Recientemente, en la zona de Retiro, en Buenos Aires, un chico de 15 años asesinó de un balazo a un ciclista para robarle la bicicleta. A partir de ese hecho vuelven a reanimarse las controversias y discusiones en torno de un tema que pareciera insoluble: las políticas de seguridad y las medidas para combatir el delito.

Siempre existieron los delitos en las sociedades humanas, pero actualmente la delincuencia está aumentada. Diversas son las posiciones que funcionarios, especialistas y panelistas esgrimen en los programas de opinión televisiva, en un parloteo donde generalmente nadie escucha a nadie y en el que dominan más las ideologías y las identificaciones imaginarias que los argumentos racionales. Mucho se ha dicho y se dice sobre la cuestión, pero falta el principal invitado: el debate. Nutridas son sin duda las causas que contribuyen al crecimiento de la inseguridad: el deterioro poblacional, el crecimiento de la pobreza, la marginalidad, la creciente exclusión, la falta de trabajo y de una buena escolaridad, la tragedia de la educación argentina desde hace ya muchas décadas, el vaciamiento de los contenidos educativos, etcétera. Sin embargo sabemos que, tratándose de la condición humana, una buena escolaridad o un título académico no garantizan necesariamente la ausencia de acciones delictivas.

Todos estos argumentos y explicaciones, si bien válidos y atendibles, no son suficientes a la hora de dar cuenta de un fenómeno que ha ido en aumento en el mundo en su conjunto y no sólo en la Argentina. El eje central de la cuestión es otro, un eje que todos los debatientes soslayan u olvidan y que atañe a las condiciones de la época: la abrupta caída de los ordenamientos simbólicos, la pérdida de los puntos de referencia universal, la ausencia de parámetros que organicen simbólicamente la vida civilizada. De lo que se trata es de la actual crisis civilizatoria.

Ya el psicoanalista Jacques Lacan hablaba hace décadas de lo que dio en llamar la “caída del nombre del padre”, de ese significante que ordena y organiza los demás significantes, es decir, de ese punto que por sobre las diferencias y singularidades nos unifica en la travesía humana. Esa falta de amarras simbólicas, la falta de sujeción, el desplazamiento perpetuo del significado, la ausencia de un punto de abrochamiento de la significación, la caída de las referencias universales, inclusive el deterioro del acuerdo y de la convención de la lengua, han sido generados o facilitados en buena medida por la fase actual del discurso capitalista, en su versión neoliberal, capaz de dar por tierra con los límites y diques de contención: lo que se produce así es la desregulación en todos los órdenes de la vida cotidiana, la primacía del exceso, la desproporción, la desmesura, la promoción por parte del capitalismo de un goce mortífero concomitante a la pulsión de muerte.

Por otra parte los delitos no se reducen a los asaltantes callejeros, “motochorros”, “arrebatadores”, “violadores”, etcétera, sino que tienden a abarcar los más diversos sectores de la sociedad. Delitos no menos graves son los delitos económicos: la fuga de capitales, las grandes evasiones impositivas, las empresas off shore, las maniobras fraudulentas y especulativas de los grupos financieros y de las grandes mafias empeñadas en la apropiación planetaria. Si no se entiende esto, no se entiende nada de las coordenadas actuales de la inseguridad.

Muchos de los jóvenes que cometen actos delictivos están hoy atravesados por el consumo de drogas. Entonces, los funcionarios de diversos signos políticos hablan de la urgencia de combatir el narcotráfico, pero olvidan que el narcotráfico es armónico y consustancial al neoliberalismo y que constituye una de sus patas estructurales. Podríamos agregar que no hay fase actual capitalista, en su versión neoliberal, sin narcotráfico, sin delito, sin corrupción, sin fuga de capitales, sin mafias financieras, sin saqueo de los recursos de los países, sin destrucción ecológica, sin lawfare, sin desestabilizaciones políticas, etcétera. Éste es el problema, el gran espejo sin contornos en el que se mira el mundo. Muchos entonces obran en consecuencia y cada delincuente delinque como puede. Hay muchos individuos que adhieren a las lógicas neoliberales y luego se quejan de los estragos que el mismo neoliberalismo, al que adhieren, ocasiona.

Por consiguiente ¿cómo pretender combatir la galería de delitos y la inseguridad, cuando los puntos de referencia de los comportamientos humanos muestran al delito y a la ilegalidad casi como un ideal por alcanzar? Es el “todo vale” del actual capitalismo, el “cualquier cosa da lo mismo” de la época. ¿Cómo querer reducir la delincuencia juvenil cuando los referentes más influyentes de la sociedad, muchas de sus figuras empresariales y mediáticas, no pasan de ser meros operadores al servicio de las mafias económicas, individuos que mienten deliberadamente todo el tiempo, difaman, insultan, socavan, desestabilizan a los gobiernos democráticos? Todo eso está a la vista, desnudado, en las pantallas televisivas.

La baja de la edad de imputabilidad de los menores no garantiza una disminución de los delitos, sino todo lo contrario. Es que a veces ni siquiera el robo es el propósito, el motivo de la acción delictiva, sino el vértigo, el frenesí que proporciona el riesgo de perder inclusive la propia vida en el ínterin, la búsqueda de un lugar de inscripción, de alojamiento y pertenencia aunque más no fuera en la delincuencia. El mandato neoliberal es ir hacia la pulsión de muerte, una invitación al goce mortífero sin barreras.

No voy a proseguir escribiendo esta nota. Sólo diré que el neoliberalismo es en estos momentos una de las principales factorías del delito, y que éste se constituye en una de sus fuentes de mayor rentabilidad. 

*Escritor y psicoanalista