Para Celeste, con amor

La mañana de Navidad en que Rodrigo Morán fue ajusticiado de un balazo en la nariz, en todo el pueblo se respiró un aire purificado.

Como si el estampido que quebró el amanecer hubiese abierto los pulmones de la población, nadie salió a las calles a festejar pero todos supimos que hubo miles de celebraciones íntimas. El pistoletazo se vivió justiciero como aplastar a un alacrán de un pisotón.

Aquel 24 de diciembre la peste asolaba implacable y por igual a temerosos y atrevidos, conscientes y negadores. El miedo era macizo y duro, como de granito, y alteraba los ánimos como cuando estalla el hervor del dulce del leche sobre la hornalla y hace saltar la tapa de la olla. El efecto metralla desata el caos en la cocina y en las gentes, y las consecuencias son imprevisibles.

La tarde anterior yo había terminado de escribir la carta que pensaba hacer llegar al diario del pueblo esa mañana, justo antes de irme para siempre. Era insostenible que el Doctor Rodrigo Morán siguiera en su puesto, atrincherado en el segundo piso de esa casona de la Calle de las Margaritas, después de haber prohibido que se probara la vacuna mágica de la Abuela Mercedes, que todos confiábamos en que era la única infalible quizás no para curar la peste pero sí para prevenir más contagios, de igual modo que todos sabíamos que para Morán lo único infalible era un toco de dinero, como también sabíamos que la Abuela Mercedes en eso no transaba.

Cuestión que el estampido que produjo el balazo, justo a las seis y cuarto de la mañana, no sólo quebró el aire sino también el ánimo del pueblo, que salió a la calle pero no a preguntarse qué habría pasado, porque todos supieron siempre que un balazo aquí sólo podía tener un destinatario. De manera que todos fueron hacia allá, o sea hasta el edificio de Las Margaritas donde residía y tenía despacho el Doctor Morán. Un balazo en este pueblo no podía convocar a nadie a otro sitio.

Sobre la vereda había poca gente, pero la calle estaba repleta, de esquina a esquina. Todos miraban, en silencio sepulcral y casi sin rumores, cómo la puerta estaba cerrada pero con el candado abierto y a la vista. Y aunque alguno dijo después, y otros creyeron ver, que un extraño personaje había huído tropezando con una sábana blanca, como traída por el viento desde el otro lado de la calle, también se dijo que el bombero Leandro, único en el mundo que jamás había apagado un incendio, juraba haber visto a un viejo con pinta de sabio medieval, o de cura anciano, corriendo con la sotana alzada y gritando que siempre había querido cortarle los huevos a Rodrigo Morán. Lo cierto es que el vecindario entero se movía apenas y todas las gentes más que gente parecían espectros murmurosos.

No puedo decir que era encantador el espectáculo, pero de pronto había como un aire limpio que soplaba en la calle, libre como el viento, y mirando al público que no dejaba de llegar en porfiado silencio, como espectros rulfianos, a mí se me dio por acordarme de otras, antiguas lecturas navideñas de cuando era muchacho y la Abuela Mercedes cantaba canciones de Lorca sobre el amor y la eternidad:

Vestida con mantos negros
piensa que el mundo es chiquito
y el corazón es inmenso

Y me acordé de cuando años atrás llegó Morán al pueblo y dijo que era juez y que el gobernador y el ministro y cuantimás y todo empezó a cambiar. Y a mí me eligió para su secretario y yo como un imbécil acepté con tal de ganar unos pesos y figuración. Y entonces empecé a encubrirle sus chanchullos, cobrar sus gabelas, disimular sus coimas y ni cuenta me dí del diario transcurrir de los chismes primero y las protestas sordas después, ni de que la gente del pueblo poco a poco fue dejando de saludarme. Quizás porque yo era el único que entraba a esa casona en cuya puerta, del lado de adentro, había un par de manos clavadas a la altura de los ojos. Como manos vivas, no de goma ni de utilería, manos de álguienes que habrían vivido quién sabe cuándo y cuánto, y que incluso daban la impresión de que si uno las tocaba seguro respondían.

Afuera, en la calle, parecía hervir el gentío, como dispuesto a una revuelta que dejaría un tendal de cadáveres que luego sería imposible reconocer porque habría de todo, decapitados a hachazos y muchos con las manos incineradas con sopletes para que nadie jamás pudiera identificarlos. Quizá las de la puerta de la casona eran manos como ésas, de tiempos de más antes, de cuando mi viejo al morir me pidió que huyera de ese pueblo.

Tiempo después y tras cortas investigaciones se dijo que el responsable no diré del crimen, pero sí el responsable del balazo, no había sido yo sino el pueblo, fuenteovejunamente. Nadie había ajusticiado al Doctor Morán, que murió de un balazo en la nariz que disparamos todos y todas, grandes y chicos, y que además expulsamos su cuerpo y alguien dijo después que fue bendecido esa misma tarde en una iglesia metodista del Arroyo Viejo por un pastor tartamudo de traje y anteojos negros que le cobró un platal a no sé quién para no enterrarlo sin rezo.

 

La pueblada y no otra cosa, ni persona ni institución, fue la responsable de quitar de inmediato y para siempre aquellas manos de la puerta de Las Margaritas. Quizás por eso el aire después del mediodía, aquel 24, pareció purificado. Lo que llevó a la ciudadanía a conjeturar que esa Navidad se había hecho Justicia, aunque no Divina. @