La nueva temporada de The Crown que se estrenó hace pocas semanas despertó curiosidad en Argentina porque de algún modo íbamos a “aparecer” en la serie producida por Netflix, a partir del relato de la guerra de Malvinas. ¿Cómo se mostraría? ¿Sería de algún modo equitativo? ¿Usarían actores ingleses forzando un acento rioplatense? Más allá del punto de vista con el que se mostró el episodio – tintas igualmente cargadas hacia ambos bandos—y lo flojo de los actores que hicieron de argentinos, la temporada expuso un interés extra, que tiene que ver con otra disputa. Y se trata de la disputa de las mujeres.
Por supuesto todo gira en torno a la Reina Elizabeth II (interpretada por la gran Olivia Colman), que en esta temporada es una sexagenaria experimentadísima en pompa y circunstancia, a la que la serie retrató en distintos períodos de su mandato: crisis de todo tipo, enfrentamientos y reafirmaciones de la corona, esa pieza de joyería que se muestra en los títulos de crédito y nunca debe caer. En esta parte se encuentra con uno de sus desafíos mayores, sino el mayor: la llegada de Margaret Thatcher (una irreconocible Gillian Anderson), primera mujer en ocupar el cargo de primera ministra. Los capítulos abarcan de 1977 a 1990 e incluyen también el matrimonio de Diana Spencer (Emma Corrin) con el príncipe Carlos. Así es que dos mujeres muy distintas entre sí se suman a este universo donde la Reina viene manteniéndose a flote a fuerza de inteligencia, autocontrol, una especie de don para ser inmutable y habitar un lugar en el que la mayor virtud es –pase lo que pase– “no hacer nada”.
Hasta este momento los modelos de mujeres de la realeza estaban encarnados por la Reina y su hermana Margaret --la princesa díscola y pasional-- que funcionaban como contraste. Y la reina madre, por supuesto, operando por detrás, como quien mejor se ha aprendido el libreto de la realeza y tiene la palabra justa sobre lo que hay que hacer y decir en cada ocasión. Pero con la entrada de la dama de hierro y la princesa Lady Di el arco se amplía, se tensa y la serie se vuelve también un lugar donde las mujeres ocupan el Estado y se enfrentan en distintos usos y costumbres del poder. El perfil de la reina Elizabeth es el de una mujer sosegada, ferviente defensora de las tradiciones del Reino Unido –la caza, la cría de caballos, el imperialismo—un trabajo constante y silencioso a la par que los sucesivos primeros ministros que vio pasar. Su administración de lo emocional siempre fue estricta, de hecho en distintos momentos tematizó su falta de empatía o la dificultad para demostrar sentimientos, algo que por otra parte, no le vino tan mal.
Pero la aparición de Thatcher confronta a la Reina. Esa moderación suya, parece quedar acorralada. La primera ministra acciona, tanto en el plano político como en el económico, con una fiereza que la va a volver célebre. Ve todas las variables de la administración pública como números que debe hacer rendir en términos de productividad y rendimiento. Es la llegada del neoconservadurismo al poder, el flamante modelo neoliberal que termina con el estado de bienestar. Thatcher parece gozar íntimamente con ese brutal ajuste, como si tuviera un excel para interpretar el mundo. Si bien no es explícitamente antimonárquica, el gasto improductivo y el ocio de la vida de la realeza le produce rechazo. Es una estadista con un sentido del trabajo en el que no hay, no debe haber pérdida ni gasto innecesario. Pese a sus deberes políticos, en su casa la mandataria es una mujer tradicional: prepara la comida, plancha las camisas del marido, maltrata a la hija mujer y venera al hijo varón. Una conservadora en todos los sentidos del término.
La reina Elizabeth en cambio, siempre tuvo una relación algo distante con sus cuatro hijos. La maternidad es claramente una segunda ocupación por debajo de sus deberes de monarca. Pero esto, parece afirmarse, es parte del combo que viene con la corona. Después de cuatro temporadas hemos aprendido que ser Reina no es cualquier cosa, que hay que mantener una imagen fuerte y a la vez distante, inspiradora pero inaccesible, para imponerse al pueblo en todo su esplendor.
En este sentido la aparición de Lady Di con su estilo de princesa moderna, también la deja en una posición incómoda. Con el correr de los capítulos Diana va adquiriendo poder casi a pesar de sí misma. Su forma no es la lejanía de las monarcas, sino la aparente cercanía de las estrellas: accesibilidad, transparencia, sensibilidad para las causas nobles, una maternidad fluida, características que la vuelven inmensamente popular. Supera en esto a su conflictuado marido Carlos y también a las princesas Anne y Margaret, lo que despierta en el de Palacio de Buckingham señales de alarma. Hay algo peligroso en la horizontalidad que propone Diana, opuesto a la verticalidad que hasta entonces representó la realeza.
Las diferencias que marca la serie entre estas mujeres son muchas y sutilmente diversas. Las tres están en matrimonios tradicionales, pero Lady Diana va a romper ese molde. No se adapta tan fácilmente a las estructuras. Parece estar de algún modo incómoda con las formas del poder, quiere modificarlas, está en el centro pero en una posición casi contraria al normal funcionamiento del Estado. La reina en cambio es el Estado, es su agente aglutinador. Y Thatcher es una tecnócrata, que gestiona el gobierno como si fuera una empresa. Los efectos de poder que generan las tres también son distintos: Thatcher produce miedo, o admiración, cuando su fiereza les hace recuperar las Falkland; la Reina y su autoridad vertical genera veneración, pleitesía. Diana en cambio es la propulsora de una histeria parecida a la de las estrellas de rock.
No sabemos que ocurrirá en las dos temporadas que faltan –es decir sí, pero la serie no es exactamente la realidad, como aclararon los productores hace poco, por unas controversias menores-- pero es difícil que se pueda volver a lo anterior. El thatcherismo parece haber destruido ese sentimiento de comunidad que también es deber del Estado, como se encargó de decir ese hombre anónimo que apareció un día en el dormitorio de la Reina: la posibilidad de tener alegrías y sufrimientos compartidos y sostenidos por una instancia mayor. La vía que propone Lady Di, es sabido, también se extingue, convertida en mártir. Como siempre, como hasta ahora mismo, la fuerza que pervive es la de Elizabeth. Todo un mundo vetusto e infinitamente narrable, depende de su estabilidad.