores genuinos y que nunca pueden reducirse al mencionado éxito.
Un Estado que penaliza el aborto está criminalizando a miles de mujeres, está pensando a la sociedad en términos de delitos, de sujetos que se distinguen entre sí solo por la comisión o no de un delito. Cuanto menos interviene el derecho penal para regir una sociedad, mayor pacificación habrá en ella, o bien, cuanto más se piensen los vínculos desde el punto de vista de la ternura y de la capacidad de cada quien para decidir, menor empuje recibirán nuestras mociones hostiles.
Despenalizar el aborto es legalizar (amparar) el dolor, ya que dicha ley representará la mencionada decepción para muchos, mientras que para otros tantos será la posibilidad de atravesar sin clandestinidad una dolorosa experiencia.
Nunca un sistema legal debe ser absoluto u omnipotente en la resolución de los conflictos y, por ello mismo, difícilmente pueda representarnos a todos. Ninguna sociedad es homogénea, ni siquiera pequeños agrupamientos o instituciones lo son. Por el contrario, la diversidad de deseos, de principios, de tradiciones, de expectativas, etc., es la característica propia del conjunto social y por tal motivo no es esperable que una ley pueda representarnos a todos por igual. Ni la prohibición del aborto ni su legalización podrán ser representativas de todos, pese a lo cual es posible marcar una diferencia entre una y otra situación. Si no se despenaliza el aborto, se impone un todos homogéneo, a costa de una de las partes. En cambio, si se legaliza la interrupción voluntaria del embarazo, se procede a la construcción de un todos heterogéneo. En este último, caso, pues, la ley tampoco representará a todos, no obstante sí le da cabida al todos, en tanto, como se dijo ad infinitum, nadie queda obligado a abortar. La prohibición del aborto, por tanto, se erige como una ley absoluta, mientras que su legalización pone de manifiesto con mayor claridad la inevitable insuficiencia de todo código normativo.
Resta considerar la ley de aporte solidario y en esto seremos sintéticos. Sospechar que en Argentina “está en riesgo la propiedad privada” es un aserto que tiene tanta validez como decir que si la municipalidad apaga un semáforo para arreglarlo es porque el intendente está en contra del ordenamiento del tránsito. El problema es otro, ¿es la propiedad privada una ley máxima, la esencia de la Constitución? Respondemos: no, no debe serlo.
Psicoanálisis de las leyes
La reflexión freudiana sobre las leyes exige preguntarnos en qué medida los diversos códigos normativos (civil, penal, etc.) efectivamente respetan y tienen en cuenta las legalidades psíquicas, sobre todo las que nos prohíben abusar del poder sobre el otro, imponer afectos sobre ese otro, perturbar su pensamiento o intrusar su organismo.
Una enumeración no exhaustiva nos permite sintetizar ocho hipótesis de Freud sobre la naturaleza, función y alcance de las leyes: 1) Las leyes que regulan nuestros vínculos son por esencia siempre insuficientes, aunque el problema surge de la tendencia humana a negar dicha insuficiencia; 2) Una cultura que no satisface las necesidades de sus miembros no podrá ni tendrá derecho a permanecer indemne frente a ello; 3) Los canales representativos, institucionales (por ejemplo, el Congreso) deben responder al empuje y las demandas de diversos colectivos; 4) El poder, el éxito y la riqueza no solo son falsos raseros, sino que requieren ser acotados y regulados ya que no configuran ideales sociales sino aspiraciones a la satisfacción irrestricta; 5) Una de las condiciones del progreso cultural es que el derecho deje de ser expresión de la voluntad de una minoría, casta o clase; 6) El derecho es el poder de una comunidad compuesta de muchos débiles y de potencia desigual; 7) Los motores de la cultura son Eros y Ananké, es decir, el amor y la necesidad; 8) La justicia social es sobre todo una exigencia de autodenegación, pues la renuncia pulsional hace de sostén para que la ternura no se degrade hacia la envidia.
¿Qué consecuencias derivan de las hipótesis freudianas?
Los tres poderes del Estado reúnen dos funciones, y el sistema legal que aquí nos ocupa debe ser una expresión de ambas: las metas de las normas establecidas son la protección de los ciudadanos y la prohibición de un conjunto de actos. Ambas expectativas pueden traducirse a un único término, amparo. Podemos formularlo de otro modo: es menester que todos estemos incluidos (protegidos) y que todos respetemos la ley (prohibiciones). Sin embargo, se crea una paradoja cuando la mentada obligación (prohibición) se impone para con quienes no se cumple la primera condición (protección). He ahí un grave problema social que, más allá de lo que moralmente nos parezca bueno o malo, no se resolverá con la válida aunque simplificada sentencia que reza “hay que respetar la ley”. Es similar a la contradicción que se desarrolla cuando deseamos cumplir con la exigencia de ganar nuestro sustento pero el mercado laboral ostenta inaceptables guarismos de desocupación.
Por eso, en el punto 3) indicamos que los procesos instituidos deben recepcionar las demandas sociales, que son instituyentes. Es decir, la realidad se impone con anterioridad a su legislación, anticipa una ley que solo se construirá tardíamente: “dada la lentitud de las personas que guían la sociedad no suele quedar otro remedio para corregir esas leyes inadecuadas que el de infringirlas a sabiendas” (Freud). No se crea que Freud hacía apología del delito, sino que advertía que ciertas infracciones constituyen más un empujón para el cambio legislativo que un propósito transgresor.
Asimismo, el reverso oculto de la simplificación mencionada es un sistema que, aunque legal, no deja de reproducir la ley del más fuerte, en cuyo caso, y pese a formar parte de la letra escrita, no alimenta el sendero civilizatorio. Resulta notable que quienes desmienten la realidad y el drama de los excluidos, a los que pretenden aplicarle la misma vara que a los bien alimentados, sean sujetos que no cesan en su pretensión de ser considerados, como decía Freud, excepciones: personas que no consienten en renunciar a una satisfacción irrestricta y pretenden justificar tal pretensión de privilegios.
Es precisamente contra la violencia del poderoso que, sostuvo Freud, surgió el derecho, como poder de la comunidad. Si como planteó Freud, aquella comunidad está compuesta de muchos débiles y de potencia desigual, no es indiferente señalar que el derecho establecido debe expresar tal debilidad y desigualdad. Un rápido ejemplo es el principio que rige en materia de derecho del trabajo: in dubio pro operario.
Hay cierto consenso si planteamos que el sujeto debe sentirse identificado con el sistema legal, aunque los acuerdos menguan si debatimos el sentido profundo de esa premisa o los caminos para lograr que suceda tal identificación. La perspectiva freudiana nos orienta: más que preguntarnos por el origen de la violencia, debemos reflexionar sobre cómo construir algo diverso de ella, lo cual implica prestar atención a los dos motores de la cultura, el amor y la necesidad, esto es, cuánto se resuelve el hambre y cuánto se incita la ternura. Quizá reste aún un estudio más profundo sobre los deletéreos efectos que tiene en una comunidad que un sector minoritario no ceda en sus tentativas de despertar la envidia en el conjunto más amplio.
Conclusiones
Si pretendemos que la realidad y/o las leyes sean una réplica de nuestros deseos, la inevitable diferencia será percibida como una amenaza que buscaremos desconocer. A la inversa, resulta más fecundo desarrollar preguntas como sostén de la angustia y advertir en qué puntos se detiene el proceso de profundización interrogativa. Maldavsky jerarquizaba, en ese sentido, el arte del descompletamiento. Para ello, resulta prioritario sustraerse de la ilusión de que a cada cosa le corresponde un nombre y a cada nombre una cosa, y solo si se quiebra la ilusión de omnipotencia nominativa, de que todo es designable, se abre el camino para dicho descompletamiento. Se trata, pues, de generar una ventana donde antes había un espejo, y con ella se abren la dimensión interrogativa, la profundidad y la temporalidad.
La ética, precisamente, nos exige reflexionar sobre el esfuerzo singular y colectivo para tramitar la pulsión de muerte o, lo que es lo mismo, sobre las modalidades que ponen en evidencia el vínculo con lo diferente, con lo ajeno. Que acordemos en la necesidad de asumir los imperativos de la ley no debe impedir que, al mismo tiempo, admitamos la pérdida de la ilusión de que el ideal es consumable en una unidad sin resquicios.
Sebastián Plut es doctor en Psicología. Psicoanalista. Director de la Diplomatura en el Algoritmo David Liberman (UAI). Autor del libro Pandemia, retórica neoliberal y opinión pública (Ed. Ricardo Vergara).