Después de la refulgente primera victoria del seleccionado nacional de rugby, Los Pumas, ante los All Blacks el mes pasado, la elite del rugby argentino se ha herido como quizá nunca antes. El desdoro es tal que el legendario exjugador Hugo Porta escribió recientemente que “todo esto que ha pasado (…) nos tiene que servir de ahora en más para plantearnos, de un modo profundo y amplio, qué queremos de nuestro rugby. Adónde queremos ir y cómo”. Se refería al apocado homenaje de Los Pumas por el fallecimiento de Diego Maradona en el partido subsiguiente con los All Blacks, a los viejos tuis xenófobos, racistas y misóginos de varios jugadores de Los Pumas, a los variados dislates de la dirigencia de la Unión Argentina de Rugby (UAR) en el manejo de estas cuestiones y a la amplia desaprobación social.
Imaginar un nuevo horizonte para el rugby argentino implica profundizar, como apunta el historiador Andrés H. Reggiani, el proceso “de revisión de su lugar en la historia y la sociedad” en el que “desde hace unos años el rugby –o una parte de este– se ha embarcado”. Es decir, para determinar sensatamente dónde ir, es conveniente saber de dónde se viene. El abordaje debe ser necesariamente crítico, caso contrario se (re)producen perspectivas sesgadas, miopes o solamente celebratorias y se eluden genealogías problemáticas que, en algunos casos, perduran hasta el presente. El caso de Jaguares, la franquicia de la UAR que participa en el Super Rugby –torneo del que forman parte equipos de Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica y uno de Japón– y que tiene estrecha relación con Los Pumas, es instructivo.
La versión original de Jaguares, equipo también conocido como Sudamérica XV, se creó en 1980 para realizar una gira por Sudáfrica que eludiera el boicot internacional deportivo a ese país en repudio al sistema de segregación racial denominado apartheid. Ya desde 1968 las Naciones Unidas promovían ese boicot. Jaguares estaba conformado principalmente por jugadores de Los Pumas, más un puñado de jugadores de Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay. Los jugadores habían sido invitados individualmente y, oficialmente, no representaban a la UAR. De todos modos, el presidente de la UAR y otros directivos acompañaron la gira.
Dos años después, Jaguares realizó otra gira por la Sudáfrica del apartheid, la más recordada, por la victoria ante el seleccionado local, los Springboks, el día después del desembarco argentino en las Islas Malvinas. Mientras al menos uno de sus directivos fue “invitado especialmente por la Unión de Rugby de ese país con motivo de la serie internacional disputada”, la UAR le recordaba a las entidades afiliadas la “vigencia … de las resoluciones de las Naciones Unidas que vedan el intercambio deportivo con Sudáfrica”. Años después, Rodolfo O’Reilly, el entrenador del equipo, admitiría que “los muchachos de otros países sabían que eran una pantalla, y si bien jugaron partidos en la gira, en los test jugaban Los Pumas”. A su regreso, la UAR organizó reuniones en las que se exhibían las filmaciones de los partidos de Los Pumas enmascarados como Jaguares. Del apartheid o de la violación al boicot no se hablaba.
En 1984, Jaguares retornó a la Sudáfrica del apartheid, violando una vez más el boicot. La UAR, presionada por la cancillería del presidente Raúl Alfonsín, que enfatizó la adhesión argentina a la Declaración Internacional contra el Apartheid en los Deportes, recomendó a los jugadores declinar la invitación sudafricana. Éstos desoyeron la recomendación, pero la UAR los autorizó a realizar la gira, aunque les sugirió que “se abstengan del uso de distintivos o simbología que los identifiquen con nuestro país.” Por su parte, la UAR resolvió rechazar la invitación para que su presidente acompañase al equipo en la gira. Para la incipiente democracia argentina, esa presencia hubiera sido aún más indecorosa.
La de 1984 fue la última gira de Jaguares. Una vez finalizado el apartheid en Sudáfrica a comienzos de los años noventa, Los Pumas pudieron competir allí sin máscara alguna. De todos modos, Jaguares se rearmó ocasionalmente en esta década hasta que en 2015 la franquicia de la UAR que participa en el Super Rugby fue bautizada con ese nombre. ¿Habrá considerado la UAR que bautizar a ese equipo como Jaguares remitía a una serie de giras que desconocieron el boicot a un sistema de segregación racial que las Naciones Unidas consideraba un crimen contra la humanidad y una amenaza a la paz y a la seguridad internacional, y que debilitaron los esfuerzos por aislar al gobierno sudafricano? ¿Habrá considerado la UAR que al hacerlo encomiaba el accionar de Jaguares en los años ochenta y su colaboración con los jugadores?
Nada indica que así haya sido. No sorprende que, en el libro de su centenario, la UAR haya señalado que “por razones basadas en su política de segregación racial, estaban prohibidos los contactos deportivos con Sudáfrica, que necesitaba y anhelaba mantener confrontaciones internacionales para sus Springboks. Mejor no podían ser nuestras relaciones rugbísticas, alejadas de la política”. Parece que para la UAR, esa necesidad y ese anhelo eran más importante que los derechos de las mayorías sudafricanas oprimidas. Seguir pensando que el rugby está alejado de la política, en su sentido más amplio, impide el tipo de reflexión que exige Porta, que incluye a los mentados valores en los que supuestamente se basa.
Si el rugby ha de repensarse “de un modo profundo y amplio”, que excede los aspectos técnicos y tácticos del juego, la UAR, debería examinar y asumir su controvertido pasado. Y, desde allí, imaginar y desarrollar estructuras democráticas, justas e inclusivas, así como prácticas que formen directivas/os y jugadoras/es respetuosos de la dignidad de todas las personas y, como reza la Carta Olímpica, de los “principios éticos fundamentales universales”. Caso contrario, los sectores más rancios del rugby seguirán prevaleciendo por sobre los que pugnan por una revisión que los ancle firmemente en estos valores.
* Doctor en filosofía e historia del deporte. Docente en la Universidad del Estado de Nueva York (Brockport).