El cráter del cielo se ha abierto y deja caer hojitas de agua en forma de nervaduras. Los autos reciben con benevolencia esa humedad. Parece llovizna pero no lo es. Están sucios por no moverse. Hace un frío insólito para diciembre. Todo en este momento de la tierra se asemeja a algo de su origen pero luego tras una revisión más acabada se llega a otra cosa. La gente por ejemplo. Da más miedo que antes. Caminan con trapos en la cara, apurados, con pavura a algo que ignoramos, nosotros los animales de las cercanías. Los miramos pasar y a veces alguno se sobresalta al vernos, nos señala pero nada nos hacen. Ni disparan, ni nos corren ni intentan comernos. Por el contrario: nos temen. Caso contrario no se entendería cómo abandonan sus lugares donde suelen hornear a nuestros hermanos de especie, donde nos devoran, pero ahora cierran las puertas con un pavor ancestral. Vinimos nadando luego del Gran Incendio para quedarnos aquí. De noche, la ciudad se junta bajo las bombitas de colores y brindan vaya a saberse porqué. No han dejado nada en los cubos de basura, solo plásticos y cartones, sucios de sus olores y sus comidas. Aquí andamos, en libertad condicional por sus calles, olfateando verduritas que se han olvidado en algunos de sus casuchos, pastos que han dejado crecer cerca de un laguito artificial donde ayer nos atrevimos a meternos un rato y uno de los nuestros, el más jovencito, hasta un pez chico atrapó con sus patas y golosamente se lo llevó hacia un rincón donde crecen los irupés y se lo devoró. En sus ojos --como viejo que soy-- advertí que no había hambre ni desesperación, sino un brillito de triunfo por la hazaña de haber vencido la repugnancia que nos provoca la amenaza de esta aldea, el alma humana que nos sigue como un mal oscuro y que quiere que acabemos en sus panzas, en sus hornos o escabeches, a las brasas de sus domingos donde simulan que son familia y se han realizado en la vida. Ahora todo parece en calma.
--“El Sol experimenta intervalos regulares de 11 años, incluyendo picos energéticos de actividad, que están seguidos de puntos bajos”
--“Actualmente está pasando por una fase menos activa, llamada mínimo solar”
Dos carpinchos o capibaras o chigüiros charlan de cosas muertas en la entrada de un chalet abandonado. Roen unas maderas y mascan hierbas que poseen un poder alucinógeno y de apertura mental que solo ellos conocen. Un jovencito se detiene: ha oído la conversación.
--¿Eso significa que se viene la Era del Hielo?
Los dos machos adultos se sonríen levemente.
--No es tan así, pero podría ser... digamos…
--En unos 100 años --completa el otro.
“Ah, ese es el peligro de ver tantas pelis”, se conforma el jovencito y parte tras un grupo que juega a las escondidas entre unos ligustros. Han encontrado unas bandejas de bar y hacen skate sobre unos montículos de barro húmedo. Una carpincha preñada teje una bufanda con lianas de sauce eléctrico y otra, más añosa, la mira con entrañable amor. Va a ser abuela y eso la constituye en hembra prodigiosa: por ella han pasado docenas de vidas y solo una ha desaparecido en una cacería. El resto por ahí anda, por la tierra, procreando capibaracitas que es un gusto.
--Vino tu cuñado ayer, trajo un fardo que encontró de la verdulería. ¡Qué ricos zapallos y lechugones había!
La más joven ni levanta la vista. --See... --rumia sin hablar. --Ya sé que te anda rondando y quiere que seas su esposa: él reclama que lo que llevás en la panza es de él.
--Jamás le fui infiel a Antonio --chilla ella y deja la labor a un costado. Una mariposa se le queda en el hocico.
“Mirá cómo volvieron éstas”, musita la vieja para cambiar de tema. “Son las lecheritas, pensé que no había más pero mirá... han volvido “.
--Se dice vuelto --corrige la otra.
--Es lo mismo, no es nuestra lengua la que usamos así que poco ha de importarnos lo que digamos y cómo lo digamos.
Cerca se oyen ronroneos como de gato que indican sumisión.
--Debe ser el Elbio pidiendo perdón por mal comportamiento.
Las dos ríen porque saben que el que suplica se devoró casi todo lo almacenado a hurtadillas.
--Tiene anorencia --exclama ella.
--Anorexia se dice, abuela.
--¡Pero basta vos también! ¿No te estarás volviendo como ellos? --Y señala con la pata delantera la amplia ciudad portuaria sin vida. Ambas se sobrecogen con el espectáculo. Un anfiteatro vacío, sin estrépitos, sin movimiento.
--¡Es el sol, se seca el sol! --pasa con sus gritos el jovencito patinando. Lo hace para asustar a los mayores.
El cráter del cielo se ha abierto más y deja caer hojitas de agua en forma de nervaduras. Ahora sí empieza a llover tupido. Grandes grupos se guarecen en las ochavas y se refugian unos junto a otros bajo un gran ombú cerca del Monumento a la Bandera. De pronto, ven venir tres siluetas desgarbadas huyendo del agua.
--¡Son tres humanos… y están vivos!
--Pensé que no había más tan chiquitos --completa el otro.
Están tiritando y se detienen. Hay un instante donde todo se congela, nadie se mueve bajo la garúa imperceptible que ya empieza a helar las caras. El de más atrás quiere pegar la vuelta pero lo toman de la manga y lo detienen. Un capibara negro y altivo sale del montón y mira fijamente a los humanos pequeños. Sigue mascando hierba y hace un cabeceo de aceptación. Dos carpinchos menudos y marrones se acercan hacia los chicos. Cae un rayo lejano allá por las islas de enfrente y todos se estremecen. El cielo se vuelve violáceo. Los dos animales repiten el cabeceo en señal de aceptación. Y naturalmente, como si supieran algo que no se puede repetir ni nombrar, los humanitos se meten dentro de la manada más grande buscando calor. Dejan a un lado las estampitas. La más vieja se les acerca, les limpia la cara de barro y la embarazada les pone alrededor de sus cuellos el echarpe que ha estado tejiendo. Y tras devorar un trozo grande de pan con manzanas se duermen en el refugio de un garaje que han encontrado junto a los capibaras para pasar la noche. Mañana será otro día en un mundo que se tambalea.