Y un día las masas se volvieron grupetes, los partidos se atomizaron en colectivos y la ideología pasó a la órbita de las ideas o del entusiasmo ciego. Este es para mí el diagnóstico que lo explica casi todo: el individualismo exacerbado, el descrédito de la política y que el poder económico esté cada vez más fuerte y nosotros más débiles.
¿El verdadero enemigo? Bien, gracias. Ahí anda, engordando. Es más, mucha gente ya ni se pregunta cuál es el enemigo o lo perdió de vista entre tanta información y palabrerío.
¿Acaso no les llama la atención que entre tantos grupos que combaten el racismo, la xenofobia, la violencia, la desigualdad entre géneros y la contaminación, nunca nadie vaya contra la oligarquía ni contra el poder concentrado? ¡Ni siquiera les molesta el imperialismo! Y por supuesto no se meten con Wall Street ni para putearlo.
Me pregunto si los que marchan (marchamos) por alguna causa hemos olvidado que el uno por ciento de los habitantes del planeta se quedó con casi todo. ¿Hemos bajado las banderas y ya nos declaramos derrotados?
Para entender esto hay que salir del prisma del peronismo, claro. Los proyectos nacionales y populares o populistas agrupan a lo pavote y la dispersión deja de percibirse. Quizá por eso al poder mundial le molestan los populismos. Por un momento dejan de tener el control que significa tenernos a todos disputando diferentes peleas.
Iba a agregar a esta nota un listado de estas nuevas (y no tanto) militancias pero no alcanzaría la página. Eso ya es todo un diagnóstico. Y el verdadero poder ve a la distancia a un enemigo diluido en mil lemas y prácticamente inofensivo. Si tienen que ceder algo, lo hacen. Pero nunca ceden el control del dinero o una cuota de poder real. Cede en algún derecho civil, elimina hitos racistas, empodera rezagados. Y todo lo mira desde su casa de mil millones de dólares en The Hamptons.
¿Por qué llegamos a esto? Quizá porque dejamos de creer en las revoluciones después del fracaso de las revoluciones socialistas. O porque creímos que íbamos inevitablemente hacia el modelo del estado de bienestar europeo cuando en realidad nos estaban mostrando la zanahoria. Y lo peor no es que el individuo se separó de un ejército decadente para volverse un triunfador o un héroe. Salir de ese ejército lo volvió un consumidor o sólo un sobreviviente.
Esta atomización trae como resultado el “militante especializado”. Es decir el que milita la ecología (ponele) e ignora o desestima cualquier otra variable. ¿Pero está mal hacer política desde la ecología o desde el indigenismo, Chiabrando? Claro que no. Y eso es lo peor. Que cuesta encontrar la justificación de este fracaso.
El problema es que el militante especializado termina yendo, tarde o temprano, contra otro como él y no contra la oligarquía. Por eso terminamos discutiendo entre los del palo, ¿se entiende?, sobre la letra de una canción, el idioma inclusivo, una película, si hay que tumbar estatuas o boludeces de valor simbólico que no le arreglan la vida a nadie. Así se llega a una agenda de infinitas minorías en desmedro de la agenda de las mayorías. Y los oligarcas ahí están, comiendo sushi sobre la espalda de una puta o de un taxi boy.
Y entre tanta dispersión dejamos de hablar de clases y de lucha de clases. Ya ni apelamos a la conciencia de clase. Esa es la derrota final. Entonces es lógico que un obrero se crea de clase media y un almacenero actúe como millonario. El militante especializado lucha por lo suyo y no por los problemas de su clase. Es que debe ser difícil ponerse al hombro a la clase social a la que uno pertenece si se está defendiendo la supervivencia del flamenco rosado y a su lado está el doctor del pueblo también defendiendo a ese tierno flamenco.
¿Y cuál es la contradicción, Chiabrando? Que ese doctor es el mismo que cuando ve a un cartonero le grita “agarrá la pala” y cree que el enemigo es el sindicalismo. O sea un contrincante en otra lucha. Incluso un enemigo.
No sé si llegamos a esto como resultado de un trabajo minucioso desde el poder o por estupidez propia. Ese progresismo, esa clase media, esa burguesía, que había tenido impulso transformador después de la segunda guerra, se volvió una infinita suma de colectivos y ONG que rara vez logran cambios estructurales. Es una vuelta de tuerca de “divide y reinarás”. No nos eliminan porque somos los que trabajamos, pagamos impuestos y consumimos. Y cuando se hartan nos reprimen. Así de simple.
Parte de ese triunfo del enemigo es mostrar esta realidad como un avance, como una versión mejorada del militante político. Y muchos de los que marchan por motivos ecológicos o raciales o por reivindicaciones sociales coyunturales, creen que el problema es la política tradicional o los políticos. ¡Qué pastiche! Y son los que comparten cartelitos sobre el problema de la “individualización de la sociedad”, siendo ellos mismos buenos ejemplos.
A eso hay que sumarle victimización, incapacidad de ver el bosque de tanto mirar el árbol, incapacidad de aceptar las disidencias y mucha confusión. Acá el pastiche ideológico ya se lleva puesto a todas las ideas superadoras y ni hablar de las revolucionarias.
¿Tiene solución esto? Claro que no. A menos que pase algo impensable que haga explotar los cimientos del mundo. Una peste, por ejemplo. Ah, no… la peste está acá y esto solamente no mejoró sino que empeoró. Es que entre nosotros y el enemigo hay demasiada distancia física, medios de comunicación, fake news, idiotas útiles y muchos confundidos.
Y esta es nuestra realidad. Imaginen lo que sucederá cuando los militantes sean nuestros hijos, criados a ritmo de memes, influencer y pop coreano.
¿Y el feminismo, Chiabrando?, me dirá usted. Amalaya, respondo yo. O es una de estas divisiones a las que me refiero o es el recambio revolucionario (o transformador) que reemplazó a esa fuerza transformadora original. Lo segundo indicaría que estoy equivocado en todo lo que dije. Y quizá yo esté equivocado. Pero quizá no.