Hace más de treinta años que escribo historias para niños y jóvenes. Se me ocurre que la peor pesadilla de un autor es que las cosas imposibles que escribe con su imaginación más volada, se cumplan. Haciéndole pensar que quizás, si no las hubiera escrito, no hubieran sucedido.

En los 90, pleno gobierno del señor que no se nombraba pero que tiene un apellido que empieza y termina con M, ante la indignación por las privatizaciones de las empresas del Estado, empecé a escribir una novela para jóvenes. Para no spoilear, solo les cuento que en la historia, los países poderosos sufrían la falta de los rayos directos del sol. Entonces “compraban” sol a un pequeño país pobre pero cálido, que tenía una “deuda eterna” (un simple juego de palabras sacándole la x a la deuda que hace tanto nos perturba). Para que esto fuera posible, los medios de comunicación engañaban con variadas mentiras a la sociedad para convencerla de que el sol era malo para la salud...

Solo hasta aquí cuento lo que despertaron en mi imaginación los años menemistas (cualquier parecido con la realidad, es pura coincidencia).

Pasó el tiempo, hubo cambios de gobierno y dejé la historia. Un poco porque me esperanzó un país mejor... Otro poco porque a veces las novelas necesitan exactamente eso: que uno las abandone y las retome años después.

Cuando sentí que los 90 volvían de la mano de otro innombrable cuyo apellido también empieza con M (ojo que mi apellido empieza con M y es una letra muy íntegra y sin culpa) volví a mi novela con más ímpetu, con la desesperación de sentir que se repetía la historia. En enero de 2017 El secreto de la cúpula llegó a las librerías gracias a la Editorial Norma y yo sentí al menos el desahogo de haber dicho “algo” a los jóvenes sobre las privatizaciones cargadas de sombras y corrupción.

--¿Vender los rayos del sol? ¡Eso es un disparate! --dirán algunos...

--¿Y que “el agua empezó a cotizar en la bolsa de futuros de materias primas debido a su escasez”? ¿Qué es? --me pregunté leyendo los diarios de la semana pasada.

¡Menos mal que no lo anticipé en ninguna novela! Tengo imaginación, pero no tanta.

Será que tendremos que pagar... ¿Para hervir unos fideos? ¿Para bañar a un recién nacido? ¿Para calmar la sed de un anciano? Pienso en este verano y en las pistolas de agua con la que los chicos se sacan el calor. ¿Habrá que decirles que no la derrochen?

¡Ya me la venía venir yo cuando en la playa empezaron a cobrar el agua caliente para el mate!

¿Y dónde van a guardar las acciones del agua los poderosos? ¿En sus piscinas? ¿En cajas fuertes blindadas e impermeables? ¿O, como hacen siempre, se la van a tomar toda?

Y los dueños del agua... ¿serán dueños también de los peces?

Y si los seres humanos somos el setenta por ciento de agua... ¡Qué miedo!

Mientras escribo estas palabras empieza a llover. ¿Tendrá dueño esta lluvia?

¡Ah! Ahora sí que tuve una idea genial... compremos baldes para juntar el agua de lluvia y así hacernos aguanarios (que sería algo así como millonarios, pero de agua).

Tal vez mi idea haga subir la cotización de los baldes futuro... ¿O los baldes son pasado? ¿Cotizarán también en Wall Street?

Ay... estoy muy confundida...

¡Es que no sé nada de acciones! Mis dos actividades, la docencia y la escritura, solo me han permitido especular con el atún que ayer encontré barato en el súper y compré cinco latas para las fiestas. Y si hablamos de bolsa, solo conozco la que llevo a la feria y viene cada vez más liviana.

Y bue... aquí me quedo imaginando que quizás algún día para calmar la sed o para darte un baño haya que pensar si te lo permite la billetera.

Y quien te dice... si el agua cotiza, capaz que llega el día en que los rayos del sol también sean mercancía y me acusen de bruja. Ya puedo imaginarme ardiendo en la hoguera y que nadie disponga de agua gratis para apagarme.

 

Es el costo de la imaginación. ¿Cotizará también en la bolsa alguna vez? 

* Margarita Mainé es escritora.