No pudo escucharlo llegar pero supo que era él. Era su día de la semana. Levantó los papeles y el auto de madera pintada. Una sola rueda giraba en el aire, las demás lo habían abandonado a golpes. La pintura se descascaraba con el roce de la más mínima caricia, revelando un interior de huesos de árbol. No lo trató con cuidado por eso, no le importaba que se rompiese. Lo sostuvo en el pecho mientras se dirigía al living, como una madre canguro, evitando tropezar en la escalera. Él estaba ahí colgando el saco; mamá lo esperaba en la puerta que da a la cocina. Siempre hacía lo mismo, esperaba reclinada en el marco de la puerta como si no fuese un día especial. Ni la cena lista ni un regalo ni una sonrisa ni nada. Papá tenía razón, era fría, muy fría. Pero no como los helados, no, fría mal; no como el jugo con hielo. Fría como estar solo y los días sin parque. Hola, Fran, dijo él. Mirá, mirá auto. Qué lindo, qué genial el auto, ¿qué le paso?, te dije que lo cuidés un poco más Fran, son caros los autos. Auto, auto rojo. Sí, sí el próximo va a ser verde, pero si lo cuidás, sino no, lo tenés que cuidar mucho, ¿sí? Bajé la cabeza, sus zapatos eran tan brillantes. Parque, parque, moto, papá. Sí, sí, Fran, ahora en un segundo, dame un minuto con tu mamá, ¿dale? Un minuto, ¿cuánto era un minuto?, porque nunca era el mismo tiempo, a veces era solo el tiempo de ir al baño o de comer un postre, pero otras veces era mucho tiempo.

Entraron a la cocina y cerraron la puerta, intenté llegar a la manija pero nada. Agarré las hojas y las pintas de colores. Se escuchó un ruido fuerte. ¿Habría parque hoy? Hacía mucho que no íbamos con papá al parque, mucho más que un minuto seguro. Apoyé la punta de la pinta roja, la arrastré sobre la hoja, dejando un camino, una raya curva que iba desde el borde hasta el otro borde, cayendo, cayendo, cayendo. Le gustaría. El camino rojo se arrastraba sobre lo blanco, desgastando la dureza del crayón como todo lo que se desgasta deslizándose en la vida. Papá salió de la cocina hablando muy fuerte y pateó el autito de madera, la última rueda se salió y rodó en solitario, hasta mis pies. Se tambaleó un poco y cayó, plana, inútil, al piso. La agarré y la guardé bajo el sofá.

Papá, papá, dibu. Un dibu, un dibu, para vos. Papá le decía algo muy fuerte a mamá. Y ella respondía igual de fuerte, las caras eran rojas, rojas como las pintas. Pero el dibujo era mejor, era mucho mejor. Le gustaría. Papá, dibu, acá mamá, acá papá, acá auto. Se lo explicaría bien, raya por raya; si lo entiende le va a gustar más.

El padre agarró el papel en el aire sin mirarlo y lo dobló; la hoja con rayas rojas se transformó en un arma, en un puntero enrollado sobre sí mismo que señalaba a mamá como la batuta de una orquesta, con toda la furia de un crescendo. Y martillaba el aire, una vez, y otra y otra. Cuando se cansó, sacudió el saco como un filo que siega la hierba de un solo tajo, y se fue. La puerta golpeó el auto sin ruedas que dejó caer una capa más de su superficie roja.

Fran se quedó en el piso. Agarró otra hoja, un fibrón y siguió dibujando. El próximo le gustaría.