“¿Por qué Agustín no filma?” Esa pregunta, inevitable en cada entrevista conjunta a los miembros de El Pampero Cine, acabó por convertirse en una especie de piedra angular de nuestras convicciones. Poco a poco, la irritación que nos provocaba a todos dejó lugar a una suerte de respuesta que, con el tiempo, se fue convirtiendo en un manifiesto. Su formulación, nunca explícita, podría parecerse a esto: “Agustín sí filma. La mayor parte de los planos de nuestros films está hecha por él, y en los pocos que no, se pone en práctica un estilo de iluminación y de comportamiento con la cámara que el inventó. Su resistencia a tomar en sus manos la dirección de alguno de nuestros films no lo hace menos responsable de ellos. No es un técnico: es un cineasta. No es menos creador de las películas que filma que quienes escribimos los guiones o llevamos adelante la dirección”.
Para todos nosotros, criados en la tradición del cine de autor, esa idea comportaba, desde luego, un problema. La frase de Whitman (“Esto no es un libro. Quien lo toca, toca un hombre"), cuya aplicación al cinematógrafo sobrevoló desde siempre nuestra manera de pensar los films, encontraba en el lugar de Agustín una pequeña contradicción. No era cierta para esos films: no era un hombre lo que se tocaba, o no era sólo un hombre. Era un grupo, y la presencia de un autor que no firmaba las obras ponía de relieve esa anomalía. Entonces, ¿el cine de autor no existía? ¿No era cine de autor lo que hacíamos? Agustín, por su parte, daba ante esas inquisiciones una respuesta original, propia del modo cansino que caracteriza a todos los Mendilaharzu. Según él, su reticencia a dirigir cine obedecía a un rechazo a la obligación de tomar decisiones definitivas. El teatro, en cambio, le ofrecía, al menos como ilusión, la posibilidad de revisar sus decisiones, de seguir cambiando cosas cada semana, y por eso podía dirigir teatro. Cine, no.
Efectivamente, la tarea del director cinematográfico consiste en esencia en optar por A en contra de B, o –eventualmente– reclamar la pronta aparición de C. La persona de vestuario vendrá hacia nosotros con dos pares de zapatos. Sin titubear, deberemos elegir uno. Esa discriminación está en la esencia de nuestro oficio. Para Agustín, en cambio, era una tortura. Los dos pares de zapatos le gustaban. A la hora de elegir qué toma usar en el montaje, sufría por no poder usar más de una: en todas veía elementos de maravilla. Cada una de ellas era un individuo único, no el miembro de una especie compitiendo darwinianamente por su supervivencia. Así que acabamos por aceptar esa particularidad: nuestro compañero no dirigiría nunca.
Llegó entonces la cuarentena. Llegó también –con no menos contundencia– Cony Feldman. Cuando ya nos habíamos acostumbrado a esa cosmovisión antes enunciada (tres dirigen, uno no: muy sofisticado; inclusivo, casi) surgió un objeto nuevo. Algo que no se parecía a nada; una nueva visión del mundo. Estaba Cony, claro (y ninguno de nosotros la había visto así nunca, esa belleza en eterna disonancia, escurridiza e impenetrable, como si protestara), pero también estaba Agustín. Estaba de otra forma que en los films precedentes: estaba de un modo manifiesto y caprichoso, desenfadado, expansivo. Estaba su desmesurado amor por los objetos y las miniaturas, su secreta identidad románica (como si fuese una versión actual de los Maeses de San Clemente del Taüll o de Hix), su infinita, exasperante paciencia, su eterna preferencia por Truffaut ante Godard, su orgulloso y sutil linaje cómico.
En otras palabras: una obra de autor. Cine de autor. Ahí recordamos el rostro disconforme de los periodistas e interlocutores al escuchar nuestra respuesta ante su pregunta.
“¿Por qué Agustín no filma?”
Y nosotros respondíamos.
“Agustín sí filma”.
Y ellos no nos creían.
Ya no importa quién tenía razón.
Ahora no hay dudas. Ahora filmó.
Aquí tienen.