En la década de 1880, un drama anónimo se convierte en leyenda, y el rostro de su protagonista, perenne objeto de fantasía y decoración. Por esas fechas, y hasta mediados del siglo XX, era corriente que ciertos hogares parisinos se decantasen por un adorno bastante peculiar: máscaras mortuorias, de yeso, tomadas directamente de una persona que acababa de dar su último suspiro. Interface entre el mundo de los vivos y los muertos, este objeto fiel, palpable, servía a familiares para paliar la pérdida de un ser querido, mantener vivo el recuerdo, honrar su memoria. Servía también a artistas para ensayar un posible retrato; a detectives como identikit para continuar sus investigaciones. Además de oficiar de ornamento en casa de fans que gustaban de tener colgada las mascarillas de Beethoven, Napoleón, John Keats o Dante Alighieri como toque cultural. Así las cosas, acaso la máscara mortuoria más famosa haya sido la de una muchacha desconocida, recuperado su cuerpo sin vida del Sena hacia fines del siglo XIX.

Al parecer, en esas fechas, dos tercios de los cadáveres que recibía la morgue de París -situada entonces al borde de la île de la Cité- llegaban del río, ya fueran suicidios, asesinatos que intentaban encubrirse, accidentes en el agua. Tras analizar los cuerpos para determinar causales, los forenses los disponían sobre losas de mármol negro que daban a la calle, a fin de que alguien los reconociera. Más allá de la intención original, el asunto acababa en macabro espectáculo: cientos de transeúntes se agolpaban contra la vitrina para visionar los restos por puro y simple morbo, “como si el lugar fuera la reencarnación del Boulevard du Crime, aquella calle donde teatros representaban obras cruzadas por crímenes y sangre”, en palabras del diario Le Monde.

Allí, cela va sans dire, fue a parar la joven anónima. Al no presentar signo alguno de violencia, el forense concluyó que se había suicidado, pero flechado por su semisonrisa enigmática, encargó a un figurista que tomara el molde de su rostro. El mouler no solo lo hizo: también lo comercializó, y la máscara mortuoria se vendió como baguette caliente por toda Francia, también en el resto de Europa, adquiriendo a lo largo del tiempo una dimensión mítica inusitada, que evocaba a una ondina, a la Ofelia del pintor John Everett Millais (1851), a la Gioconda (1503-1519) de Leonardo…

La joven nunca dio el consentimiento sobre el uso de su imagen

A falta de información sobre la joven, se abrió paso la ficción, alimentada la leyenda a través de cuentos, obras de teatro y poesías que dieron a L’Inconnue de la Seine (la desconocida del Sena) una historia, imaginando qué circunstancia podría haberla llevado a tan trágico final. Acaso en virtud de esa ley inevitable de la que hablase Proust (“solo se puede imaginar lo que está ausente”), su vida anónima fue completada con presunciones de edad, apodos, aficiones, desengaños románticos… La primera obra de ficción en hacer patente la fascinación del mundillo literario por la “Mona Lisa ahogada” -como llamó Albert Camus a la NN por su expresión plácida, como relajada por la muerte, que también encandilaría a Rilke- fue la novela The Worshipper of the Image, de 1900, del inglés Richard Le Gallienne. Le siguieron piezas del escritor francés Jules Supervielle, de la actriz y autora germana Hertha Pauli, del dramaturgo alemán Ödön von Horváth… Louis Aragon y Céline tampoco se privaron de rendirse a su misterio. Y hasta Nabokov sucumbió al hechizo y se integró a la partida: en honor a la joven, su poema L'Inconnue de la Seine. De publicación en publicación, se fueron trazando historias que la pintaban como una pobre huérfana seducida y abandonada por un aristócrata inglés; como una femme fatale que perece tras ser testigo del asesinato de un relojero en París; como una cantante de music hall liquidada por un chantajista; y así sucesivamente.

Pero no acaba aquí la historia de la joven que, incluso hoy día, sigue siendo resucitada y vuelta a resucitar. En la década de 1950, el juguetero noruego Åsmund S. Laerdal -ducho en el uso de plásticos blandos- tuvo la idea de crear un muñeco tamaño humano para la enseñanza de reanimación cardiopulmonar (RCP) en cursos de primeros auxilios. A sabiendas de que los muchachotes serían renuentes a ensayar respiración boca a boca sobre labios varoniles, y creyendo que era necesario un look realista para motivar a rescatistas, le vino al recuerdo la máscara que sonreía en el living de sus abuelos, la L’Inconnue de la Seine, y la usó en su diseño.

Resusci Anne

Resusci Anne -tal es el nombre que dio al celebérrimo maniquí- se lanzó en 1960, hace exactamente seis décadas, y desde entonces ha sido replicado incansablemente. Pasan los años, mejora la tecnología, pero su sugestivo rostro permanece inalterable. No por nada llaman a Anne “la mujer más besada de la historia”, y también “la que más vidas ha salvado”. Nótese que, de tan popular, cuando Michael Jackson cantaba “Annie, are you ok?” en Smooth Criminal, se refería precisamente a la línea que suele acompañar las prácticas de RCP en países anglo.

A cuento del 60 aniversario, la revista académica "The British Medical Journal" publicó los pasados días artículos donde las docs Stephanie Loke y Sarah McKernon, de la Universidad de Liverpool, y Julian Sheather, especialista en ética, se preguntaban si era correcto seguir utilizando las facciones de la damita de antaño cuando ni la menor chance tuvo de dar su consentimiento. “¿Debería seguir circulando…?”, abrían el debate los firmantes respecto a la mujer sin nombre de pasado ignoto que involuntariamente hizo historia.