El Tribunal Oral Federal 2 de San Martín, que juzga a cinco militares retirados por los vuelos de la muerte en Campo de Mayo, le ordenó ayer al Ministerio de Defensa preservar un enorme triángulo que forman dos de las pistas de esa guarnición militar para realizar excavaciones en busca de ampollas de Ketalar, la droga que usaba el Ejército para adormecer a los secuestrados antes de arrojarlos al río o al mar. Uno de los conscriptos que en 1976 debió levantar cientos de ampollas que tiraban los médicos militares identificó el lugar el lunes pasado, durante una inspección ocular en la que jueces, fiscales, querellantes, testigos, periodistas y familiares de víctimas pudieron ver tres aviones Fiat G-222 y un Twin Otter de los que se usaron durante el terrorismo de Estado, abandonados en ese predio.
El tribunal juzga a parte de la cadena de mandos del Batallón de Aviación 601, responsable de desaparecer a miles de víctimas que pasaron por el mayor centro de exterminio del país, y al múltiple condenado Santiago Riveros. Delsis Malacalza, segundo jefe de ese batallón y piloto de uno de los Fiat, fue el único imputado que participó de la inspección. El fiscal Marcelo García Berro debió llamarlo a silencio cuando pretendió erigirse en interrogador de un testigo. Los otros cuatro son Luis del Valle Arce, ex comandante del BA601, Horacio Alberto Condito, ex jefe de Personal, y Eduardo Lance, oficial de operaciones y piloto. Por incapacidad mental morirá impune el coronel retirado Alberto Luis Devoto, apartado del proceso.
Por el criterio según el cual “no hay crimen sin cuerpo”, que aplicó durante la instrucción la jueza federal Alicia Vence, no se los juzga por miles de crímenes sino por sólo cuatro víctimas cuyos cuerpos aparecieron en la costa atlántica y fueron exhumados e identificados por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF). Son los casos de Juan Carlos Rosace y Adrián Enrique Accrescimbeni, militantes de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES); de Roberto Ramón Arancibia, histórico militante del PRT-ERP, y de Rosa Eugenia Corbalán, de la misma organización, que tenía dos meses de embarazo cuando la secuestraron.
De la inspección ocular dejó un admirable registro el portal La Retaguardia, que cubre todas las instancias del juicio. Allí pueden verse las fotos de los aviones, que están abandonados en Campo de Mayo sin haber sido preservados ni peritados por su uso en el terrorismo de Estado. La inspección fue encabezada por los jueces Walter Venditti, Eduardo Farah y Matías Manzini. Participaron, entre otros, los fiscales García Berro y Gabriela Sosti, el abogado querellante Pablo Llonto, Marcelo Castillo por el EAFF, y Rodolfo Novillo, hermano de Rosa, una de las víctimas.
En representación de los acusados fueron dos militares que ofician de defensores: Eduardo San Emeterio, que se tapó la cara para no ser registrado, y Carlos Eduardo Carrizo Salvadores, quien fue condenado a prisión perpetua por su participación en la Masacre de Capilla del Rosario, en 1974, pero recuperó su impunidad cuando Casación revirtió la sentencia por considerar que esos crímenes habían prescripto.
El fotógrafo Gustavo Molfino, militante y familiar de desaparecidos, capturó los controles de la cabina del Fiat G-222, enterrado en un pastizal junto a otros dos aparatos idénticos, y de “una ventana circular que remite necesariamente a las preguntas que las familias tienen sobre sus desaparecidos/as: ¿miraría por la ventana? ¿Estaría totalmente adormecido por el Ketalar?”, reflexionó Fernando Tebele en su crónica para La Retaguardia. “Preguntas crueles que permanecen sin respuestas”, añadió. “Este avión podía abrir sus puertas en vuelo y tenía capacidad para 36 paracaidistas”, explicó un oficial de apellido Bennardi, que acompañó a la comitiva.
Raúl Escobar Fernández, uno de los casi 400 exconscriptos que declararon en instrucción, fue quien aportó valiosas precisiones sobre los lugares específicos desde los que les tocó ser testigos del horror. Durante el largo recorrido identificó el triángulo formado por las pistas en el que él y sus compañeros debieron levantar gran cantidad de ampollas de Ketalar, el equivalente al “Pentonaval” que aplicaba el Ejército para adormecer a las víctimas antes de tirarlas al mar. Era el método usado y aprobado por la jerarquía católica para deshacerse de los enemigos según relató hace un cuarto de siglo el excapitán Adolfo Scilingo.