EL CUENTO POR SU AUTOR

El 22 de mayo de 1976. Era sábado, tiempos muy duros para mí, siglos antes de empezar a publicar, cuando escuché en una pequeña radio gris a transistores que tenía, en un lugar de la Patagonia donde estaba por entonces, bastante sola, por cierto, una pelea de boxeo en Sudáfrica en la que “un campeón mundial, herido, casi ciego, maltrecho y furioso, cambiaba el destino de su vida por la única e invencible razón de los hombres”. Tremenda pelea, tremendo campeón. No sabía yo que ese día y ese hecho le cambiaba también la vida (la dejaba sola) a una mujer que unos años después conocí y que se convertiría en la abuela de mis hijas. Lo del hijo no viene de ahí, es de otro costal, pero ese recuerdo, activado después muchas veces por el curso que tomó mi vida y por los relatos que ella me hizo, se fundió con varias historias de hijos escuchadas en el camino, historias de hijos (o hijas) en busca del amor de un padre… y con otras tantas historias de abandonos y rencores, fotos en las que una madre ha calado un rostro de varón, lo ha pintado o rayado, intentando desaparecerlo de la historia familiar, cosas así. Nada nuevo bajo el sol, sino la eterna historia de amor y necesidad de un hijo por tener un padre y el dolor de una mujer abandonada en la crianza de un hijo.


EL HIJO

La palabra hijo saliendo de sus labios/ Colgando en el aire para que todos la oigan.

Raymond Carver

1.

El auto que va primero es el de tu padre, dijo mi madre señalando con la cuchilla el televisor. Esa fue la primera vez que supe de él, fue a mitad de los setenta, vivíamos en la casa de mi abuela. No creo que sea muy común que alguien conozca a su padre por televisión, pero así fue. Mi madre y mi abuela cocinaban cuando aparecieron en la pantalla unos autos, y después unos hombres, es el que bajó del Torino, dijo, el que lleva la botella. No había fotografías de mi padre en la casa y si mi abuela o mi madre lo nombraban, era como si escupieran, ese cretino, ese miserable que no fue capaz de dejarnos un techo, ni cuando era un pobre diablo, ni después cuando empezó a ganar plata… Un hueco cavado en el rencor de mi madre y de mi abuela, era mi padre, ese muerto de hambre que un día empezó a cagar más alto que el culo.

2.

El rumbo de esta historia le pertenece al hijo.

Hasta el día en que lo vio en la televisión, no tenía recuerdos de su padre, porque sus padres dejaron de verse cuando la madre llevaba cinco meses de embarazo, al menos eso ha dicho ella, me dejó con la panza llena y no le importó. Un niño sin nacer, un padre que se va antes que en el hijo nazca la memoria. La relación comenzó ahí, una imagen con más negro que blanco, y siguió después con algunos encuentros -uno, dos, tres- y más tarde con algunos desencuentros –uno, dos, tres-, distanciamientos. Si pasados los años alguna vez el hijo pregunta, el padre dice que no sabe por qué las cosas sucedieron de ese modo, no recuerda, ha olvidado todo.

En cambio los hijos no olvidan. Alguna vez el hijo se convertirá en padre, querrá ser piloto de rally, tener una novia con cuerpo de sirena, es algo genético. Cosas que están en el ADN.

3.

Un hijo.

Un padre.

Otra vez un hijo.

¿Eran nueve los años? ¿Siete o nueve?

En ese ring estoy yo, dice el padre, se lo dice al hijo mostrándole una foto.

Una escena de amor.

El hijo va por un camino difícil, captar la atención de su padre. Cuando empezó a frecuentarlo, el padre no era otro que un hombre al que admiraba. Herencia. ¿Cómo inventar con eso un vínculo, cómo transformar lo biológico en amor?

Lograrlo sería suficiente y a su juicio, también sería demasiado.

4

El hijo dice que no importa, que nada de lo que pasó importa, que sólo le importa haberse encontrado con él, antes que se fuera para siempre; pero un raspón en la garganta, un apretón en el pecho, hablan de otra cosa.

Hijo es una palabra que no ha sabido pronunciar el padre; él conoce el valor de esa palabra porque la ha escuchado dirigida a otros, incluso a un hermano, hijo de otra mujer, el único que se ha criado con su padre. Cierta vez que el padre enfermó, la madre de ese hermano llamó a la madre de este hijo para avisarle.

Hijo, esa palabra clavada en el aire como una astilla.

5

No sabe si el padre iba detrás de un sueño cuando salió de la miseria donde vivía, para buscarse un mundo de sangre, de golpes en la mandíbula.

No sabe si iba detrás de un sueño o si el sueño iba delante de él y lo arrastraba como un toro arrastra a su criatura. O tal vez el sueño de ese padre se fue construyendo mientras pasaba de una mujer a otra, mujeres todas más grandes que él, capaces de darle cobijo. El hijo cree más bien que el padre trataba de salir del hambre, que sólo buscaba una paga y entonces no le importó subirse a un ring, a una cama, a un auto…, andar a las trompadas, golpear como loco, coger o correr a ganar o a morir.

Kartings, motos, rally, autos cada vez mejores.

Pero hubieran podido ser caballos, camellos, gallos.

6.

Mi madre dice que se pusieron de novios en la vereda de su casa, en las afueras de Ituzaingó, que con mi abuela le dieron de comer, le compraron las primeras zapatillas, le pagaron el gimnasio para que entrenara, pero apenas comenzó a ganar, se fue olvidando de nosotros, hijo, y empezó a mudarse de una casa a otra, de una cama a otra.

Yo venía en camino.

Él había tenido otras novias, siempre tenía a alguna, incluso cuando vivíamos juntos, hasta que un día salió de esta casa vestido como para una fiesta y después supe que se había casado y entonces mi madre lo buscó por cielo y tierra con una sevillana, lo dejé como un Cristo, hasta que me lo sacaron. Nunca tuve otro hombre, dice.

7.

A veces un hijo es tan grande que comprende el olvido de un padre, y otras veces es tan pequeño que puede pasarse la vida esperando una palabra, una caricia. Este hijo no es grande ni es pequeño, por eso no sabe qué hacer, persiste en una imagen que vio hace décadas siguiendo el derrotero de un cuchillo.

Evoca esa imagen y si no aparece, la inventa, la necesita. Ilusión de vivir en tercera persona, de ser no quien padece sino quien mira, el director de una película sobre la serie de pequeñas decisiones que se traman para vivir.

Un día comimos un melón en el patio de su casa, recuerda, y el calor de ese patio es una estrella que lo protege, feliz, ciego, porque el pasado estuvo desde siempre entre los dos, fue una cosa del presente. Un acontecimiento del ayer como una foto grabada a fuego: SU PADRE BAJANDO DE UN AUTO en el campo de maniobras de un televisor en blanco y negro.

El padre trata de cambiar ese pasado, de regresar al día en que actuó como un canalla y modificarlo. Conviven unos meses padre e hijo, el hijo le pregunta cosas que sólo el padre conoce, pero lo que intentan salvar ya está perdido y entre los dos consiguen a lo sumo hacer regresar ese pasado para masticarlo juntos. Ir soltándose de a poco del amor, del dolor, del rencor, hasta ese interior del cual se vive. Desandar el camino despacio, para no lastimarse, como quien retrocede por un pasillo oscuro.

Cierto día, cuando el hijo ha crecido, la madre -en un acto de piedad- dice que cada uno hace lo que puede, que a su modo ese hombre lo quiso. El hijo no sabe por qué ella tardó tanto en perdonar, pero lo que escucha se acomoda en su corazón, brilla como un sol.

El recuerdo tiene ahora la forma de una instantánea: el hijo se ve a sí mismo en aquel tiempo, la noche por venir. El padre y su merodeo, la forma que tuvo de aparecer y desaparecer. Lo que le quita el sueño toma la forma de una pregunta, tal vez su madre estuvo en lo cierto. Afuera, la noche, de la que poco sabe. El tiempo se come ciertas cosas y levanta otras, pero todas las órdenes llevan el germen de la desobediencia y los padres son siempre más obedientes que las madres. Cuando ellas dicen, si no le das lo que le corresponde, no quiero que te aparezcas por acá, ellos aceptan. Nadie sabe si por comodidad, obediencia o desaliento, pero aceptan.

Han pasado muchos años y sin embargo, la memoria continúa tibia, encendida. Si tuviéramos que preguntarnos qué mantiene hecha brasa la ceniza, diríamos que esa pasión encontró su fuego, no se cerró a experiencia alguna, no se negó ningún combate, porque en la sangre del hijo estaba la lengua de su madre, desde el comienzo la irrupción visceral, no controlada de una mujer.

8.

HISTORIA DE MI PADRE.

Un afiche de dos metros de alto destaca la pelea de mi padre por la corona de los semipesados. Tenía veinticinco años, un tobillo destrozado, la angustia de salirse de la categoría, siempre al límite. Un reo rindiendo examen, un producto del coraje nacional, y con eso le ganó por abandono a un norteamericano al que había derribado en varios rounds. Esa noche, esa misma noche, mi padre dejó a mi madre, eso fue antes que yo naciera. Fuego y corazón, mi padre, ganchos de corta y media distancia; un toro que golpea el desprecio recibido de niño. Se compró un Fiat 600 rojo, le pintó un leopardo en el guardabarros y nos dejó, dice mi madre. Más tarde retuvo el título en una pelea épica, en algún lugar de África, con el ojo manando sangre, pero yo era muy chico y no recuerdo nada. También sangraba la herida de mi madre. De aquí me bajan muerto, dicen que dijo en su rincón, Si paramos nos quitan la corona, dijo el manager, pero yo era un niño y no supe nada. Nunca volví a ser el mismo después de esa pelea, dijo el rival de mi padre. Nada fue lo mismo después de aquella noche, dijo mi madre. Una mano que salió de la nada, dijo el rival. Un golpe a traición, dijo mi madre.

Nació en un pueblo de la provincia, no es segura la fecha, porque lo anotaron cuando ya era grande. Nadie sabe quiénes fueron sus maestros, si un viejo que había ganado una medalla olímpica o un boxeador de Morón hecho en la calle, a puro puño. Luego apareció un técnico que había sido técnico de otros grandes.

Empecé de casualidad, me dijo una vez, porque fui a un festival de boxeo y me pagaron con un sánguche, me fue bien y me entusiasmé. ¿Sabés qué pasa? Yo soñaba con tener guita, mucha guita, porque siempre me gustaron los autos y porque quería comprarle a mi vieja una casa con techos rojos. Era excéntrico, extravagante. Extraordinario.

Subía al ring con una bata de leopardo. Un periodista dijo Este boludo se cree que es Gatica.

No fue Gatica, pero llenó muchos estadios.

Cuando la corona de los medio pesados quedó vacante, el manager montó la pelea con un norteamericano y mi padre se consagró campeón. No era fanático del gimnasio y dos cosas lo volvían loco: las mujeres y los autos. Nunca lo vi fumar, pero tomaba algunas veces y en casi todos los combates tuvo problemas con el peso, pero cuando estaba en forma podía ser feroz, como en aquella pelea que ganó bañado en sangre después de un cabezazo, la misma noche que mataron a un amigo suyo, ese amigo al que idolatraba.

Era un apasionado de los fierros, y en eso se puso cuando acabó el boxeo. Acompañaba al dueño de una casa de repuestos que había arrancado con un Torino y del Torino pasó al Dodge y del Dodge al Chevrolet. Se entendieron enseguida. Por esa época, mi padre ya había tenido varios autos, porque ganó mucha plata, miles de dólares. Sé todo eso por mi madre, que seguía las notas en las revistas.

Aquel domingo, escuché la sirena por televisión. Me paralizó ese sonido, hasta que llegaron las primeras informaciones. Fotos apenas antes de morir, tomando mate, vestido con su traje antiflama.

Correr es como volar, solía decir mi padre. Él, que había enfrentado el peligro, que había derrochando coraje; él, que había sufrido accidentes por conducir a gran velocidad, que le había regalado una casa a su madre, que había sido hijo más que padre o marido, que vivió siempre al límite, rondando la tragedia, el campeón de corazón gigante, el de la epopeya, el que se largó a pelear por una Coca Cola y cuando subió al ring y se dio cuenta de que podía ganar plata, tener muchos autos y mujeres, olvidó que era padre.

9.

Mi madre se enteró de la muerte también por televisión. Él caminaba hacia los boxes y un auto que venía rezagado se lo llevó por delante, nadie se explica cómo pudo suceder. En esa época, mi padre tenía novias cada vez más jóvenes, de vez en cuando tomaba un poco y llevaba a esas novias en un Jaguar con tapizado en leopardo. Ya había abandonado la carrera, iba saludando desde el costado del asfalto. Alguien le hizo señas para que se saliera de la pista y de pronto, una mano fantasma salió de la nada y lo embistió.

Lo velaron en el estadio. Yo fui con mi madre.

Por el camino íbamos borrando lo que ella me había dicho tantas veces. Frase por frase lo fuimos borrando, hasta que ya no quedó otra cosa que el amor que le tuvimos. Nos repetimos muchas veces que había sido un buen hombre, que había tenido una vida muy difícil pero que dentro de todo había sido bueno. Hizo lo que pudo, dijo mi madre. Y así fuimos diciéndonos el uno al otro lo mucho que lo queríamos, fuimos regalándonos palabras, lustrando esas palabras hasta que nos abrigaron.

Escuché a la gente consolándome, consolándonos, y me alegré de haberlo perdonado, de estar perdonándolo ahí mismo. Pensé que recordaría para siempre cada detalle de ese día, lo que se dijo, lo que hicieron, lo que hice, lo que me hacían, pero me olvidé de todo, o de casi todo. Lo que sí recuerdo es que esa tarde mi nombre se escuchaba mucho, porque yo tengo el nombre de mi padre; su apellido no, pero sí el nombre porque mi madre me lo puso.

10

Antes que yo naciera, mi padre dejó a mi madre. Una jornada épica, dijeron los periódicos, golpe tras golpe, mi padre, con tremendo corte sobre el ojo, la camisa del árbitro para limpiarse, para detener la hemorragia. Esa pelea metió a mi padre en la historia del boxeo. El pantalón ensangrentado que usó hoy es una pieza de museo.

Un símbolo, mi padre.

Fue un tortazo, dijo mi madre, una trompada en los ojos, para que supiera que yo no era más que un trapo.

Peleaba con el corazón, dijo la prensa.

No tiene corazón, dijo mi madre.

También yo he tenido problemas con el alcohol, también a mí me gustan los fierros, pero mi madre hizo que no tuviera que dejarme golpear por un plato de comida, mi madre que ha cosido y planchado para otros. De chico, él vivía en un sitio no más grande que una choza, yo he crecido en la casa de mi abuela, con baño, con cocina. En la cocina había un televisor donde lo vi por primera vez. No sabe cuidar el dinero, la plata le quema. Despilfarra en mujeres, en autos, en fiestas, pero lo que es a vos, hijo, y a mí, nunca nos dio nada. A veces un padre confunde a un hijo con su madre. Cree que son una misma cosa.

FINAL DE ESCENA

A lo largo de los años, mi padre no ha dejado de venir hacia mí, porque un hijo necesita curarse de ser hijo, para convertirse en padre.

En el impiadoso comienzo de la primavera, el hijo, ya grande, se dice: Creo que entendí.

Comprende que nadie regala nada, que todo tiene que hacerse, que un hombre se templa manchando lo que toca…