Cuarenteñeros, quedatencasólogos; hermanos y hermanas (e hijos úniques) en crisis más o menos existencial; seres o no seres, estares o no estares; extralarges que hace unos meses eran medium; sedentarios y sementarios; amigues de la memoria exiliados en el absurdo; encerradites, distanciadites, aisladites; lavandinolientes; personas que se autoperciben como un barbijo (o una barbija):
Es con ustedas y ustedos, todos juntórum y júntibus, que empezamos a despedir el 2020. Sabemos de las consecuencias de nuestro acto. Ni bien el 2020 deje de ser, el 2021 nos mirará con esa carita de recién nacido pleno y procederá a hacernos pipí, si tenemos suerte, y popó, si no la tenemos.
El 2019 fue un año duro, durísimo, pero, al menos en la Argentina, terminó bien. Si hacen memoria, recordarán que hace más o menos un año reventaban los esperanzómetros y nos dábamos una ducha colectiva de alivio porque el mejor equipo contrario de los últimos 50 años se retiraba después de haber perdido por lo que, en política, es una goleada.
Nadie sospechaba que, mientras tanto, en alguna fiesta de China, un murciélago se metía de contrabando en una sopa; o que, en un laboratorio, un científico ponía un tubito en el lugar equivocado; o que alguien apretaba un botón que jamás debió haber apretado; o que, como dicen en Borat 2... (no, no pienso espoilearla, si quieren saber qué dicen, vean la peli).
Un cachito de ARN se tomó en serio el mandato bíblico, ese de “creced y multiplicaos”, y no tuvo mejor idea que engendrar su viral descendencia en nosotros, los pobres seres humanos que a nuestra vez solemos aprovecharnos del resto de las especies y de las especias.
Entonces, hubo pandemia que, de China, pasó a Europa y a Estados Unidos, y como todo lo que se pone de moda en Europa y en Estados Unidos es reclamado por nuestro “Chet Set”, algunes se encargaron de traerla, para que no faltase en ningún shopping, tienda o súper.
Así las cosas, el presidente que ganó y subió con alegría, con la gente en la calle y la fuerza popular en el aliento, tuvo que cerrar… todo. O casi todo, que no es lo mismo, pero es igual.
Y empezó la guerra. O las guerras:
La guerra contra la covid, la guerra contra el hambre, la guerra contra la desocupación, la guerra contra la ignorancia, la guerra contra la negligencia, la guerra contra la infodemia y contra los que decían que ninguna de esas guerras existían, mientras nos bombardeaban desde los enfermónicos reclamando “un pasaje de vuelta desde Venezuela, adonde habían sido llevados por un dron marciano que les quería robar el ADN para transformarlos en comunistas genéticos para que no miraran los pies de la vicepresidenta porque entre sus dedos anidaban unos seres microgenéticos que habían sido fabricados en China pero ahora estaban aquí armando un ejercicio de protozoarios”. O algo semejante.
Parte del problema de las guerras del siglo XXI es que no se sabe contra quién se pelea.
Quizás eso mismo hizo que muchos y muchas y muches hablaran, gritaran, manifestaran y, sobre todo, votaran contra sus propios intereses, quemaran sus barbijos, marcharan cual esquizoejército al ritmo de:
· Denme mi libertad a precio de mercado, tipo vendedor
· Me autopercibo prisionero de la infectadura
· Devuélvanme mi cordura
· Todos somos Vicentín, aunque unos pocos son vicentinricos y el resto, vicentinpobres
y otras rumias, graznidos y balidos, en orgullosa piara que se veía a sí misma como que “ganó la calle”, sin darse cuenta de que la calle la había ganado la covid, y las multitudes que hubieran salido a decirles “sigan practicando” estaban generosamente guardadas, cuidando y cuidándose (más allá de que en los últimos meses algunas cosas se fueron de quicio).
Las guerras no terminaron. Sigue habiendo héroes que se quedan en sus casas o, más aún, que cuidan a los demás y entienden que la patria sigue siendo el otro. Y sigue habiendo villanes que funden y confunden.
Seguimos.
Hasta la semana que viene.
Sugiero acompañar la lectura de esta nota con la canción Adivina, adivinador, de RS Positivo (Rudy-Sanz, acompañados esta vez por el gran músico Víctor Testani).