Ludwig Van Beethoven cumple 250 años. Dos siglos y medio bastante bien llevados. No tanto por él, que en su paso por un mundo tumultuoso y en transformación tuvo que renegar con una sociedad conservadora e hipócrita, además de asumir la ardua tarea de crear un nuevo paradigma de músico. Mejor llevados fueron por la posteridad, acaso los pliegues sucesivos de aquella sociedad conservadora e hipócrita, que proyectó su figura y su obra de mil maneras, siempre en nombre de algo superior. Desde hace mucho Beethoven, su vida compleja y contrariada, y su obra, inconformista y revolucionaria, representan la quintaesencia del genio en lucha. Pero sobre todo, son emblema del triunfo sobre la adversidad.
Hablando de adversidades, para este año el mundo se había preparado para celebrar con grandes eventos a uno de los más grandes compositores de la historia. Pero la emergencia de la covid 19 y sus rigores obligaron a suspender gran parte de lo programado. Casi un involuntario homenaje al protomártir fundado por el Romanticismo, que a través de generaciones hizo retumbar su nombre también en la tragedia. Sin ir más lejos, en el recurso al streaming con que muchos músicos tratan de superar el aislamiento de la pandemia, como esfuerzo titánico ante lo desfavorable que al mismo tiempo funda una nueva época, hay mucho de beethoveniano.
Punto culminante de los que los historiadores llaman “Clasicismo” -con Haydn y Mozart- y nombre central de las inefables tres “B”, entre a Bach y a Brahms, con las que los programadores aseguran el éxito de los conciertos, Beethoven fue también tomado como bandera de los dos bandos cuando, en pleno Romanticismo, “formalistas” y “descriptivistas” polemizaron acerca de la naturaleza y la función de la música. Y en ambos quedaba bien. Su huella se prolongó en la idea de la sinfonía como gran contenedor que animaría a Bruckner, Mahler y Strauss. La misma que en pleno siglo XX tomó Luciano Berio para una obra que significativamente llamó Sinfonía, después de que el rock progresivo fundara un horizonte sinfónico en su nombre y antes de que la “Oda a la alegría” -irreverencia coral de su Novena sinfonía- se convirtiera en el hit planetario de las buenas intenciones y “Para Elisa” sonara en los teléfonos del mundo.
Beethoven nació en Bonn, por entonces ciudad de tranquilidad provinciana, el 16 de diciembre de 1770, en una familia de músicos en la que la música no era lo más importante. Su abuelo violinista, que en 1733 había emigrado a Bonn desde el Brabante Flamenco, llegó a ser maestro de capilla de la orquesta del príncipe elector de Colonia. Su padre, tenor, no fue más allá del coro. Con más sentido lucrativo que pedagógico, papá Johann intentó hacer del pequeño Ludwig un niño prodigio, pero su afición al alcohol pudo más que su vocación docente. La formación del inocente, traumado por la violenta ansiedad con que su padre exigía resultados, quedó después en las buenas manos de Christian Gootlob Neefe, maestro experimentado que cuidó sus primeros pasos como pianista y compositor.
En 1792, en su segundo intento, Beethoven se estableció en Viena, donde vivió el resto de su vida. Tenía 21 años y un talento reconocido por ricachones dispuestos a cambiar servicio musical por sostén económico. A su llegada a la opulenta capital del Imperio Austrohúngaro, el muchacho recibió clases de composición de Joseph Haydn, estudió contrapunto con Johann Georg Albrechtsberger y Johann Baptist Schenk, e incursionó en los arcanos de la ópera con Antonio Salieri. Obtuvo favores materiales del príncipe Karl von Lichnowsky y el barón Gottfried van Swieten. Y del Archiduque Rodolfo, hermano e hijo de emperadores y alumno, pero sobre todo amigo de Beethoven durante muchos años.
Por entonces, la Francia revolucionaria avanzaba sobre la Europa monárquica, que contraatacaba. Al joven compositor, lector de los Iluministas y vehemente admirador de la Revolución Francesa, lo tocó vivir en plena guerra en la ciudad que fue el cuartel general de la coalición contrarrevolucionaria. Eran tiempos tempestuosos. En ese mundo que cambiaba también la música debía cambiar y a Beethoven ya no le cabía el estilo cortesano de sus maestros. Polemizó con Haydn, al que abandonó no sin antes dedicarle los tres tríos de su Op. 1, muestra de belleza clásica en la que sin embargo se advierten los nubarrones de la época. Pero los trazos de una nueva retórica estaban sobre todo en el Beethoven pianista. Las crónicas de la época hablan de un estilo distinto, áspero, violento. Como la época que lo produjo.
En 1800 presentó su primera sinfonía, mientras los indicios de sordera se agudizaban. En 1802, en un período de descanso en la localidad de Heiligenstadt, expresó en una carta a sus hermanos su desesperación ante la pérdida del oído. “Debo vivir como un exilado, si me acerco a la gente un ardiente terror de que mi condición sea descubierta se apodera de mí (…) Esto me llevó al borde de la desesperación, un poco más y hubiera puesto fin a mi vida. Sólo el arte me sostuvo. Ah, parecía imposible dejar el mundo si haber producido lo que yo sentía que estaba llamado a producir, y entonces soporté esta existencia miserable”, escribió en lo que hoy se conoce como el “Testamento de Heiligenstadt”.
El titán asumió la fatalidad y ese mismo año comenzó a componer su Sinfonía n°3, la “Heroica”, que terminó en 1804 y dedicó a Napoleón. Cuando Beethoven se enteró de que el corso se había autoproclamado emperador, tachó la dedicatoria del manuscrito acusándolo de “querer elevarse por sobre los demás”. Beethoven quiso homenajear al revolucionario con una obra revolucionaria, caudalosa e irreverente. Una obra que trastocó los esquemas de la sinfonía clásica, dilatando las formas con contenidos, para explicarse, más allá de sí misma, en la sociedad y en la historia. Los contemporáneos la juzgaron “pesada, interminable y deshilvanada”. Se había abierto la grieta entre la voluntad creadora del compositor y el gusto del público.
En ese Beethoven que componía para el futuro latía una sensibilidad propia de los revolucionarios franceses. Danton, Saint-Just y Robespierre, por ejemplo, articularon sus discursos con una retórica poderosa. Sabían que la posteridad los escucharía, por eso, que más que hablar, declamaban. A partir de la “Heroica”, la música de Beethoven no habla sino que declama, lo que no necesariamente debe ser una experiencia agradable para el oído. El compositor piensa desde el sonido áspero de sus tiempos convulsionados. La belleza es entonces variedad y conflicto.
Comienza ahí lo que Wilhelnvon Lenz, uno de sus primeros biógrafos, llamó el “Período medio”, también llamado “heroico”. Es un Beethoven influído por la teoría de Schiller sobre la tragedia, entendida no como sufrimiento sino como la lucha contra este sufrimiento, conflicto que tradujo tensando el principio dialéctico de la forma sonata. En el infierno de la sordera que avanzaba, tronaron las notas de sus sinfonías centrales, los últimos tres conciertos para piano, el Concierto para violín, los cuartetos de cuerda que van del n°7 al n°11, las sonatas para piano Claro de Luna, Waldstein y Appassionata, y Fidelio, su única ópera, cuyo argumento es la libertad.
En 1815, tras la derrota de Francia en Waterloo, comenzó la restauración de la monarquía. Luego del Congreso de Viena, los Borbones se reinstalaron en Francia, y las monárquicas Austria y Prusia dominaron Europa, apoyadas por la Rusia zarista. Beethoven no estaba cómodo en esa ciudad en la que “la moda es todo” y que no reconocía su música. Fuera de Viena, en cambio, su grandeza era reconocida desde hacía tiempo. En Londres y París su música sonaba continuamente, y en Alemania lo consideraban el genio musical más distinguido después de Mozart. Escritores como E.T.A. Hoffmann y Clemens Brentano lo admiraban hasta la adulación, y Schopenhauer decía que sus sinfonías expresaban el carácter esencial de la música.
Completamente sordo, Beethoven ya no componía con notas sino con ideas. En 1824, en una carta abierta, treinta músicos, editores y melómanos de Viena le pidieron que estrenara la Missa Solemnis y la Novena Sinfonía en la ciudad. Lo hizo el 7 de mayo, en el Kärtnerthortheater, con la autorización del censor para ejecutar una obra sacra en un espacio comercial. Michael Umlauf fue el director. A un costado del escenario, Beethoven, de llamativo traje verde, seguía la partitura y gesticulaba como si estuviese dirigiendo. Sobre el final de la “Oda a la alegría”, último movimiento de la novena, el público explotó en una ovación mientras el gran sordo, de espaldas, seguía revoleaba los brazos marcando compases, sin enterarse que la ejecución había terminado. Hasta que una de las cantantes lo ayudó a girarse para recibir lo que nunca había imaginado y acaso lo incomodaba: el afecto de los vieneses.
Después de terminar de mover las cosas de lugar con los últimos cuartetos, malhumorado y enfermo, Beethoven murió el 26 de marzo de 1827. Su funeral fue un evento social para los vieneses, asistieron varios miles de personas. El poeta Franz Grillparzer escribió la oración fúnebre, que se leyó en el Cementerio de Währing. “Permaneció solo porque no encontró su otro yo. Pero hasta su muerte preservó su corazón humano latiendo cálidamente por todos los hombres, su corazón de padre latiendo por su propio pueblo, por el mundo entero”, declamó el actor Heinrich Anschütz antes de que la tierra tapara el cajón.
Ideólogo de música superior, no en el sentido de clase sino de contenido y trascendencia, Beethoven asumió en su obra los conflictos de su época. Un humanista titánico, que no terminó de encajar en la civilización que terminaba, ni pudo terminar de conocer la que llegaba. Que, sin él, sería muy distinta.