La relación entre Júpiter y Saturno ha sido tumultuosa desde el inicio de los tiempos. Saturno, como ilustró Rubens en 1636, y dos siglos más tarde Goya, se comió a cada uno de sus hijos, temeroso de la profecía que auguraba que sería uno de ellos quien lo destronaría. Su esposa y hermana, Ops, decidió salvar la vida de uno de ellos, Júpiter, quien años más tarde acabaría haciendo realidad el temido augurio.
Ambos dieron sus nombres a los dos planetas más grandes del sistema solar, dos gigantes gaseosos que, acaso por la desconfianza de ese sangriento pasado que los une, nunca se aproximan a menos de 650 millones de kilómetros. Sin embargo, desde la Tierra las cosas se ven de otro modo y cada dos décadas escenifican una reconciliación que es pura apariencia. Y es que en 20 años Júpiter da una vuelta y dos terceras partes de otra alrededor del Sol, mientras que Saturno recorre dos tercios de la propia, de ahí la coincidencia. El lunes 21 de diciembre tienen su próxima cita en la bóveda celeste, llegándose a acercar a menos de una quinta parte del tamaño de la Luna.
La distancia aparente entre ambos planetas es diferente en cada encuentro. El motivo es sencillo: sus órbitas, elípticas, discurren en planos diferentes que están ligeramente inclinados respecto del terrestre: poco más de un grado en el caso de Júpiter y casi dos grados y medio en el de Saturno. Cuando el hijo, cuyo desplazamiento angular es más rápido, alcanza al padre, suelen estar separados en la dirección perpendicular al plano de la órbita terrestre. Y este año estarán inusualmente cerca, como no lo estaban desde el 16 de julio de 1623, sólo que en aquella ocasión el encuentro se produjo demasiado cerca de la línea del Sol, dificultando su visibilidad.
Uno de los testigos privilegiados de esa conjunción fue Johannes Kepler, quien en esos días terminaba de escribir sus Tablas Rudolfinas, el catálogo estelar y planetario más completo jamás elaborado, basado en las minuciosas observaciones realizadas por Tycho Brahe durante años.
Fue tan preciso el trabajo de Kepler que permitió calcular el tránsito de Mercurio delante del disco solar, en 1631, el primero que pudo ser observado a través de un telescopio, dos siglos antes de que el travieso benjamín del sistema solar comenzara a propiciar el derrumbe del monumental edificio de la Teoría de la Gravitación Universal de Isaac Newton.
Impregnado de pensamientos religiosos, Kepler tuvo una idea tan peregrina como audaz: ¿no habría sido la legendaria estrella de Belén nada más que una conjunción de Júpiter y Saturno? Bajo esa hipótesis podría calcular en qué momento se produjo ni más ni menos que el nacimiento de Jesús de Nazaret. Concluyó que los Reyes Magos observaron la estrella de Belén el 22 de junio del año… ¡7 antes de Cristo!
Ese año, además, ambos planetas protagonizaron un raro escarceo en el cielo, encontrándose tres veces. No es difícil darse cuenta de que algo así sería imposible desde una Tierra inmóvil, pero es perfectamente factible teniendo en cuenta que nuestro planeta también se encuentra en órbita y que, además, su vuelta alrededor del Sol es mucho más rápida ofreciendo, así, un punto de vista cambiante.
La distancia entre los dos gigantes gaseosos, calculó Kepler, fue equivalente a casi dos diámetros lunares. Atribuyó a la vista debilitada de los Reyes Magos que pudieran confundir esta imagen doble con el brillo único de la estrella de Belén, hipótesis difícilmente cierta en una época en que los viajantes conocían muy bien la escasa vitalidad que ofrecía el cielo nocturno, dada fundamentalmente por el movimiento de los planetas. Ni siquiera parece verosímil esta idea si Júpiter y Saturno se hubieran tocado circunstancialmente en el cielo, ya que a la noche siguiente se los habría visto distanciarse nuevamente.
La enemistad mitológica entre Júpiter y Saturno los ha llevado a una separación casi irreconciliable. Sin embargo, aunque en muy raras ocasiones, a veces se los puede observar cediendo al impulso paterno filial que los lleva a tocarse, ya sea porque Júpiter oculta parcialmente a Saturno o porque lo eclipsa totalmente. Me temo que no estaremos aquí para ver ese conmovedor instante: la próxima vez que esto suceda será el 16 de febrero de 7541. Quienes tengan la fortuna de observar ese tránsito de Júpiter por delante de Saturno, además, contarán con la insólita oportunidad de ver cómo el hijo eclipsa completamente al padre por un rato, cuatro meses y un día más tarde.
Un cuarto de siglo antes de que Rubens pintara su cuadro sobre Saturno, Galileo lo observó por primera a través de su flamante invento: el telescopio. Vio sus anillos, aunque de manera bastante confusa; de hecho, fue Christiaan Huygens el primero en apreciarlos nítidamente en 1656. El 19 de agosto de 1610 le escribió a Kepler: «¿Qué les dirías a los filósofos más prestigiosos de nuestra facultad, a quienes les he ofrecido mil veces mostrarles yo mismo mis estudios, pero que con la vagancia porfiada de la serpiente que ha comido hasta la saciedad, nunca han aceptado mirar los planetas o la luna por el telescopio? La verdad es que, al igual que las serpientes ocluyen sus oídos, ellos cierran sus ojos a la luz de la verdad».
Sus contemporáneos preferían no arriesgarse a mirar por el telescopio para poder seguir aferrándose a sus creencias, cualesquiera que estas fueran.
Dos años más tarde, Galileo repitió la observación y con estupor se encontró con que… ¡los anillos habían desaparecido! El eje de rotación de Saturno tiene una inclinación pronunciada y a medida que recorre su órbita, vistos desde la Tierra, los anillos realizan una danza sensual que los deja de canto cada quince años, aproximadamente; la línea de visión coincide con el plano de los anillos, lo que los hace desaparecer momentáneamente.
Ocurrirá el 23 de marzo de 2025, pero será difícil de observar porque Saturno estará muy cerca del Sol. Cuando tengamos la ocasión de contemplar ese singular espectáculo en el paño oscuro de la noche, podremos repetir los versos de Neruda:
Se muere el universo de una calma agonía
sin la fiesta del Sol o el crepúsculo verde.
Agoniza Saturno como una pena mía,
la Tierra es una fruta negra que el cielo muerde.
O exclamar consternados, como lo hizo Galileo: ¡otra vez Saturno se come a sus hijos!
Júpiter, receloso, sabrá mantenerse a prudente distancia.
* Profesor de física teórica, Universidad de Santiago de Compostela.