EL CUENTO POR SU AUTOR
Hacia el final de su novela Tifón (1902), Joseph Conrad ya ha contado el primer embate de un ciclón tropical sobre el pobre vapor Nan Shan, ya ha contado la inminencia de una furia mayor del viento y el oleaje. A medias física y terrible, a medias metafísica, desconocida, insondable. Entonces dispone una elipsis narrativa, y lo que vemos en el capítulo siguiente es al capitán Mac Whirr entrando a puerto con su nave destrozada. El monstruoso temporal se cuenta a través de sus efectos. Tal corrimiento, además de narrar lo imposible mediante la elisión y las huellas, enciende una especie de luz de eclipse que ilumina de extrañeza otras zonas de realidad, y habilita a narrar lo social, lo íntimo, lo inconfesable.
Mi cuento se resigna a seguir la estela del polaco mayor, que aprendió a navegar con los pescadores de Marsella, y bajo banderas multicolores participó luego en tráficos diversos, no siempre legales ni del todo pacíficos, pero siempre aprovechados por su literatura, bien que a través del alambique de la King James Bible y Shakespeare. Tal vez la novedad de este ejercicio que presento, si es que hay alguna, aunque sea relativa, consista en la tenue invención de una “lengua fantasma” (como una lectura destacó).
Graham Greene no le hace ascos a la abigarrada Brighton de entreguerras, Ian Mac Ewan o Colm Toibin logran páginas tan elegantes y tan intensas ambientadas en la desangelada Chesil Beach o en la abrupta Blackwater, ¿por qué no animarme a la Necochea invernal de hace unas décadas?
Tanto el título elegido como la manera de tratar algunas situaciones pretenden asumir la reverberación de una imaginería, ya milenaria, que ni el nihilismo del siglo anterior ni el mal disfrazado conformismo de éste -como intuyera Aby Warburg- han logrado abolir.
“La sombra del adviento” es parte de una ¿novela? inédita formada por cuentos, microrrelatos y haikus: Vuelta encontrada.
LA SOMBRA DEL ADVIENTO
Anoche, en la apoteosis de un temporal que ya deja de ser estrépito, miedo, habladuría, para empezar a convertirse en prodigio, la rompiente desbordó un historial de catástrofes que durante años se había ido urdiendo por muelles, por antros del puerto, por camas insomnes, su ola más atrevida cruzó doscientos metros de arena, cuarenta de asfalto, cien más de veredas, y depositó una ofrenda rabiosa de espuma a la puerta del hotel Marino. Precisamente en ese palacete ruinoso quedó alojado, huésped solitario y fuera de temporada, el veterano capitán Gonzaga. Seguramente habrá quienes lean tal pormenor como apostilla irónica del azar o del destino. Tras declararse único responsable de lo sucedido por Bahía de los Vientos con el carguero de cabotaje Desdemona, al capitán se le concedió libertad ambulatoria bajo promesa de honor: ante ninguna circunstancia abandonará la ciudad. No fue incondicional la rendición: exigió que de inmediato se enviara a sus hogares a todos los tripulantes.
En su ya lejana edad dorada, el Marino ocupaba la manzana 5 del catastro, delimitada por las calles 4, 6, 79 y 81. Tenía caballerizas, galpón para carruajes, lavadero, piletas con agua de mar, terraza para baños higiénicos de sol, instalaciones para cricket y lawn tennis, teatro, biógrafo, acuario, ruleta. Sus muros de ciudadela masónica albergaron intrigas señoriales, banquetes sin freno, amores prohibidos, bacanales de éter y hasta un par de sonados suicidios de la alta sociedad. Hijo de una época más eufórica, no pudo soportar indemne las tribulaciones del país ni de la moda los vaivenes. Deudas a causa de la merma de pasajeros obligaron a lotear parte del terreno, lo cual produjo una reducción importante de su área, así como un menoscabo de los servicios. Poco del antiguo esplendor perdura en el establecimiento al que condujeron a primera hora al famoso navegante en desgracia.
La gran puerta de roble, los postigos verdes, la torre tejada, los listones de madera rojo ocre como ornamento exterior evidencian la sobria combinación de estilos -vasco, normando, inglés- que setenta años atrás era de actualidad furibunda y de excluyente buen gusto. Apenas se traspone su entrada hoy, sorprende la oscuridad. Se ha vuelto costumbre, para controlar el consumo de la onerosa calefacción central, mantener cerradas las ventanas. Algunas se han deteriorado tanto que ya no pueden abrirse. El Marino había sido pionero al instalar el más avanzado sistema disponible en luz de gas, fue asimismo el primero en suplantarlo por las portentosas luminarias eléctricas patentadas por Mister Edison de Menlo Park. Ahora, dadas las escasas lámparas en funcionamiento, no es raro tropezar con los muebles de nobles maderas oscuras. Pero la parquedad de esa iluminación mitiga el declinar del lustre, los rayones, la mordedura tenaz de la carcoma.
Parece embuste o sueño que hace menos de una década, cuando aún se realizaba, a cada enero, un festival de las letras, se hospedara en el Marino a los escritores invitados. Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, Manuel Mujica Láinez, Sara Gallardo, Mabel Reyero y Beatriz Guido estamparon sus firmas en el libro de visitantes ilustres, lamentablemente desaparecido. La pérdida es cuantiosa: remedando el desafío acaecido más de un siglo antes, a orillas de otras aguas, se conjuraron a escribir un cuento de fantasmas cada uno. Debía transcurrir entre las paredes que los cobijaban y no extenderse por más de una página. Sólo podían ser leídos en las versiones manuscritas directamente sobre el grueso papel obra del cartapacio robado. La memoria de algunos servidores curiosos guardó al menos, por suerte, el colofón que escribiera una mañana, rodeada por el aroma del café y las tostadas con dulce de leche, la señora Gallardo: “Ustedes no digan nada, entre nosotros, el fantasma es el lenguaje”.
Alguna vez, la habitación destinada al controvertido hombre de mar -número7, planta baja- fue de lo más lujoso que la villa balnearia podía ofrecer. Hoy su desnudez, su frío, su olor irremediable a humedad, la asemejan a la celda en donde mortifica su cuerpo un monje de clausura. Gonzaga, después de una ducha apenas tibia y plagada por escamas de herrumbre, después de acomodar las pocas pertenencias con las cuales desembarcara, por así decir, caminando sobre el agua, abandonó esa cruz. Manifestó a la viuda Montand, encargada temporaria, que deseaba distraerse un rato, se puso el viejo gabán marinero, se calzó la gorra de paño oscuro, y salió.
Atravesó calles anegadas por la arena, sorteó techos volados, muros caídos, postes de electricidad arrancados. Silbaba todavía con saña el viento. La sal marina saturaba el aire. En pocos minutos llegó al linde entre la ciudad y ese otro mar, de árboles, que se extiende por kilómetros siguiendo la abrupta línea costera. Pasó por encima del pretil de ladrillo que lo separa de la última vereda y se fue internando bosque adentro. La vegetación contenía un poco al viento, sin embargo, las copas se estremecían en largas ondas de rumor y de perfume. Arreciaba el frío. Algunos tramos eran intransitables a causa de tantas ramas y troncos arrebatados por la sudestada. Alcanzó un claro, se detuvo y fue a sentarse encima de un tocón. Respirando la fragancia áspera en la que se mezclaban la sal omnipresente con el aroma a pino, a eucaliptus, a retama, sus ojos se cerraron. Dormitó buen rato acurrucado. Al despertar con un sobresalto, notó que entre la ramazón baja un zorro colorado lo vigilaba. Apenas trató él de acomodar su cuerpo entumecido, sin resignar un ápice de elegancia el animal se perdió por la espesura.
De un salto se puso nuevamente en marcha. Cuesta arriba por arena floja que se desmoronaba a cada paso, trepó y trepó como si buscara más aire, como si necesitara más cielo. Desde la cresta del médano que asomaba por encima de todos los médanos, admiró el oleaje extremado. ¿Adónde un celeste así de blanco, adónde un blanco tan celeste? Había amainado hacía ya horas, sin embargo, la marejada era aún capaz de arrastrar barcos, de turbar fundamentos, de encender con el fuego frío de la inmensidad. Playa arriba, las olas dirimían su larga firma de espuma sobre el confín de la marea: letras de un alfabeto salvaje que se iban acumulando, hasta que el viento las convencía de ser otras, mariposas o flores o estrellas, y en leves torbellinos blancos, volaban rumbo a la disolución.
Bajó abandonándose a la pendiente, a toda velocidad sorteó la arena seca. Mil gaviotas, en un solo grito, despegaron, y en el mismo largo grito quedaron suspensas contra el viento, a pleno aletear. También su gorra quería ser ave ultramarina, desesperaba de rumbos, amenazaba con volarse. Harapos de nube desfilaban frente al sol. Se encaminó hacia la ciudad a través de una franja muy estrecha de arena mojada. El fragor de las olas no se apaciguaba ni un momento. Sacudía al aire el aire en fuga. No quería callarse el silencio. Olía todo a pez, a resaca, a distancia desbocada. Tentáculos de espuma se prendían a sus piernas. Con las manos metidas en los bolsillos de su gabán y la cabeza gacha encajada entre las solapas, rápidamente volvió a entrar en calor.
Frente a la mole verdosa del edificio Royal subió hasta la avenida. Antes de atravesarla para seguir camino al abrigo de la recova, examinó los escombros de un balneario que había sucumbido a la creciente extraordinaria de la noche anterior. Apenas cruzó un par de autos que avanzaban como lentas bestias sonámbulas. Desde la playa, no cesaban de alcanzarlo alargadas tolvaneras de arena: remolineaban sobre el asfalto, parecían aplacarse, rendirse, pero luego, súbitamente, recobraban impulso y chasqueaban contra su ropa en suaves latigazos. Cuando al fin alcanzó la calle 81, volteó a la izquierda, inmediatamente sintió el alivio que da estar a sotavento. En sus sienes latía el mar.
Frente al hotel San Carlos, tapiado con listones de madera, yacía un siempre verde retorcido por el furor de la sudestada. Lo esquivó, cruzó la calle y fue hacia la derecha. Sobre una cortina metálica baja, habían escrito con aerosol rojo: Bicarelli asesino, Porcario títere. Una estrella trunca rubricaba desafiante esa inscripción. La vidriera de una inmobiliaria imponía mayúsculas de imprenta doradas con filete oscuro: Terrenos – casas – ventas. Desde adentro, vedada a su visión, una mujer barría arena y cantaba: “Se llenaron de silencio tus pupilas…”. El fraseo, la pericia para hacer flotar, entre el oleaje de la música, a las palabras, y la suave crueldad que éstas adquirían, le recordaron a alguna de aquellas voces oídas hace tanto, entre crepitaciones, a través de una radio con vaga forma de catedral, allá en el campo.
Desde el medio de la calle tapizada por arena, un chico de unos diez años pateaba una pelota a gajos pentagonales rojos y blancos, la hacía rebotar contra la pared del Marino, la pelota regresaba con precisión maquinal a su pie derecho y otra vez la pateaba. A pesar del frío, por encima de un pantalón vaquero muy gastado sólo vestía una camiseta de fútbol a franjas verticales albirrojas. La transpiración pegaba a su cara unos rulos largos y oscuros. Sus grandes ojos color de mar revuelto no se distraían ni un segundo. Pero miró de soslayo al extraño que se acercaba y esa concesión mínima hizo que pifiara. La pelota, en vez de impactar contra la pared, de volver para que nuevamente la pateara, dio al sesgo contra el cordón de la vereda, salió impulsada hacia arriba con efecto, empezó a describir una parábola hacia ese desconocido, pasó por encima de él, ya iba a caer a sus espaldas. Gonzaga apuró la marcha. A último momento, la memoria de su cuerpo quiso más: se inclinó hacia adelante, estiró la pierna izquierda hacia atrás, impactó la pelota con el taco del borceguí y la hizo volar por encima de su cabeza describiendo una parábola que culminó en el chico de rulos. Él la amortiguó con el pecho, la aquietó con su pie zurdo, y se puso a aplaudir.
-Usted es el capitán que dicen –sorprendió al capitán esa voz lastimada.
-¿Quién dice?
-Mi abuela. Y dice que usted para en el Marino.
-Lindo lugar. ¿Conocés?
Se mantuvo en silencio unos segundos el chico. Pareció dudar. Luego se acercó y empezó a contarle, con el entusiasmo acelerando sus palabras, que por enero venían al Marino los equipos de fútbol de Buenos Aires, que él se cruzaba temprano hasta la puerta para ver cómo salían los jugadores a correr por los médanos, que le habían firmado su álbum de figuritas el Loco Gatti, el Conejo Tarantini, el Chapa Suñé...
-¿No querés conocer? Pedí permiso a tu mamá -se le ocurrió proponer al capitán.
-Mamá está… –empezó a contestar el chico y pegó la vuelta.
Se alejó lentamente con la vista clavada al piso. Iba pateando la pelota con la punta del pie izquierdo como una gaviota que picoteara, sin convicción, alguna osamenta pelada sobre una playa desierta. A través de la puerta de la inmobiliaria brotaba todavía la música. Ahora sin palabras, sólo un tarareo valseado que sonaba a yuyos y a mañanas frescas. A ausencia. Al entrar el chico, cesó el canto.
Minutos después, el capitán y el chico sorteaban juntos el portal del Marino, abierto como boca de ballena a la avenida vacía y ventosa. El interior estaba notablemente más cálido, pero a Gonzaga le pareció aún más oscuro que al llegar esa mañana temprano, escoltado por una comisión de la prefectura armada con Mausers a bayoneta calada como si trasladaran al más refractario de los guerrilleros. El chico miraba para todas partes sin dejar de sonreír. Se notaba que le habían lavado la cara, que habían intentado peinarlo. Se notaba, también, que había llorado. Por debajo de un pullover azul desteñido asomaba la camiseta de fútbol. Gonzaga sostenía la gorra con las dos manos por delante de su pecho como si entrara a misa o a un oficio fúnebre.
Salió a recibirlos Catherine Montand. Se había soltado el pelo, castaño muy claro con algunas canas, ya no vestía ropa oscura de trabajo sino un vestido verde agua que hacía juego con el color de sus ojos y resaltaba su cara asoleada.
-¿Cómo andás Toti, no harás renegar demasiado a los abuelos, no? –le dijo al chico recorriendo con suavidad gatuna sus rulos indomables.
El chico sacudió la cabeza, logró apartar la caricia de esa mano elegante, aunque un tanto castigada por el trabajo, y contestó en tono perentorio:
-Me llamo Juan.
-Bueno, bueno… Pero los que te conocemos desde que naciste…- le guiñó un ojo al capitán, recibió su abrigo, y luego agregó señalando hacia el gran salón: -Por favor, pónganse cómodos y digan qué desean.
-¡Coca Cola! –saltó el chico haciendo mímica de aplaudir, después se puso colorado.
-Para los dos, por favor –se sumó Gonzaga con un envaramiento quizás excesivo para alguien que había desafiado los siete mares.
-Vayan, ahora les alcanzo el pedido a mis dos Juanes –susurró la mujer, brisa la voz, y le guiñó el ojo, por segunda vez, al capitán.
Gonzaga se quedó mudo entre espejos enturbiados por la usura del tiempo. En la cara del chico se hizo visible eso que las palabras velaban, eso que en el ir y venir incesante de la pelota se expresaba a la vez que se escondía. Desde las paredes bastante despintadas, algunas fotografías narraban la historia de los trajes de baño femeninos, su lenta pero constante evolución hacia la desnudez clásica, un par de acuarelas con profusión de amarillos, de azules, de verdes, representaba lanchas pesqueras a vela, en un óleo de formato mayor Gonzaga reconoció al Presidente Perón, el más grande ballenero que jamás existiera, además de ser el único en toda la historia que jamás arponeó a una sola ballena, en otro óleo de similares dimensiones se veía al Abanderada de los humildes, luego Libertad, fletado para la línea Mediterráneo con carga de trigo y una cubierta exclusiva para turistas. Se esforzó por constatar la firma del pintor. Su vista no era la de antes. Debió ponerse de pie, aproximarse a los cuadros como si fuera a olfatear sus tintes, recién así pudo leer: Severino R. Alonso, 1952. Volvió a sentarse al oír que a pasos cantarines se acercaba Catherine.
Mientras acomodaba sobre la mesa una Coca Cola de litro, un vaso rojo de plástico, uno ambarino de vidrio, un recipiente metálico oblongo con papas fritas y otro con queso en cubos, ella miró a Gonzaga apenas asomada a sus largas pestañas, y le dijo con voz rejuvenecida:
-¿Me disculpará el atrevimiento? Llamó el comisario Bicarelli para comprobar que usted siguiera acá… Vinieron a verlo un reportero y un fotógrafo de El Cerealista… Llamaron del canal 8 y del canal 10. A todos les informé que usted descansaba... También al secretario del intendente, quiero decir del interventor…
-Le agradezco –se apuró a contestar Gonzaga.
Ella empezó a llenar los vasos.
Sin mirar a su interlocutor, agregó en voz un par de tonos más baja:
-Tiene para varios días acá, ¿no cierto?
Una ráfaga sacudió los postigos. Se abrió paso un rayo de luz anaranjada, estremeció el aire, fue a reflejarse, palpitante, sobre espejos opuestos. En esa claridad frágil, la mujer, el chico, el hombre, fueron, por algunos segundos, una sola figura.
Mar adentro, una estela iba a cerrarse.