El 21 de septiembre de 1983 cientos de siluetas de papel de tamaño natural fueron pegadas en la zona cercana a la Plaza de Mayo. La forma vacía de un cuerpo que buscaba significar la presencia de la ausencia. La iniciativa había surgido de un grupo de artistas plásticos compuesto por Rodolfo Aguerreberry, Julio Flores y Guillermo Kexel. Algunas siluetas fueron producidas de antemano, muchas se hicieron mientras las Madres, Abuelas, Familiares de Desaparecidos y otras agrupaciones de derechos humanos hacían su III Marcha de la Resistencia: 24 horas alrededor de la Pirámide y luego movilización hacia el Congreso . El hecho se conoció como “Siluetazo”. Ana Longoni y Gustavo Bruzzone definieron ese acontecimiento en un artículo el como “la más recordada de las prácticas artístico políticas que proporcionaron una potente visualidad en el espacio público a las reivindicaciones del movimiento de derechos humanos en los primeros años de la década del 80”.
El 21 de septiembre de 1983 la SIDE había mandado al menos a un agente a la Plaza. En su informe destacó: “Los organizadores de la marcha decidieron para esta ocasión instalar en la Plaza misma y en sus inmediaciones siluetas humanas de tamaño natural sobre las que se habían inscripto los nombres de las personas denunciadas como desaparecidas para señalar su presencia y proporcionar un marco psicológico más impactante a la manifestación. Para ello contaron con la decisiva colaboración de sectores juveniles de izquierda”.
En el documento que elaboró luego, el espía hace una lista de agrupaciones y dirigentes políticos, sociales y gremiales “detectados” en la movilización, estima la concurrencia en un rango amplio de entre 800 y 5700 personas y detalla las consignas que escuchó: “Ya van a ver, van a tener que aparecer”, “Ahora resulta indispensable aparición con vida y castigo a los culpables”, “con vida los llevamos, con vida los queremos”, “milico muy mal parido, que es lo que hiciste con los desaparecidos, la deuda externa, la corrupción, son la peor mierda que tuvo la nación” o “Madres de la Plaza, el pueblo las abraza”.
Su análisis, de todos modos, no fue muy sagaz. O al menos fue desmentido a través de los años. El agente concluyó que la cercanía de las elecciones había “reducido el asunto de los derechos humanos al círculo cerrado de los familiares de los militantes subversivos denunciados como desaparecidos” y que los esfuerzos que estas agrupaciones de solidaridad estaban agotados. “Los intentos por lograr desprestigio para el poder militar ya no pueden superarse, habiendo alcanzado el punto de equilibrio a partir del cual la situación tenderá a lograr una equidistancia”. Tal vez haya vivido para comprobar el apoyo popular al movimiento de derechos humanos. Hubo períodos de mayor y menor convocatoria, es cierto. Pero en estos cuarenta años, la sociedad se movilizó masivamente para pedir justicia, luego para rechazar la impunidad de los indultos y recientemente para impedir que un fallo de la Corte Suprema permitiera la salida masiva de represores que finalmente fueron juzgados.
Es posible, eso sí, que aquel agente supiera sobre los “denunciados como desaparecidos”, como los llamaba, más de lo que volcaba en estos documentos. “La maniobra de solidaridad en la actual coyuntura aparece como desgastada y superada por la dinámica política, por los cambiantes intereses poblacionales y por la ceguera de aferrase a un argumento: “la aparición con vida de los desaparecidos” que lleva en su misma esencia la condena al fracaso”, escribió.