Escribir es más un intento que un resultado. Obvio, hay escrituras que funcionan a partir de fórmulas, escrituras que tienen que ver con la publicidad o la cultura masiva, con las que hay que obtener el resultado inmediato. Pero, incluso en esos ejercicios puramente formulaicos, hay momentos de duda, de incertidumbre, de suspenso de la relación inmediata entre quien escribe y lo escrito. Porque, medularmente, la escritura tiene que ver con la demora. La escritura construye un espacio de distancias, y tiene que ver con la ocupación de ese espacio, como lo muestra la letra cuando pasa como un flujo por la hoja en blanco, o con los caracteres que aparecen en cualquiera de nuestras muchas pantallas. Escribir es plantear una distancia, primero y principal, con uno mismo.
El cierre de un año que nos mantuvo distantes (¿en estado de escritura?) nos sorprende con tres libros de un mismo autor que funcionan como resultado de un asedio, de este intentar encontrar una clave, fracasar, pero dejar ese accionar registrado. Digamos, escrito. Los días Trakl, Mis citas con Lao y Soy la peste son textos de Guillermo Saccomanno (Buenos Aires, 1948) que abordan, escribiendo, el problema de la escritura y, por ende, de la soledad, con conclusiones diversas, tenuemente vinculadas, pero que también pueden ser resultado de un solo libro escrito en tres grandes partes.
Una dedicada a la lectura y a la escritura de la lectura, que es la base de cualquier ejercicio crítico, como sucede con Los días Trakl; otro en el que la presencia de una voz interlocutora con quien se comparte la lectura se impone, y desarrolla otro modo de la soledad, no ya el de la lectura, sino el del diálogo (diferido, esto es, epistolar) con el otro, con la otra, para Saccomanno, que es Fernanda García Lao, y con todo el erotismo de ese ir y venir en torno a los libros; y un tercer momento, retroactivo y lingüístico, en donde se reconstruye ficcionalmente el encuentro con los libros y con la marginalidad de la soledad lectora, como pasa en el arltiano y rabiosamente porteño, kafkiano, Soy la peste.
La única novela de este conjunto es una historia que nos muestra a un personaje que recuerda al joven Silvio Astier, el cual escapa del quilombo en donde vivía, dejando a su familia atrás para tratar de encontrar el mar en el medio de un mundo destruido por “el mal”, con cadáveres transportados en trenes, ricos que buscan hacer valer sus supuestos privilegios en un momento donde la plata no sirve para nada y una sexualidad violenta, baja, fugaz, que actualiza frustraciones al no poder ser un vaso comunicante genuino con quien tenemos al lado, que son pocos o son enemigos.
Es un libro urgente, que nace de una escritura totalmente situada en el momento más tenso de la cuarentena, entre abril y junio de 2020. Cronológicamente, en términos de composición, es el último, porque Los días Trakl y Mis citas con Lao son libros más tranquilos, expectantes, armados entre 2017 y 2018, casi en paralelo. “Uno tiene sentimientos encontrados con lo que se escribe. Nunca se está del todo satisfecho”, agrega Saccomanno, en Gesell, con una puerta de madera de fondo que parece la expresión viva del ambiente rústico y sencillo en donde se ubica para escribir o, como en este caso, para hablar de la escritura.
“Estos tres libros, al menos, permiten confrontar tres versiones de mí mismo. Hay uno que es de factura romántica, que es Mis citas con Lao: la literatura amorosa, la relación con la amada, vía Dante, y con los libros. Y cómo la literatura resignifica lo cotidiano, impregnándolo. Y, después, Los días Trakl, que es una escritura más reflexiva, donde está la complejidad de una búsqueda de un tesoro que no existe, pero que uno sigue buscando. La búsqueda de lo sagrado, de dios, por qué no. Lo que Wittgenstein dice que conforma aquello de lo que no se puede hablar”.
-¿Y cómo entra Soy la peste en esa tríada, siendo que los otros dos libros están más cerca de la escritura íntima del diario y hasta de la crítica literaria?
-Soy la peste es el resultado de una decepción con respecto a la narrativa. Es la novela que viene después o en el medio de ese estado. Venía con un bloqueo narrativo hasta que me senté y me propuse escribir una novela que me hubiese gustado hacer cuando tenía 16 años y descubrí la calle. ¿Cuáles eran los autores que tenía en mente? Recordemos que mi viejo era un perseguido político, desempleado, y yo estaba trabajando para una agencia de publicidad bastante sofisticada. Iba por las calles de Buenos Aires, por los canales, las radios, llevando avisos, y armando una biblioteca complementaria a la que tenía mi padre. Cuando trabajaba como cadete, Arlt era mi Guía Peuser, porque me servía para ubicarme en las calles, además de mi guía espiritual. Iba por la calle Chile y decía “por acá está bajando Erdosain”. Iba por Lavalle y me preguntaba “a ver, ¿cuál será el bar de los ladrones?”. ¿Qué novela estaba escribiendo yo? Una novela que me hubiese gustado leer a los 16 años, una novela de iniciación. Pensé entonces en extremar lo que encontré, encuentro, en El juguete rabioso, y lo que está implícito en Una temporada en el infierno. Pero, por otro lado, me daba cuenta, mientras escribía, y esto me lo señaló mi analista, que había otra influencia dando vueltas. Él me dice “che, está nevando en tu novela, está nevando como en El Eternauta”. “Pero, claro, hombre, cómo no me fui a dar cuenta de eso”, le dije. Era evidente ese peso, cómo no voy a escribir con Oesterheld en la cabeza si yo fui, junto con mi amigo Carlos Trillo, quien le hice la última entrevista antes de que lo desaparecieran. Esto fue muy inconsciente, digo, la incorporación de la nevada. Eso es la parte salvaje de la literatura, poder trabajar con ese grado de inconsciencia.
El goce de la pregunta
-Soy la peste tiene un lenguaje muy particular, un lunfardo que hace que la novela sea también una desventura de la palabra. Pero vos ya venías de una exploración con respecto de la palabra a partir del libro de Trakl. ¿Qué te pasó a partir de ese texto, en el que estás marcando esta distancia poética en lo que tiene que ver con escribir?
-Trakl es una escritura con el silencio, porque tiene que ver con una poética del silencio. Además, Los días Trakl es un libro en el que yo hago algo que tiene que ver con una práctica lectora, que es eso de que, sin saber alemán, leyendo distintas traducciones, intento componer mi propio Trakl. Si yo pienso en cómo leí a Dostoievski, leyéndolo de tercera mano, del ruso al francés, y del francés al español, en los libros que sacaba Sopena o incluso Tor, con ese español castizo, no me deja de sorprender cómo algo de toda su literatura queda intacto. Recién ahora tenemos traducciones que están a la altura. El propio Dostoievski decía “todos venimos de Gogol”. Y yo podría decir que vengo de la literatura rusa. El misterio es cómo un escritor tan lejano, con tantos filtros lingüísticos, te pega. Cómo a Raskolnikov, saliendo de su pocilga, caminando hacia el puente, yendo a la Perspectiva Nevski (porque así estaba traducido), uno se lo acuerda tanto. Con Baudelaire pasó lo mismo. El efecto sigue siendo letal.
-En Mis citas con Lao y el libro de Trakl, ¿hay también una defensa de la lectura como práctica?
-Yo leo pensando que hay que contextualizar, fechar, leer con el cuerpo, leer en la historia. “Hay que fechar”, decía David Viñas, “hay que contextualizar, viejo”, y yo voy por ahí. Y es que poner las fechas y situar en el mundo es algo que la llamada posmodernidad trató de borrar: poniéndole nombres a las tragedias de siempre buscó un camino para aliviar esas penas. La posmodernidad ha sido el reino del eufemismo, de lo políticamente correcto. ¿Qué se esconde acá? La lucha de clases. ¿Qué pasa en la literatura? La lucha de clases está presente. Lo político está presente. Si voy a la biblioteca y tengo que encontrar referentes, me encuentro con Terry Eagleton, Raymond Williams, Marshall Berman, también está Jacques Derrida, por supuesto. No lo digo para hacer gala de culto, sino para poder renombrar todo otra vez, porque nos han lavado el lenguaje. Pensemos la cultura como un campo de combate. Y en donde el territorio es la lengua. Preguntas que tal vez contribuyeron a mi bloqueo y a estas búsquedas, estas aperturas, fue cuestionarme qué quiero decir, a quién le quiero contar, antes de caer en la premura por publicar. Que creo que eso es lo que pasa con los géneros. Hay muchos que se mandan a escribir en un determinado género porque es el que vende. Y ahí se entra en un territorio de lengua domesticada, de lengua normativizada, normalizada, mejor. Estoy hablando de esta lógica en donde publicar es más importante que escribir.
-Es verdad que la profusión de publicaciones hoy está dada en todo tipo de editoriales.
-Hay una enorme diversidad de editoriales independientes, lo cual me parece un acto de resistencia. Y, tengo la impresión, es más importante leer a los nuevos poetas: la poesía argentina está pasando por un momento de estallido. A veces, esos poetas no encuentran el mejor canal de publicación, pero ¿cuál es el mejor canal de publicación? Quiero decir, no nos olvidemos que este es el país de Discépolo, pero, también, de Pizarnik, de Gelman. Hay mucha gente que se llena la boca diciendo “la poesía chilena, la poesía chilena…”, ¿y la poesía argentina qué? No es para armar una guerra poética, pero tenemos una poesía muy fuerte, una serie de editoriales de poesía por demás interesante. Ojo, pienso que, en narrativa, también hay cosas interesantes. Hace poco leí Shunga, de Martín Sancia Kawamichi, libro que salió por la editorial Evaristo. Me llamó la atención, porque si bien tiene términos que están cerca de la jerga, uno lo puede leer desde Saló o los 120 días de Sodoma, de Pasolini, porque tiene que ver con la serialización de la tortura. Tiene que ver con el terror, pero con el terror en nosotros, que es un significante que rebota en nuestro pasado inmediato, en la dictadura. Cuando uno lee la palabra “terror”, cuando lo pensamos, tenemos que vincularlo a lo que pasó en los '70, tenemos que repensarlo desde ahí. Pienso que la escritura de terror, por ejemplo, pasaría por Lamborghini. Por los dos Lamborghini. Con esto quiero decir, tenemos que trabajar con una lengua rota. Con nuestra escritura del desastre, para recordar el título de un libro de Blanchot. Tenemos que preguntarnos cómo escribir después de la ESMA. Reconozcamos que, en la época de la dictadura, nuestra propia lengua cotidiana tomó términos que tenían que ver con ese terror: “mato mil”, “sos boleta”, “dale máquina”. Nuestra lengua está inficionada por esto, como está inficionada por lo económico. No se puede escribir con una lengua inocente, no nos podemos hacer los distraídos. Si somos escritores en serio, hemos sido llamados a este mundo para molestar.
-En este mundo marcado por la peste, por la masividad, por los eufemismos, ¿qué te parece que la literatura tiene para decir?
-Yo creo que la literatura tiene para decir lo mismo que dijo siempre. Uno lee por evasión, pero lee también por búsqueda. Los buenos textos son los que te ponen en conflicto con vos mismo. Pero si a vos no te pone en conflicto escribir, difícilmente puedas poner en conflicto al lector. Jean Genet decía que escribía contra sí mismo. Bueno, yo creo que cualquiera que escribe lo hace precisamente porque no está satisfecho con las estancias de lo real. Uno escribe contra la insatisfacción de lo real. La búsqueda de la belleza va por ahí. Uno trata de agregar al mundo algo que no había, aunque eso estaba, porque por ahí alguien lo dijo de otra manera. Pensar la función de la literatura es difícil, hay que ser cauteloso, porque si no caemos en una bajada de línea. Trato de no caer en esos discursos. Sin embargo, creo, la literatura sirve, me arriesgo y digo algo, para reencontrarnos con el goce de la pregunta.